Armando Laborde

La historia la contaron muchas veces pero conviene recordarla, porque es simpática y porque nunca conviene dar por sabido aquello que tal vez sea conocido sólo por algunos iniciados. Pensemos en los años cuarenta. Ya para ese tiempo la orquesta de Juan D’Arienzo, el rey del compás, copaba la parada. Podemos objetar su calidad musical o sus visiones comerciales, pero por ahora no nos vamos a distraer por esos callejones. D’Arienzo convoca multitudes, él, sus músicos y sus cantores. La gente se divierte, se entristece y se enamora con los tangos de Juancito. Para el momento que nos importa, un gran cantor abandona la orquesta. Se llama Héctor Mauré. Se sabe que D’Arienzo ha seleccionado un nuevo cantor, pero no se conoce el nombre. O, mejor dicho, a veces lo presenta con un nombre, a veces con otro.

Para esa temporada de verano, la orquesta actúa en el Hotel Carrasco de Montevideo. Los músicos y su director van y vienen en un colectivo contratado para eso. A D’Arienzo le preocupa el nombre de su flamante cantor. Su apellido es Dattoli y -cuidadoso de los detalles y los efectos- estima que con ese apellido nadie se puede subir a un escenario a cantar tangos. El colectivo avanza por la costanera. El chofer maneja tranquilo y satisfecho. En un momento, D’Arienzo le pregunta su nombre, su nombre y apellido.

El chofer puede haberse sorprendido o no, para el caso da lo mismo. D’Arienzo insiste y entonces el chofer le responde, Armando. ¿Armando cuánto? Insiste con un leve toque de impaciencia el maestro. “Armando Laborde”. D’Arienzo lo mira a Dattoli que seguramente está pensado en los pájaros o en la carrera de caballos del domingo. Lo mira y le dice: Desde ahora en adelante usted se llamará Armando Laborde. Ni una palabra más. Las sugerencias del maestro no se discuten.

Y así fue. José Antonio Dattoli nacido en Buenos Aires el 27 de abril de 1922 será desde ese momento Armando Laborde, un clásico de la orquesta de D’Arienzo, pero también de la orquesta de Héctor Varela, Alberto di Paula y Ricardo Martínez, aunque fue con el “rey del compás” que llegó a grabar alrededor de ciento cuarenta y cinco temas.

De Dattoli quedó el recuerdo, tal vez alguna libreta de enrolamiento, la memoria de un padre tanguero, carnicero y burrero y una madre que siempre estará orgullosa de la suerte de su hijo cantor y famoso. Como a la mayoría de sus colegas, a Laborde -así lo vamos a llamar de aquí en más- le gustó el tango desde pibe. Para ello tenía condiciones y pinta. Antes de su encuentro definitivo con la fama excursionó brevemente por las orquestas de Manuel Buzón, Ricardo Tanturi y Horacio Salgán.

Una tarde, en un café del centro, su amigo el compositor Alberto Tavarozzi le propuso hacer una prueba con D’Arienzo. Laborde supuso que se trataba de una de las habituales bromas de su amigo y decidió no seguirle la corriente. Tavarozzi insistió. La cosa va en serio y un par de días más tarde el pibe está en las instalaciones de Radio el Mundo para el momento estelar.

Espera media hora, una hora, dos horas y en algún momento le avisan que D’Arienzo no va a venir. Otra de las joditas de Tavarozzi, piensa Laborde. Sin embargo al otro día le avisan que D’Arienzo lo espera. En la ocasión le toca competir con Carlos Bermúdez, cantor del maestro Pedro Laurenz. La partida la gana Laborde y a partir de ese momento su destino artístico se confundirá con el de D’Arienzo.

No será una relación fácil. A nadie le resulta fácil relacionarse con Juancito. Las exigencias son altas, el humor del maestro no es precisamente espléndido y, además, hay que disponer de condiciones especiales para cantar con una orquesta cuyo ritmo acelerado obliga a una gimnasia vocal que, al decir de Laborde, reclama cantar como si se estuviera corriendo una carrera.

