Es considerado uno de los últimos grandes poetas del tango. Su poesía se construye alrededor de las preguntas formuladas por el tango “Tinta roja”: “¿Dónde estará mi arrabal? ¿Quién se llevó mi niñez? ¿En qué rincón luna mía volcás como entonces tu clara alegría?”. A quienes le imputan carecer de una obra homogénea, un discurso poético distintivo como el de Manzi o Discépolo, por ejemplo, habría que decirles que presten más atención a sus letras, a ese esfuerzo por interrogar desde una sensibilidad singular el barrio, el paisaje, los lugares y la propia condición humana.
Castillo escribe sobre un mundo que se fue o se está yendo. No es casualidad que el título de algunas de sus letras más conocidas insistan con el adjetivo “última” o “último”. Así es con “El último farol”, “La última curda”, “El último café” y “El último cafiolo”.
Para el gran público, sin duda que “La última curda” fue su máxima expresión literaria. Pero sin desmerecer esta letra, particular mención merece “Una canción”, poema que de alguna manera está en sintonía con “La última curda”, como lo demuestra su primera estrofa: “La copa del alcohol hasta el final/ y en el final, tu niebla bodegón./ Monótono y fatal me envuelve el acordeón/ con un vapor de tango que me hace mal”. O la última: “¡A ver mujer!/ un poco más de ron/ y ciérrate la bata de percal/ que vi tu corazón desnudo en el cristal/ temblando al escuchar/ esa canción”. Este tango, que tiene tantas relaciones poéticas con “La última curda”, fue grabado en 1953 por la orquesta de Argentino Galván y la voz de Horacio Deval.
El barrio es recuperado por Castillo a través de tangos como el mencionado “Tinta roja”, y “Caserón de tejas”. Se registra una particular insistencia con ciertos lugares como los patios en “Patio mío”, “Patio de la morocha” y “Segundo patio”, un poema menos divulgado y que concluye con versos de una inquietante melancolía. “Dormiste tu silencio/ soñando en una puerta/por el segundo patio/ tangueando estaba Dios”. También están los lugares y las cosas del barrio: la calesita, el trompo azul, los caserones de tejas, los paredones y en todas las circunstancias, una sensibilidad poética a veces evocativa, a veces desgarrada.
Uno de los poemas más bellos dedicados a los cafetines porteños es “Café de los angelitos”. Y uno de los más actuales, para muchos el último tango escrito en serio, es precisamente “El último café”. González Castillo, su padre, escribió un hermoso tango que Gardel interpreta como nadie: “Vieja cantina de la ribera”. Unos cuantos años después, su hijo escribe “La cantina”, retomando el tema o el objeto mítico, pero dándole una particular y actualizada vuelta de tuerca. “La cantina” fue estrenada por Jorge Casal en 1954.
Castillo fue un gran amigo de Homero Manzi. Se conocieron de muchachos en el viejo Boedo y desde entonces fueron inseparables. La amistad incluía la pasión por el tango, la vocación poética y la identidad peronista. Cuando Manzi murió, le escribió ese hermoso poema “A Homero”, cuya primera estrofa está cargada de afecto, admiración, nostalgia y complicidades: “Fueron años de cercos y glicinas/ de la vida en orsay/ del tiempo loco/ tu frente triste de pensar la vida/ tiraba madrugadas por los ojos”.
Cátulo Ovidio González Castillo nació en Buenos Aires en 1906. Su padre fue José González Castillo, poeta, dramaturgo y militante libertario quien, según cuenta la leyenda, quiso inscribir a su hijo en el Registro Civil con el nombre de “Descanso Dominical” en homenaje a la conquista obrera. El rechazo del funcionario lo obligó a improvisar con Catulo y Ovidio, lo cual no deja de poner en evidencia la formación clásica exquisita de estos militantes y bohemios del mundo popular. Como diría años después Jorge Luis Borges: antes de los conventillos, de los arrabales salían poetas, músicos, pintores… hoy salen boxeadores y jugadores de fútbol”.
