Horacio Molina

No hace mucho, en una entrevista, sostuvo que si bien arañaba los ochenta años, esa edad no le impedía seguir cantando tangos. “Durante cuarenta años canté con los intereses” -sostuvo con tono displicente y mirada socarrona- “así que el capital está intacto”, concluyó. Como para corroborar lo dicho, una de sus últimas grabaciones fue el “cidi” “Barrio reo”, acompañado con guitaras, un lujo que se dan muy pocos cantores. Pienso al respecto en Gardel, Corsini, Magaldi y Rivero. No son los únicos, pero sí los más representativos.

Según Horacio Molina, su estilo es gardeliano. Asegura que desde pibe allá en su barrio de Almagro, disfrutaba de Gardel. En otra entrevista, afirmó que su referente es Gardel, no Julio Sosa, una manera elegante para establecer distinciones. Su fidelidad a Gardel se extiende a sus tangos y su persona. Sin dudarlo afirma que la máxima expresión poética del género es “Volver”, el tango de Le Pera que Molina grabó en un disco dedicado al poeta que partió al silencio con Gardel aquella siesta de junio de 1935 en Medellín.

El hombre es polémico. Muchos tangueros lo siguen y reconocen su estilo cuidado, su afinamiento, la sobriedad, la dicción perfecta, esa actitud intimista para contar una historia. Pero no son pocos los tangueros que no lo aguantan, consideran que lo suyo no tiene nada que ver con el tango, y que, si en algún lugar merece estar, ése es el bolero.

Si a Molina esas críticas le molestan o no, lo disimula bien. Considera que después de cuarenta años de cantar tangos y de haber grabado más de doscientos poemas tangueros, no necesita dar explicaciones acerca de lo que hace. ¿Mi opinión? Me gusta escucharlo. Como me gusta Héctor Pacheco, por ejemplo. Un tango de salón y bien cantado. Un amigo me decía que hasta tres tangos lo escucha, más lo aburre. Es su juicio. Yo puedo escucharlo más tiempo, pero convengamos que un buen tanguero no es el que se da un atracón de tangos; por el contrario, un buen tanguero disfruta del poema, de la música, del canto y ese disfrute está reñido con el atracón.

Horacio Manuel Molina nació en Necochea, el 2 de septiembre de 1935. Según sus propias palabras, su infancia y adolescencia transcurrieron en Almagro. Su casa estaba en calle Quito, a menos de diez cuadras de la cancha de San Lorenzo, el club de sus amores y el club donde su padre, Eduardo, era el médico.

Con la música se relacionó desde los seis años. Primero el piano, después llegaron otros instrumentos. La responsable de la vocación fue su madre, Odilia Herrán. Si al tango lo disfrutó desde niño, es algo que nos enteraremos después, porque sus inicios profesionales se dieron con el jazz y la bossa nova. El pianista Sergio Mihanovich lo presenta a la Rca Víctor y, apenas iniciada la década del sesenta está con Pipo Mancera en “Sábados Circulares”, además de un pasaje por el mítico Club del Clan junto con Palito Ortega, Johny Tedesco, Lalo Fransen, Violeta Rivas, Joly Land, Chico Novarro y Raúl Lavié, entre otros.

En esos años se relaciona con Chico Buarque, Vinicius de Moraes, y su nombre empieza a ser conocido en teatros y salas de café concert como La Fusa y la Botica del Ángel. Su paso por el Club del Clan, sus relaciones con Pipo Mancera, sus presentaciones como cantante de bossa nova, son las que darán lugar a que los viejos tangueros consideren que es ajeno al ritmo del dos por cuatro, imputación tan arbitraria como injusta.

Finalmente, en 1975, Horacio Molina decide dedicarse full time al tango. Y en 1976 graba su primer disco “Por los amigos”. A partir de allí no paró más. Y, entre otras cosas, se dio el lujo de ser acompañado por los mejores. Hablo de Quicho Díaz, Juan José Mosalini o Antonio Agri, entre otros.

En 1978 se autoexilia por no soportar la dictadura militar. Vivirá en París hasta 1983. Allí su dedicación al tango será exclusiva. Su debut con Walter Ríos en la célebre Trottoirs de Buenos Aires, le permitirán ganar fama y reconocimiento, como lo prueban las giras por Francia y las principales capitales de Europa. Cuando Molina regresa a la Argentina en 1983, ya es un cantor consagrado, con sus tangos emblemáticos y su público, las dos exigencias de todo cantor que pretenda trascender en lo suyo.

¿Qué tangos son mis preferidos? “Rubí” de Enrique Cadícamo y Juan Carlos Cobián, es el más representativo, como si hubiera sido escrito exclusivamente para él. “Ven, no te vayas, qué apuro de ir saliendo, aquí el ambiente es turbio y afuera está lloviendo. Ya te he devuelto tus cartas, tus retratos, charlemos otro rato, total después te vas”.

Su interpretación de “Fruta amarga”, el tango de Homero Manzi y Hugo Gutiérrez, es notable, particularmente estos versos que merecen estar en la antología de los grandes poemas. “Eras la luz del sol y la canción feliz y la llovizna gris en mi ventana. Eras remanso fiel y duende soñador, y jazminero en flor y eras mañana. Suave murmullo… viento de luna… cálido arrullo de la paloma. Ya no serás jamás aroma del rosal, frescor del manantial en mi destino, sólo serás la voz que me haga recordar que en un instante atroz te hice llorar”.

Y por último, para cumplir con el principio, de que no hay dos sin tres, el vals de Homero Expósito y Héctor Stamponi, “Flor de lino”. “Deshojaba noche esperando en vano que le diera un beso, pero yo soñaba con el beso grande de la tierra en celo; flor de lino que raro destino, truncaba un camino de linos en flor. Deshojaba noches cuando la esperaba por aquel sendero, lleno de vergüenza como los muchachos con su traje nuevo. ¡Cuántas cosas que se fueron, y regresan siempre por la siempre noche de mi soledad”.

Antes de ser reconocido como tanguero, Molina despertó la envidia de todos los hombres de la Argentina y sus alrededores casándose con Chunchuna Villafañe, la mina más deseada por todos durante los años sesenta y setenta. Sin embargo, él siempre se ocupará en aclarar que no se enamoró y casó con una mujer de la farándula, sino con una estudiante de Arquitectura. Con Chunchuna tuvo dos hijas que se destacan en la música: Juana e Inés Molina. “Nunca tuve celos de ella -confiesa en una entrevista- porque Chunchuna era leal, no conmigo, era leal con ella misma, incapaz de traicionar o de jugar con trampa”.

Nunca le gustó que lo traten de cajetilla o niño bien. Alguna vez Antonio Carrizo intentó bautizarlo, con las mejores intenciones, con esos términos que a él le molestaron mucho. Le molestaron, pero en la ocasión dio lecciones acerca de las condiciones que se deben tener para ser cajetilla. Fue así que habló de Charles Menditeguy y de su casamiento con Julia Vergara del Carril viuda de Menditeguy y madre de la que sería la futura esposa de Mauricio Macri. Cuando le preguntaron si Macri, entonces Jefe del Gobierno porteño, era un cajetilla, dijo, parco y flemático: “Le falta una generación para serlo”.

Con el diario del lunes, habría que agregar que lo que le faltó de cajetilla al “Niño” Mauricio, le sobró, o por lo menos le alcanzó, para ser presidente, un cargo más trascedente que el que ostentó con singular orgullo Macoco Álzaga Unzué.

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