Las elecciones del 30 de octubre de 1983

El 30 de octubre de 1983 -hace exactamente treinta y un años- el pueblo argentino votaba después de siete años de dictadura militar y elegía como presidente de la Nación a Raúl Alfonsín, candidato de la UCR. La otra gran novedad de esos comicios fue la derrota del peronismo, su primera derrota electoral después de treinta y siete años de existencia y de considerarse la genuina y mayoritaria representación de la Nación.

Históricamente, la fecha se identifica con la recuperación de la democracia en la Argentina. No sólo se ponía punto final a la dictadura militar, sino que se proponía ponerle punto final a la saga de golpes de Estado iniciada el 6 de septiembre de 1930. Tres décadas después puede decirse que ambos objetivos, con las previsibles dificultades del caso, se cumplieron.

El 10 de diciembre, el día de la asunción del mando, Alfonsín hablará desde los balcones del cabildo y sus primeras palabras serán las siguientes: “Iniciamos una etapa que sin duda será difícil, porque tenemos todos la enorme responsabilidad de asegurar hoy y para los tiempos la democracia y el respeto por la dignidad del hombre para todos los argentinos”. Palabras claras para un pueblo que reclamaba claridad.

Después de la derrota de Malvinas, la dictadura militar decidió convocar a elecciones. Lo hicieron en julio de 1982. No les quedaban demasiadas alternativas. Intentaron replegarse en orden, tal vez especulando con alguna próxima asonada. Previendo futuros peligros, el 22 de septiembre de 1983 dictaron la llamada “Ley de Pacificación Nacional”, más conocida como de “autoamnistía”.

Formalmente, la campaña electoral se inició un mes antes. El candidato de la UCR era, como ya se dijo, Raúl Alfonsín; el del peronismo, Ítalo Luder. Alfonsín prometió desconocer la autoamnistía; Luder dijo que la aceptaría. Las diferencias entre los dos dirigentes se reflejaban en la historia de cada uno de ellos alrededor de este tema. Alfonsín fue uno de los fundadores de la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos (APDH); Luder, el autor del decreto que prometía aniquilar la subversión. No fue la única diferencia, pero tal vez fue la más significativa.

Alfonsín realizó su campaña electoral recitando el Preámbulo de la Constitución Nacional y presentándose como el abanderado de la paz; el peronismo concluyó su campaña incendiando un féretro simbólico de la UCR en la avenida 9 de Julio, mientras sus dirigentes aseguraban que a las elecciones las ganaba Perón desde el cielo. Como el Cid Campeador, decían. La respuesta no se hizo esperar: Si Perón gana desde el cielo, ¿quién va a gobernar en la Argentina? No había respuesta para ese interrogante.

La campaña electoral convocó a multitudes. Previo a ello, los partidos se dedicaron a las afiliaciones. El Justicialismo sumó 2.400.000 adherentes; la UCR, la mitad. Con esos indicios y atendiendo a la tradición política criolla, todo parecía indicar que el peronismo ganaba de punta a punta. Tan confiados estaban en el triunfo que desatendieron señales cada vez más visibles.

Los rostros de Lorenzo Miguel y Herminio Iglesias ocupaban los primeros planos. Las manifestaciones de rechazo a estos personajes no fueron tenidas en cuenta por los dirigentes. Hay que admitir, además, que la claque peronista compartía la fiesta que significaba el retorno del peronismo con los titulares de la tragedia de 1975. Muchos de ellos habían apoyado la candidatura de Isabel. En la Patagonia, un señor llamado Kirchner y su señora esposa eran los más convencidos militantes de esa candidatura. En uno de sus contados actos de sensatez, Isabel declinó la oferta de un peronismo alienado en la consigna “Isabel es Perón”.

