El lunes 23 de enero de 1989 un camión de Coca Cola escoltado por seis autos irrumpió en el Tercer Regimiento de Infantería de La Tablada. Eran las seis y cuarto de la mañana. Yo me enteré de la noticia por la radio y llamé a un conocido dirigente peronista de entonces. Su respuesta fue breve: “Son los carapintadas de Seineldín”. Tenía motivos para decirlo. Por la televisión se decía que los asaltantes habían lanzado volantes firmados por un tal “Nuevo Ejército Argentino”.
Claro que la noticia era verosímil. Hacía menos de dos meses militares carapintadas se habían levantado en armas en Villa Martelli. Dirigentes de derechos humanos habían denunciado una futura ofensiva militar en la que estaban comprometidos Rico, Seineldín y Menem. Esto ocurrió una semana antes del operativo guerrillero. Uno de los denunciantes era Jorge Baños. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos.
Pasado el mediodía, empezó a circular el rumor de que los asaltantes no eran “carapintadas” sino guerrilleros del ERP. En un primer momento nadie creyó en lo que tenía visos de escandalosa patraña. Es más, hubo quien consideró que se trataba de una maniobra de contrainteligencia de la extrema derecha, porque pareciera que los malos de la película están siempre a la derecha, en tanto que la izquierda -por definición- es incapaz de alguna maldad.
Dos o tres horas después todas las resistencias políticas o culturales, todos los prejuicios acerca de la racionalidad de la izquierda y su acendrado humanismo debieron ceder ante la realidad de los hechos.
Creer o reventar: el asalto a un cuartel de las Fuerzas Armadas estaba dirigido por Gorriarán Merlo y un puñado de dirigentes identificados hasta ese momento como integrantes del Movimiento Todos por la Patria, una corriente de opinión organizada alrededor de una revista a partir de una supuesta convocatoria amplia para defender la democracia. Desde Alfonsín hasta los vendedores de ballenitas sabían que detrás de esa revista se reciclaba un sector de dirigentes históricos del PRT. Todos lo sabíamos, pero suponíamos que los muchachos algo habían aprendido de la derrota de 1976.
Eso es lo que creíamos hasta el 23 de enero, hasta que la realidad nos demostró de manera brutal que estábamos equivocados. Y no sólo estábamos equivocados sino que, como el personaje de las novelas policiales, si hubiéramos prestado un mínimo de atención habríamos sabido que el operativo se había preparado de manera minuciosa y perversa; mintiendo y trampeando; diciendo una cosa y haciendo otra, todo en nombre de una revolución transformada en un ícono sanguinario y siniestro .
En historia importa conocer la verdad aunque sea tarde; es más, todo conocimiento histórico es “tardío”. En política, por el contrario, importa adelantarse a los hechos, anticiparse. Saber la verdad después, sirve de poco o de nada. Esto es más o menos lo que nos pasó con el operativo de La Tablada. Fue necesario que se produjera para percatarnos de que el desenlace final había estado precedido de numerosos datos y señales a los que nadie les prestó atención porque, repito, se suponía que en la izquierda era imposible esa combinación de delirio, alienación y perversidad.
Según las crónicas se combatió hasta el otro día. El balance de destrucción y muertos fue desolador. Las imágenes de cadáveres aplastados por los tanques, consumidos por el fuego o desfigurados por las balas y los explosivos, daban cuenta de lo que había sucedido. De acuerdo con los informes murieron alrededor de 29 guerrilleros y 14 uniformados. Entre los muertos había tres conscriptos. Uno de ellos, Roberto Taddía, cayó cerca del portón de ingreso. En la mano tenía una escoba. O alguien confundió la escoba con un fusil, o lo mataron porque había que matarlo. Ese muchacho murió sin saber lo que estaba pasando. No era un enemigo del pueblo, ni un mercenario, ni siquiera un soldado armado. ¿Es exagerado o reaccionario calificar a esa muerte como un asesinato alevoso?
Una semana después, Angel Horacio Luque, padre de dos guerrilleros muertos en el cuartel declaró a los diarios: “No quiero flores para mis hijos. Que vayan para soldados y policías. Ellos las merecen”.
