La promesa de dirigentes de la oposición de constituir a partir de 2015 una suerte de “Conadep de la corrupción”, fue una noticia que puso muy nervioso al oficialismo kirchnerista, tal vez la única noticia en mucho tiempo que aflige a un gobierno habituado a la impunidad y que de un tiempo a esta parte se dedica a designar jueces y fiscales con la misión de garantizar para el futuro que los responsables de la corrupción no paguen por sus culpas.
La palabra “Conadep” evoca la comisión creada por el presidente Raúl Alfonsín en diciembre de 1983. Es una palabra prestigiada por las personalidades que la integraron, la tarea realizada y el informe brindado. A su prestigio ético le sumó su eficacia. La “Conadep” realizó uno de los informes más completos y minuciosos sobre el tema de desaparecidos durante la dictadura militar.
Treinta años después, la propuesta de una “Conadep de la corrupción” no necesita de demasiados comentarios para saber cuáles son sus objetivos. Se trata de investigar la corrupción cometida desde el Estado por parte de funcionarios del gobierno. La investigación no tiene objetivos judiciales; tampoco pretende reemplazar la labor de los jueces. Se pueden discutir algunas modalidades para su implementación, pero lo que parece estar fuera de discusión es la trascendencia de sus objetivos.
La primera observación que podría hacerse a esta iniciativa refiere al riesgo de proponer las mismas soluciones para experiencias diferentes. Según este punto de vista, no sería lo mismo investigar a los responsables de secuestros, torturas y desapariciones que a los que perpetraron negociados valiéndose de su investidura política.
Antes de dar una respuesta a estas objeciones, sería interesante recordar qué fue la Conadep y en qué contexto político se constituyó. Al momento de las elecciones convocadas para octubre de 1983, la propuesta más generalizada de las instituciones de derechos humanos era la de constituir una comisión bicameral para investigar los crímenes de la dictadura. Se suponía que después de siete años de régimen militar no era posible confiar en una Justicia colonizada e intimidada. En cualquier caso, había un amplio acuerdo para investigar a los responsables del terrorismo de Estado, un acuerdo apenas empañado por el peronismo, que a través de su máximo candidato, Italo Luder, reconoció la legitimidad de la ley de autoamnistía dictada por los propios militares.
Se sabe que cuando Alfonsín asumió la presidencia, hubo deliberaciones para resolver lo que se debía hacer. No conozco los pormenores de ese debate interno, pero sí los temas a discutirse y las conclusiones. En principio se admitió que en un primer momento sería una ingenuidad o algo peor proponer que las investigaciones estuvieran a cargo del Poder Judicial.
Pero el debate más intenso se dio acerca de la pertinencia de una comisión bicameral, es decir, una comisión integrada por los legisladores de ambas cámaras y de todos los partidos políticos representados. Planteada en abstracto, la propuesta parecía ser la más justa y democrática, ya que le otorgaba esta facultad a los representantes recién elegidos por el voto popular. Pero los antecedentes disponibles en materia de comisiones bicamerales no eran abundantes y sus resultados no habían sido buenos, aunque era una propuesta avalada por influyentes instituciones de derechos humanos.
Sin embargo, Alfonsín desestimó “la bicameral”. Básicamente sus motivos tenían que ver con la excesiva politización del tema; la tentación para una retórica liviana e irresponsable, la prolongación indefinida de los debates en el contexto de una democracia que recién se estaba recuperando. Fue allí cuando comenzó a tomar cuerpo la idea de constituir una comisión capaz de dar una respuesta seria al reclamo ético de los derechos humanos cuyo objetivo no fuera juzgar sino indagar. Así, el 15 de diciembre de 1983 se creó la Comisión Nacional de Desaparición de Personas. Se hizo a través del decreto 187/83, que la definió como comisión asesora del Poder Ejecutivo. Su constitución fue rápida y contó con la adhesión inmediata de la sociedad; salvo de la señora Hebe de Bonafini, a quien seguramente le molestó el carácter voluntario y gratuito de la institución y el mínimo presupuesto destinado para su funcionamiento. Dicho con otras palabras, esta buena señora se preparaba para los tiempos de Kirchner y “Los sueños compartidos”.