Hace treinta años las encuestas hacían sus primeros palotes. Para el sentido común de la dirigencia, el peronismo ganaba porque se consideraba una mayoría automática. Así lo habían probado los comicios de 1973 y 1974; así lo probaban los números de las afiliaciones y así lo legitimaba la propia mitología. En ningún momento se les ocurrió pensar que había que pagar un precio por los errores y horrores de los setenta. Ni reflexión acerca del pasado ni autocrítica. Es más, regresaban con las mismas caras, las mismas mañas y las mismas amenazas.

Alfonsín denunció un pacto sindical-miliar, es decir, el entendimiento autoritario entre militares y jefes sindicales peronistas. No hubo una foto o un documento que probara esa imputación, pero los argentinos supieron que era verdadera. La campaña electoral del radicalismo se esforzó en presentar a la dirigencia peronista como la opción civil del autoritarismo militar. La respuesta del peronismo fue aceptar ese juego de roles. Eran autoritarios, prepotentes y patoteros y, además, estaban contentos de serlo. Los acusaban de mitómanos e irracionales y cada uno de sus actos confirmaba la imputación.

En ese contexto ¿alguien se puede sorprender de los resultados del 30 de octubre? En todo caso, lo sorprendente -y tal vez lo inquietante- haya sido que, a pesar de todo, el peronismo fuera apoyado por el cuarenta por ciento del electorado. Basta con mirar las listas de candidatos, los nombres de algunos de ellos comprometidos con los crímenes y la corrupción de los setenta, para verificar que en más de un caso, las candidaturas se confundían con los prontuarios.

“Nunca más permitiremos que un pequeño grupo de iluminados, con o sin uniforme, pretenda erigirse en salvadores de la Patria, mandándonos y pretendiendo que los obedezcamos sin chistar”, decía Alfonsín en la tribuna. En la concepción del candidato radical, la democracia se identificaba con la libertad del hombre, con la convivencia civilizada y con un orden político republicano, es decir con controles y alternancia. “Se acabó la dictadura militar. Se acabaron la inmoralidad y la prepotencia. Se acabaron el miedo y la represión. Se acabó el hambre obrero. Se acabaron las fábricas muertas. Se acabó el imperio del dinero sobre el esfuerzo de la producción. Se terminó. Basta de ser extranjeros en nuestra tierra”.

El domingo 30 de octubre se votó en paz. El escrutinio empezó a darse a conocer después de las veinte horas. Desde un primer momento Alfonsín apareció como el candidato más votado. A las diez de la noche la tendencia era constante. En el búnker del peronismo predominaban el desconcierto y el enojo. El propio Deolindo Felipe Bittel, candidato a vicepresidente, salió a decir que la Junta Electoral estaba dando a conocer los votos del centro y ocultando los votos de los barrios. También se denunció una maniobra radical-militar para condicionar el Colegio Electoral.

Todo fue en vano. Pasada la medianoche los números ya estaban en la calle. Alfonsín era presidente de la Nación. El peronismo era derrotado por primera vez en su historia y el radicalismo obtenía el porcentaje de votos más alto desde 1928. Luder estaba demudado. En un búnker despoblado, su imagen era la de la derrota, el desconsuelo y la soledad. En la calle, las multitudes festejaban el retorno a la democracia.

En 1983, todavía se votaba a Colegio Electoral, pero la UCR no necesitó maniobrar como en 1963 porque obtuvo mayoría propia. Para sorpresa de los observadores, ganó en las provincias de Buenos Aires y Córdoba. Seguramente también ganó en Santa Fe, pero el peronismo se las ingenió con un sorpresivo corte de luz para modificar los resultados. Lo dicho no es una suposición, es la confesión privada de uno de los operadores de esa maniobra que festejaba el episodio como un ejemplo de nuestra proverbial viveza criolla.

Desde los balcones del Cabildo, Alfonsín concluía su primer discurso como presidente recitando el Preámbulo de la Constitución, prólogo al que si le prestamos la debida atención sigue siendo -hoy más que nunca- un programa a realizar por los argentinos: “Porque entre todos vamos a contribuir a la unidad nacional, consolidar la paz interior, afianzar la justicia, proveer la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que deseen habitar el suelo argentino”.

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