Si aceptamos que el tango es una religión y sus feligreses son los tangueros, podemos admitir que los lugares donde se celebra ese culto pueden llamarse capillas, iglesias o catedrales. En esta ocasión, por lo tanto, me voy a referir a dos grandes templos del tango: uno se llamó Caño 14; el otro, Viejo Almacén. Los dos celebraron sus rituales en la ciudad de Buenos Aires y contaron durante años con la presencia devota de sus fieles dedicados a la celebración de un curioso culto nocturno dirigido por sacerdotes y clérigos que sabían ganarse el corazón y la inteligencia de sus feligreses con la voz, el piano, el fueye, los violines, el contrabajo y las guitarras.
Caño 14 tuvo su sede en tres lugares diferentes: en calle Uruguay, después en Talcahuano al 900 y la última temporada en plena Recoleta, calle Vicente López 2134. Se inauguró en marzo de 1962. Sus primeros dueños fueron Atilio Stamponi, Rinaldo Martino -el crack de San Lorenzo-, y Vicente Fiasche.
Ésos fueron los dueños, aunque la leyenda cuenta que quien entusiasmó a los inversores fue Aníbal Troilo. No sólo los entusiasmó, sino que bautizó con un nombre al emprendimiento: Caño 14. ¿Por qué? Una típica humorada de Pichuco luego del quinto whisky y cuando la noche empezaba a dejarle su lugar a la madrugada. “Lo más probable es que nos fundamos y que nos vayamos a vivir a los caños”, dijo. Allí quedó Caño, y 14 le agregaron enseguida. Timberos consuetudinarios, quinieleros de toda la vida, establecieron que el 14, el número de los borrachos, era el complemento que se merecía el lugar.
Decía que las primeras sesiones se celebraron en un modesto local de calle Uruguay, un local en el que apenas cabían unas cincuenta personas que se acomodaban en frágiles sillas de paja y en donde lucía los atributos de sus voces Carlos Acuña y Antonio Maida. Pocos meses después se trasladaron a Talcahuano 975, un sótano que durante años funcionó a toda orquesta de lunes a sábado.
Desde la primera noche la convocatoria fue calificada: Atilio Stamponi, Aníbal Troilo, Horacio Salgán, Ubaldo de Lío, Roberto Grela, Enrique Francini. Un lujo. Enseguida, llegaron los grandes cantores: Roberto Goyeneche, Alberto Podestá, Raúl Lavié, más adelante Rubén Juárez. Lucía Marcó, esposa de Stamponi, presentaba a las estrellas. Las sesiones de tango se iniciaban a las 23 en punto y concluían a la madrugada. En los “descansos”, los muchachos nos trasladábamos al Cuartito, la pizzería que funcionaba al lado.
Goyeneche dijo presente todas las noches. O casi todas. Ya de madrugada -confidencias de un amigo- rebotaba en un viejo cafetín de avenida Caseros en pleno barrio Saavedra donde despedía la jornada con los amigos del barrio. La despedida también era a todo tango. En sus años de esplendor, el Polaco no le decía “no” a nadie ni a nada. “Si hasta boleros lo oí cantar en ese boliche que quedaba a cuatro cuadras de su casa”.
Caño 14 fue un éxito comercial durante muchos años. Sin exageraciones, su nombre era sinónimo de tango. Las reservas había que hacerlas con anticipación porque los improvisados se quedaban en la calle. La experiencia la conoció entre otros, Carlos Perette, entonces vicepresidente de la Nación.
La fiesta duró hasta 1986, casi un cuarto de siglo. En 1997, reabrió en la Recoleta. Fue lo mismo, pero no tanto. En la reapertura estuvieron Raúl Lavié y Alba Solís. Caño 14 seguía siendo la catedral del tango, pero a la hora del balance histórico está claro que sus años de oro fueron en el sótano de Talcahuano.
El otro gran templo del tango fue Viejo Almacén, ubicado en San Telmo, en la esquina de Balcarce y avenida Independencia. El sacerdote mayor fue Edmundo Rivero, quien le dio luz y vida el 9 de mayo de 1969. El nombre venía a tono con el edificio. “En un viejo almacén del Paseo Colón, donde van los que tienen perdida la fe…”. Homenaje de Rivero a “Sentimiento gaucho” y a Francisco Canaro.
El local tenía historia. Fue pulpería de troperos y carreteros en la segunda mitad del siglo XVIII. Para 1840, permitió que en sus salones funcionara el Hospital Británico; después de Caseros, fue aduana hasta que en los 900 la rusa Paula Kravnik, doña Paula, lo transformó en boliche y cafetín con el nombre de Volga, refugio de marineros, contrabandistas, compadritos y amigos de lo ajeno.
Digamos que el Viejo Almacén venía respaldado por una honorable historia. La noche del estreno estuvieron Ciriaco Ortiz, la orquesta de Carlos García, Horacio Salgán y, por supuesto, Edmundo Rivero. Animaba las sesiones Horacio Ferrer, el mismo que le escribió al salón este estribillo: “Coplas del viejo almacén, cantata de meta y ponga, San Telmo enciende milonga y yo milongas también”.
En tres o cuatro ocasiones, tuve la felicidad de asistir a esas imperdibles sesiones de tango interpretados por los mejores. Allí lo vi a Pugliese, a Virginia Luque, a Ubaldo de Lío y, demás está decir, a Rivero, un gran señor del tango. Una de esas noches cayeron al local el rey Juan Carlos y la reina Sofía; él pidió “Sur”, ella, “Cambalache”. Fueron complacidos. Lujos que se dan los reyes.
Alguna vez, el intendente militar Osvaldo Cacciatore quiso derribar el edificio. Hubo una gran movilización para impedirlo, una movilización encabezada por Ernesto Sábato. Finalmente, se arribó a un acuerdo: la piqueta derribó lo mínimo y el salón alcanzó a salvar el honor.
De aquellas jornadas, el poeta Juan Carlos Tavero escribió: “Se marchó la piqueta, no entendió tu presencia; no perdona el progreso con su espada y su cruz. Pero donde a Balcarce la cruza Independencia, brotan duendes de tango con los brazos en cruz”. Decía que cada vez que me lo permitía el presupuesto me arrimaba al Viejo Almacén. Claro. Todavía era el tiempo en que se usaba un traje para el día y otro para la noche, cuando la sesión nocturna se iniciaba después de la medianoche precedida por un copetín o un par de whiskies. Entonces era lindo torear a la noche porteña, a veces solo, a veces acompañado por amigos y alguna que otra vez por una de esas damas de ocasión que regala Buenos Ares cuando está inspirada.
El Viejo Almacén de Edmundo Rivero duró hasta entrados los años noventa. Después se hizo cargo del local Luis Veiga, pero eso ya es otra historia. Para la memoria, lo queda presente es aquel local salido de un almanaque del pasado, con su puertita chica sobre Balcarce, “para piantar de grilo” como decía Rivero.
Valgan como despedida esos versos de Tavero: “Allí estás con las alas lastimadas del tiempo; tu destino de tango, tu final de gorrión; soportando la dura realidad del cemento; que no llora, no ríe, que no pide perdón. Vámonos de este tiempo que llegó la gran vía, con su traje de día y el apuro en la piel”.