Jorge Mario Bergoglio, es decir, el flamante papa Francisco, nació en el barrio porteño de Flores el 17 de diciembre de 1936. Su padre era obrero ferroviario y su madre, doña Regina Sivori, ama de casa. Flores en aquellos años era un barrio popular de casa bajas, abundantes potreros, esquinas con faroles y veredas angostas y mal trazadas. No era el arrabal, pero tampoco el distinguido barrio Norte. Las acuarelas de la época hablan todavía de las calles de tierra transformadas en un fangal los días de lluvia, los carros tirados por caballos, la farolera recorriendo las calles para darle luz a los faroles, algún compadrito parado en una esquina, alguna parejita de novios conversando en la puerta de la casa, las amas de casa con su habitual ajetreo y los pibes correteando por la calle detrás de alguna pelota de trapo.
Hace más se setenta años, el barrio aún conservaba algunas de las quintas que lo hicieron famoso. Los vecinos más viejos recordaban que allí habían vivido en otros tiempos Justo José de Urquiza y Juan Manuel de Rosas. Y que en la célebre basílica se celebró el funeral a Manuel Dorrego. Y que el primer tren de nuestra historia llegó a su improvisada estación.
Ese paisaje cargado de historias y leyendas fue el que descubrió Jorge Mario cuando llegó al mundo. ¿A alguien le puede llamar la atención que el tango haya sido la música que por primera vez haya escuchado? Sus padres eran piamonteses y, seguramente, como correspondía a las familias de entonces, la música debe de haber ocupado un lugar importante en su vida cotidiana, y esa música salida de algún violín quejumbroso o algún fueye rezongón, tenía ritmo y sabor de tango.
Al respecto, alguna vez habría que preguntarse por qué el tango cosechó tantas adhesiones en las familias italianas, y por qué hubo tantos músicos, poetas y cantores que provenían de ese linaje. Basta para ello recordar los nombres de Magaldi, De Caro, Troilo, De Ángelis, Centeya, Corsini, Marino, Morán, Fiorentino, Discépolo o Manzi, por mencionar algunos de los más conocidos.
El barrio de Flores en particular mantiene con el tango una relación íntima, perdurable. De allí habrían salido, entre otros, Agustín Magaldi y Pedro Maffia, casualmente conocido luego con “el pibe de Flores”. Pertenecen a la historia del barrio Hugo del Carril, Libertad Lamarque, Floreal Ruiz, Gabino Ezeiza, Baldomero Fernández Moreno, pero también un Roberto Arlt que se inspiró en ese barrio para escribir “El juguete rabioso”. O Julio Cortázar, que honró al barrio con el cuento “Lugar llamado Lindbergh”.
Letras de tangos, valses y milongas fueron tramadas en ese espacio simbólico y mítico “Desde el alma”, aseguran los biógrafos fue compuesto allí. “Compadrón” y “Adiós muchachos”, pertenecen a Flores. Sin ir más lejos, el mismo año que nació Bergoglio el poeta Enrique Gaudino y el músico Armando Acquarone escribieron “San José de Flores”, que seguramente el futuro Papa debe de haber disfrutado en la versión de Osvaldo Pugliese y Alberto Morán.
¿Y qué decir de “Misa de once”, el tango escrito por Armando Tagini con música de Juan José Guichandut, aguerrido vecino de Flores? La letra habla de un amor, un colegio y una iglesia donde se escuchan las campanas llamando a misa de once. Nada nos cuesta imaginar que el colegio pudo haber sido el de las “Hijas de Nuestra Señora de la Misericordia”, donde Bergoglio se comprometió a celebrar una misa, compromiso que no pudo cumplir porque debió viajar a Roma con los resultados conocidos.
También tenemos derecho a pensar que los paseos de la pareja deben haberse realizado en la plaza Herminia Burana y la misa haberse celebrado en la basílica del barrio. A pocas cuadras de Membrillar 571, la casa de los Bergoglio.
Según sus propias declaraciones, Jorge Mario aprendió a bailar el tango siendo muy joven. Quienes lo conocieron entonces hablan de un muchacho reservado, más dedicado a la reflexión y el estudio que a la épica callejera, aunque ni los libros ni las exigencias de la fe le impedían de vez en cuando sumarse al potrero detrás de una pelota, cortejar una novia y aprender a bailar el tango en un tiempo en el que un adolescente se iniciaba como hombre a través del ritmo del dos por cuatro.
A los autores del libro biográfico “El jesuita” les admitió que sus cantores preferidos son Carlos Gardel -no podría ser de otra manera-, Julio Sosa y Ada Falcón. En aquellos años, las relaciones de la Iglesia Católica con el tango no eran muy buenas que digamos. Si bien el tiempo de las críticas más duras habían sido superadas, todavía para algunos recalcitrantes, el tango era mala palabra, un reptil de lupanar, como dijera Leopoldo Lugones, la música del pecado y la perdición disfrutada por compadritos y cafisios. Es verdad que no todos los sacerdotes pensaban lo mismo, pero además, en los años cuarenta, la calidad musical de las orquestas despejaba cualquier duda respecto de la seriedad del género. Así y todo fue precisamente en los años cuarenta cuando el nacionalismo integrista de extrema derecha se dedicó a cambiar la letra y los títulos de los tangos, un emprendimiento que hoy hasta resulta gracioso comentarlo, pero que en aquellos años le amargó la vida a mucha gente.
¿Cómo influyeron en el joven Bergoglio aquellos excesos? No lo sabemos, pero hay razones para suponer que no lo deben de haberlo afectado demasiado. El tango era muy popular como para ser abatido por las persecuciones de un puñado de fanáticos. Además, seguramente Bergoglio recordaba aquel relato o leyenda en la que se aseguraba que en enero de 1924 el papa Pío XI había recibido en uno de los salones del Vaticano al gran bailarín de tango Casimiro Aín. Según las mismas fuentes, se afirma que el embajador argentino en Italia, don García Mansilla, realizó las gestiones ante la Santa Sede paras evitar que el tango sea condenado por parte de la Iglesia Católica. Aín esa tarde se lució como un bailarín elegante, delicado y garboso. Su compañera de baile no fue una cocó sino la señora Scott, una discreta empleada de la embajada que bailó con Aín como si fuera una recatada novicia.
Anécdotas al margen, ninguna censura oficial o extraoficial, laica o religiosa, lo alejó a Bergoglio del tango. Inteligente y sensible, no se le debe haber escapado el trasfondo religioso presente en los poemas de Discépolo o, por ejemplo, en ese tango donde un hombre amargado y vencido dice “Decime Dios dónde estás que con vos quiero conversar”.
Y habrá escuchado el tango escrito también en 1936 por Antonio Napoli, ese tango en que un hermano le dice a la hermana. “Las madres casadas, las madres solteras son todas iguales, son una no dos, lo nieguen las leyes lo niegue quien quiera, son todas iguales delante de Dios”. Interesante afirmación para un sacerdote que muchos años después tratará con suma dureza a los curas que se negaban a dar los servicios religiosos a las madres solteras.
O sea, que tenemos derecho a pensar que la relación de Bergoglio con el tango va más allá de un gusto pasajero o una distracción menor. Para un hombre interesado en las reflexiones profundas, no le debe haber resultado indiferente la sabiduría y la sensibilidad popular presente en los grandes poemas del tango, como tampoco, alguien que siempre quiso ser fiel a sus orígenes, no puede haber olvidado los acordes de esa música que probablemente lo haya acompañado desde su cuna.