La dupla Laborde y Alberto Echagüe será un clásico de la orquesta. Cada cantor tiene su hinchada, por lo que sería imprudente e injusto decir quién es el mejor, pero lo que está claro es que Laborde será respetado por todos, incluso por aquellos que no comparten el ritmo de D’Arienzo. Voz cuidada, afinación notable, capacidad interpretativa y pinta ganadora.

Cantar con el rey del compás no es sencillo, pero a los inconvenientes mencionados hay que cotejarlos con las satisfacciones, las satisfacciones que provocan la fama y los excelentes sueldos. D’Arienzo es en estos años un pasaporte a la popularidad y, además, paga muy bien. A la orquesta de D’Arienzo se la puede criticar, pero sería un error subestimarla. A la orquesta y a sus excelentes músicos, todo ello traducido en abundantes ingresos.

Laborde cuenta en una entrevista que alguna vez tuvo una oferta por parte de Carlos di Sarli. El sueño del pibe, pensó, cantar en una orquesta prestigiada por su calidad musical. El sueño del pibe, hasta el instante en que se enteró que el sueldo era tres veces inferior al de D’Arienzo. Con Juancito, por otra parte, no se jugaba. Alguna vez Laborde declaró que a su criterio la mejor orquesta de tango era la de Aníbal Troilo. Su jefe lo levantó en peso de un reto. “Mientras cantés en mi orquesta, la mejor orquesta del mundo es la mía”, le ladró.

En diferentes momentos Armando intentó separarse de D’Arienzo, pero siempre regresó, alegre o con la frente marchita, lo mismo da. Para fines de 1951 se va con Héctor Varela. Allí están, entre otros, Rodolfo Lesica, el pianista César Zagnoli y los violinistas Marco Abramovich y Hugo Baralis. Con Varela llegó a grabar alrededor de veinticuatro temas, entre otros “Noches de cabaret” de Alberto San Miguel y Antonio Fiasche: “Mujeres muy hermosas, por el salón caminan, buscando algún amigo que pague su licor, y aquella francesita tan delicada y triste, solloza por el hombre que un día la engañó”. O cuando dice: “María tiene un hijo que vive con la abuela, y todas las mañanas se queda sin dormir, por verlo solamente camino de la escuela, no quiere con su llanto mancharlo con carmín”.

En 1957 se integra con Echagüe en la orquesta de Alberto di Paula y dos años después está nuevamente con Varela, pero en 1964 otra vez vuelve con D’Arienzo. Allí se quedará diez años más. A este período pertenece uno de sus temas más logrados: “Yuyo brujo”. Ya para esa fecha, Armando Laborde es un clásico del tango. El público lo reconoce, le expresa su afecto y, por supuesto le pide a los gritos algunos de sus grandes temas que tanto gustan a los amigos del trago: “De puro curda”, “El encopao”, “Caña”, “El vino triste”.

A mí particularmente me gusta su versión de “El purrete”, tango escrito por Raúl Hormaza con música de Eladio Blanco. Hormaza es el autor del “Nene del Abasto”, pero “El purrete” es muy superior. Se trata, como se sabe, de una historia trágica, una historia de amores traicionados y muerte, pero también una historia de coraje y entereza con un inevitable toque machista. “Esa noche cayó el otro, lo pagué por mal amigo, con diez años de condena culpa de su vida ruin, que le dé gracias al pibe, que sino de buena gana, otros diez años en cana con qué gusto iría a pagar”.

Armando Laborde excursionó en el cine y el teatro. “Una ventana al éxito”, en la pantalla y “Te acordás hermano” en las tablas, en este caso acompañado por Roberto Rufino, Alberto Podestá y Alberto Morán. En sus últimos años grabó con Ricardo Martínez en el sello Magenta. Allí están presentes sus tangos más famosos, con el agregado de “Malena”. Laborde falleció en Buenos Aires el 12 de diciembre de 1996.

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