Al mediodía del martes, la situación estaba controlada. El operativo militar y policial logró reducir a los alzados en armas y según denuncias posteriores hubo ejecuciones sumarias y torturas. Es muy probable que los guerrilleros Francisco Provenzano, Carlos Samojdeny y Carlos Burgos hayan sido ejecutados en el acto. Después se hicieron las denuncias del caso, pero en esas horas el estupor y la indignación eran muy grandes como para prestar atención a escrúpulos legalistas.
El martes 24 el presidente Raúl Alfonsín se hizo presente en el cuartel. La foto lo registra vistiendo un traje claro y rodeado de hombres armados. Según se cuenta en algún momento un oficial gritó “¡Peligro!…todos cuerpo a tierra”. Todos obedecieron, menos Alfonsín. La dignidad de un presidente civil no se compadece con la imagen de alguien arrastrándose por el suelo.
De todas maneras, los radicales estaban consternados. Esperaban una puñalada por la espalda de los fascistas, no de la izquierda. “Esta es una canallada de los sandinistas” dicen que dijo Jaroslavski. Motivos para estar enojados tenían. El gobierno radical había hecho importantes gestiones en Contadora que contribuyeron a asegurar la paz en Centroamérica, una manera elegante de legitimar al gobierno sandinista.
En la revista Entre Todos, fundada por Gorriarán Merlo, escribían los principales dirigentes juveniles del alfonsinismo. También escribían peronistas, socialistas y cristianos. La propuesta era amplia y generosa, democrática y republicana. Todo parecía indicar que los muchachos se habían convertido. Había algunas dudas, por supuesto, pero nadie pensaba que iban a ser tan locos o que iban a provocar tanto daño, sobre todo a su propia gente.
Digamos que en el clima de condena a la dictadura militar de aquellos tiempos, estos muchachos despertaban una cierta simpatía y en algunos casos había una suerte de idealización acerca de sus proezas guerrilleras de otros años. Todo ello se reforzaba con la publicidad a sotto voce de las hazañas realizadas por Gorriarán Merlo en Nicaragua organizando la Brigada Sur antes de la revolución o ejecutando a Somoza en Paraguay.
Por esos años la revolución sandinista seguía despertando entusiasmo y adhesiones. Se presentaba como una revolución abierta, pluralista y hasta cristiana. Los guerrilleros eran poetas, escritores, místicos o caballeros justicieros. El grupo de Gorriarán Merlo asumía en estos pagos la titularidad de aquella gesta.
Desde el punto de vista de las relaciones políticas parecían tiernos e inocentes corderitos. Pregonaban la amplitud, la unidad, exhibían una infinita paciencia con las supuestas debilidades de los aliados burgueses y pequeño burgueses, ensayaban algunas autocríticas sobre lo realizado en otros tiempos, la palabra democracia no se les caía de la boca. Una joyita. A veces, muy de vez en cuando, sugerían o daban a entender que la reivindicación de la democracia era una bandera táctica ya que “para todo el mundo estaba claro que el cambio, el verdadero cambio, sólo podía realizarse por la vía de las armas”. Como en Cuba. Como en Nicaragua.
En escritos y conferencias públicas, sus principales dirigentes insistían que en la Argentina era imposible una salida parecida a la de Cuba o Nicaragua. Según ellos, la democracia conquistada había que defenderla contra los militares golpistas y la derecha reaccionaria, pero en ese punto nadie en aquellos años tenía objeciones importantes que hacer.
Sin embargo no todo se reducía a entonar conmovedoras baladas a favor de la democracia. En 1988, en el movimiento Todos por la Patria se había producido una importante escisión entre quienes consideraban que no había lugar para ningún tipo de militarismo o voluntarismo armado y los que suponían que había que prepararse para acciones armadas, no para tomar el poder, aclaraban, sino para defender la democracia. Si se hubiera prestado un mínimo de atención a ese debate se habría podido advertir lo que se venía. Cambiaba el argumento, había un matiz teórico que diferenciaba un tiempo del otro, pero lo que se mantenía intacto era el deseo, la pulsión, el objetivo casi profesional de tomar las armas. O para establecer la dictadura del proletariado o para defender la democracia. Teóricamente no era lo mismo, pero en términos prácticos sí. Por lo menos para ellos.