Perón y las Tres A

Unos meses antes de ser asesinado, Rodolfo Ortega Peña declaró públicamente que el jefe de las Tres A era Juan Domingo Perón. A continuación se dedicó a teorizar sobre su cultura peronista. La pregunta que uno se hace en estos casos es acerca de la capacidad de estos muchachos para convivir con una identidad cuyo máximo dirigente ellos mismos reconocen que los condenó a muerte. Con Miguel Bonasso ocurre algo parecido. Admite la responsabilidad de Perón en la jefatura de las Tres A, pero es el jefe histórico del movimiento. José Pablo Feinmann habla de la cara oscura de Perón, una manera muy elegante, comprensiva y discreta para referirse al responsable de las bandas, cuyas órdenes estrictas eran matarlo a él y a sus compañeros.

El fenómeno merece destacarse por su originalidad: no conozco en el mundo una experiencia donde las víctimas adhieran a la causa de quien ha ordenado exterminarlos. Un clásico de la política es la contradicción entre un líder y sus sectores juveniles. Ni Frondizi ni Alfonsín, por ejemplo, se salvaron de ello, pero así como estos políticos jamás les dijeron a sus jóvenes que había que matar en nombre de una sociedad mejor, tampoco se les ocurrió matarlos porque le hicieron demasiado caso.

Por más vueltas y atenuantes que demos, la responsabilidad de Perón en la organización de las Tres A es insoslayable. Ni el biógrafo más concesivo puede eludirla. En todo caso se habla de los rigores de la edad, de la perversa influencia que ejercía López Rega sobre un anciano, e incluso se ha llegado a decir que Perón no sólo no tuvo nada que ver, sino que intentó ponerle límites a la acción criminal de esta organización.

Modifiquemos el punto de vista. En lugar de preguntarnos si Perón fue el jefe de las Tres A, preguntémonos si esa organización hubiera podido existir sin el consentimiento expreso o tácito de Perón. La respuesta es tan obvia que no merece mayores comentarios.

A las declaraciones de Bidegain y su hija sobre un Perón que se refiere a la necesidad de crear “somatenes” para terminar con la infiltración marxista, se suman las declaraciones de Antonio Benítez, entonces ministro de Justicia, acerca de las reuniones en Olivos donde se proyectaban fotos con los rostros y los nombres de los futuros condenados a muerte.

Habría que preguntarse, por último, por qué fueron ascendidos o confirmados en sus cargos de comisarios, personajes como Juan Ramón Morales, Eduardo Almirón o el propio López Rega. De las conversaciones de Perón con el comisario Antonio Villar -que no era peronista, pero era un eficaz represor- hay mucha tela para cortar acerca del compromiso de Perón con la represión legal e ilegal.

Las Tres A como tales fueron algo más que una banda de gatilleros decididos a matar disidentes, opositores internos y a cuanta persona se la considerase zurda, bolche u otras bellezas por el estilo. Reducir a las Tres A a una patota de asesinos es subestimar su acción y liberar de culpa a políticos y sindicalistas peronistas, que avalaron sus acciones y colaboraron desde la legalidad para cumplir con los objetivos del terrorismo de Estado. La labor sincronizada de patotas sindicales, organizaciones de extrema derecha, asesinos del Ministerio de Bienestar Social y publicidad periodística al estilo de El Caudillo está probada con nombres y apellidos. También la articulación entre sicarios y jefes policiales.

No exagera un historiador cuando asegura que el primer operativo político trascendente de las Tres A se realiza en febrero de 1974, cuando el comisario Antonio Domingo Navarro derroca al gobernador Obregón Cano. Se trató lisa y llanamente de un golpe de Estado legitimado sin demasiados rodeos por Perón. La fórmula política de esta maniobra fascista estará representada por el general Raúl Lacabanne, un militar de abiertas simpatías fascistas que luego de 1976 buscará refugio -como no podía ser de otra manera- en el Paraguay de Stroessner. Como para que no quedaran dudas acerca de las intenciones de estos flamantes salvadores de la patria, unos meses después era asesinado en la ciudad de Buenos Aires el vicegobernador Atilio López.