Catulín, como le dirá cariñosamente su padre, se inicia con la música. El piano y el bandoneón son sus instrumentos. El gran poeta será primero compositor, lo que no le impide conocer a Evaristo Carriego y Rubén Darío, sus influencias literarias más visibles. A Carriego y Darío, como luego a Betinotti, los conoció en la casa de su padre, lo que demuestra el nivel de relaciones intelectuales que mantenía don José.
En 1924, el joven Cátulo sale tercero en un promocionado concurso organizado por la firma Max Glucksman con su composición “Organito de la tarde” a quien luego su padre le pondrá letra. Si José María Contursi se complementaba con su padre Pascual, Cátulo lo hace con su padre José, componiendo tangos célebres como el mencionado “Organito de la tarde” y “Silbando”. También para esos años, y acompañado por Sebastián Piana, musicaliza el poema de Manzi “Viejo ciego”.
En 1927 y con apenas 21 años, Cátulo viaja a España con su propia orquesta integrada por Ricardo Malerba y Miguel Caló, en los bandoneones; Carlos Malerba y Estanislao Savarese, en violines; Castillo, en el piano, y Roberto Maida, en el canto. Ya para entonces, Cátulo es un compositor y un escritor reconocido, al punto que uno de sus poemas “Caminito del taller” ya había sido grabado por Carlos Gardel en 1925.
Después de esta gira por Europa, regresa a la Argentina, sigue componiendo y escribiendo sin dejar de practicar -como su amigo Celedonio Flores- el boxeo, pasión que compartirá con la de su amor por los perros. Para mediados de la década del treinta, abandona -si esa palabra es permitida- la composición musical y se dedica exclusivamente a escribir letras de tango.
Su producción es tan intensa como buena. En 1941, Francisco Fiorentino, con la orquesta de Troilo graba “Tinta roja”; en 1945, la misma dupla estrena ese tango extraordinario que se llama “María” y que luego Julio Sosa inmortalizaría incorporándole un recitado que interpreta magistralmente con la calidez y reciedumbre de su voz.
“La última curda” fue grabada por primera vez por Edmundo Rivero en 1956 acompañado, como no podía ser de otra manera por la orquesta de Pichuco. Al año siguiente hace otra grabación, pero esta vez con la orquesta de Horacio Salgán. En 1963, Roberto Goyeneche le otorga al poema su singular cadencia siempre de la mano de Troilo. Diez años después, Susana Rinaldi dedicará un long play a Cátulo Castillo donde están sus tangos emblemáticos y, por supuesto, “La última curda”.
Un historiador, cuyo nombre no recuerdo, postula que el ciclo creativo del tango se inició en 1917 con “Mi noche triste” y se cerró magistralmente en 1956 con “La última curda”. Es una hipótesis, no una ley sagrada, pero es una hipótesis interesante.
Poemas como “Desencuentro” y “Mensaje” son interpretados por los más calificados cantores de tango de su tiempo. La obra de Goyeneche y Rivero estaría incompleta sin sus poemas; lo mismo podría decirse de Susana Rinaldi y María Graña. Es que Castillo logra aprobar la exigencia a que es sometido todo poeta de tango: que sus temas integren por derecho propio el repertorio de todo cantor de tangos que merezca ese nombre.
Cátulo Castillo murió el 19 de octubre de 1975, a los 69 años. Una leyenda dice que un viejo ciego le predijo la fecha de su muerte unos cuantos años antes. Castillo impresionado por el vaticinio hizo grabar una medalla para no olvidarse del día. Pasó el tiempo y llegó el 19 de octubre. La mañana se inició sin novedades. Castillo estaba optimista y vital. Almorzó con la familia y se rieron de los horóscopos y los adivinos. Después se fue a dormir la siesta y no se despertó más. Cuando la mujer se acercó a su cama lo primero que vio fue la medalla en el pecho.
Eladia Blázquez escribió el poema “A Cátulo Castillo”. Susana Rinaldi lo interpretó muy bien. Su primera estrofa es de una ternura conmovedora: “Tu muerte fue una tarde/ muy cálida de octubre/ Acaso presentías que sucediera así./ En plena primavera y cuando el sol se viste/ de luz y mariposa y el aire de jazmín./ A vos que te gustaba profundamente serio/ desentrañar las cosas llegaste a tu confín/ y esa doliente tarde entraste en el misterio/ para volver en tangos, mi viejo Catulín”.