La Conadep se integró con un presidente que, como todo sabemos, fue Ernesto Sábato. El autor de “Informe para ciegos” estuvo acompañado por el rabino Marshall Meyer, monseñor Jaime de Nevares, el obispo metodista Carlos Gattinoni, la periodista y escritora Magdalena Ruiz Guinazú, René Favaloro, Gregorio Klimovsky, Ricardo Colombres. Hilario Fernández Long, Eduardo Rabossi y Graciela Fernández Meijide, entre otras personas de reconocido prestigio moral e intelectual.
Los objetivos estuvieron muy bien trazados: recibir denuncias, averiguar el destino y paradero de los desaparecidos, determinar la ubicación de los niños secuestrados, denunciar ante la Justicia cualquier intento de ocultamiento o destrucción de elementos probatorios y escribir un informe final. La Conadep trabajó durante 280 días, y el 20 de septiembre de 1984 le entregó al ex presidente Alfonsín los resultados de su labor. Allí se supo que el número de desaparecidos ascendía a 8.961 personas, cifra que nunca pudo ser desmentida, ni por quienes dijeron que aquí no había pasado nada, ni por aquellos que para darle un tono más dramático a la tragedia y obtener subsidios internacionales, inventaron la cifra de treinta mil desaparecidos.
También se denunció la existencia de 350 centros clandestinos de detención y hubo un pormenorizado informe sobre la metodología empleada por los verdugos, metodología que le permitió a Sábato hablar de la temporada en el infierno y el tiempo del desprecio.
El informe del “Nunca más”, título propuesto por Meyer para relacionarlo con el Holocausto perpetrado por los nazis, fue publicado y divulgado en el país y el mundo. Fue un modelo de investigación y evaluación. Creó el clima político necesario para avanzar con los posteriores juicios a las Juntas Militares, pero, sobre todo, para despertar a la sociedad de su letargo. Efectivamente, “Nunca más” contribuyó de manera decisiva a instalar el consenso a favor de los derechos humanos y ayudó a ganar la batalla cultural contra el autoritarismo y el terrorismo de Estado.
Treinta años después, la exigencia ética reclama derrotar a la corrupción del poder. Diez años de menemismo y diez años de kirchnerismo, más los episodios vidriosos de la Alianza, así lo exigen. Que en lugar de ser militares sean civiles votados por el pueblo, debería verse más como un agravante que como una excusa. Al respecto no hay rodeos que valgan: si queremos salvar a la democracia es hora de que quienes se han enriquecido ilícitamente desde el poder sean juzgados y sus actos condenados públicamente.
No se trata de imitar a la “Conadep”, pero sí de tenerla presente como modelo. La sociedad debe saber lo sus funcionarios hicieron con el poder. Quienes se oponen sostienen que los militares mataban y que la corrupción no. ¿Están tan seguros? Las víctimas de Plaza Once y Cromañón, seguramente no pensarían lo mismo. Conviene repetirlo: la corrupción mata a muchas más personas que las que son víctimas de catástrofes evitables, y además mata a la democracia, a la credibilidad en las instituciones y a la propia legitimidad del sistema.
El gobierno que asuma en 2015 no va a contar con un Poder Judicial confiable, y es probable que en este tema el Congreso se transforme en un territorio minado por bloqueos, intrigas y complicidades. Es factible, por lo tanto, la creación de una comisión dependiente del Poder Ejecutivo, que como la histórica “Conadep”, no juzgue pero investigue, y al cabo brinde un informe detallado del flagelo para que la sociedad conozca la dimensión del festín de los corruptos. Es un imperativo moral de la clase dirigente y al respecto importa poco que la sociedad haya avalado a la corrupción con su voto del mismo modo que antes avaló con su silencio a la represión ilegal. Coraje civil es lo que hace falta. El mismo que tuvo Alfonsín en 1983.