Digamos entonces que las Tres A no fueron la exclusiva inspiración de un brujo psicópata y desequilibrado. En todo caso López Rega fue el dispositivo visible de una estrategia que prefiguró el terrorismo de Estado que luego llevarían a cabo los militares a partir del 24 de marzo de 1976. Es más, el antecedente bárbaro y criminal de las Tres A alentó a los asesinos uniformados a actuar a la altura de quienes de alguna manera fueron sus maestros. La calidad de la represión ilegal en la Argentina, superior a la de Chile, Brasil, Bolivia y Uruguay puede explicarse a partir del antecedente de las Tres A, que en cierta forma se encargó de marcar el tono de la melodía de muerte que envolverá a nuestro país a partir de 1974.

Desde una perspectiva histórica, habría que decir que las Tres A no fueron un rayo sorpresivo en un cielo despejado. En la Argentina, la existencia de bandas de extrema derecha se remonta a principios del siglo veinte. La Liga Patriótica fue una de sus primeras expresiones. Se trataba de grupos de choques integrados por niños bien, militares y matones a sueldo. Su tarea civilizadora consistía en apalear a obreros, judíos e inmigrantes.

Otro antecedente ilustre fue el de la Legión Cívica, organización paramilitar nacida al calor del golpe del 6 de septiembre de 1930. En este caso la identidad con las experiencias nazi-fascistas de Europa eran evidentes. Los milicianos de la Legión Cívica llegaron a desfilar por las calles céntricas de Buenos Aires y sus enemigos jurados eran los de siempre: comunistas, judíos y masones.

A principios de los años cuarenta se destaca la Alianza Libertadora Nacionalista, fundada por Juan Queraltó. Se trata de una de las organizaciones que de alguna manera prefiguran al peronismo, aunque luego sus militantes serán perseguidos por el jefe del movimiento. Como broche de oro de estas idas y venidas, la Alianza Libertadora Nacionalista será la única organización que en septiembre de 1955 se enfrentará con los militares golpistas.

Ya en los años de la denominada resistencia peronista, grupos nacionalistas de derecha pululan confundidos en consignas acerca del retorno de Perón y la lucha por la patria peronista. “Ni yanquis ni marxistas”, será la máxima preferida de líderes juveniles como Brito Lima, Norma Kennedy, Alejandro Giovenco, Julio Yessi o Felipe Romeu. Tacuara será otra de las expresiones de este peronismo de choque anticomunista y antisemita.

Estas organizaciones que nunca dejaron de identificarse con el peronismo, siempre se sintieron atraídas por la acción directa, el empleo de cachiporras y cadenas y el uso de explosivos. Para 1973 estos grupos están en plena actividad y uno de sus objetivos centrales es liquidar a la denominada izquierda peronista y su expresión política más visible: Montoneros. Más allá del debate abierto acerca de identificar a Montoneros con la izquierda, lo cierto es que estas bandas no dudaron en que la llamada juventud maravillosa de la campaña electoral de 1973 no era más que la fachada vistosa de organizaciones marxistas decididas a infiltrarse en el peronismo.

Digamos a modo de síntesis que las Tres A no fueron un fenómeno externo o una rara avis en nuestra complicada historia nacional. A su manera, los muchachos estaban legitimados por ilustres antecesores, de lo que se deduce que un fenómeno de este tipo sólo era posible en la Argentina y en el contexto de la cultura peronista.

Que su líder máximo lo haya alentado no debería sorprender a nadie. Perón en esos años podía conversar con Balbín, reunirse con los jefes del Partido Comunista y exhibir en plenitud su simpatía y su encanto. Ninguna de esas puestas en escena le impedía al mismo tiempo organizar sus “somatenes” y movilizar a verdaderos asesinos seriales para el cumplimiento de sus metas. Esta multiplicidad de rostros del líder del movimiento merece estudiarse en toda su complejidad, pero reducir a Perón a la realidad macabra de las Tres A sería un exceso de simplificación, aunque desconocer su responsabilidad en el terrorismo de Estado sería una imperdonable falsificación histórica.

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