La historia registra que en 1917 Carlos Gardel inaugura el tango canción “Mi noche triste” de Pascual Contursi. Pues bien, ese mismo año Juan Carlos Cobián con apenas 21 años estrena “Salomé”, abriendo el surco para el tango de avanzada, un emprendimiento que realizó acompañado de Enrique Delfino, quien para esa fecha compone “Sans Souci”.
La iniciativa le valió a los dos ser calificados como los creadores del “tango-romanza” una variación musical compleja, elaborada para un género que, a juzgar por las palabras de un reconocido periodista costumbrista, estaba agotado a fines de 1910, con lo que se confirma, una vez más, que los costumbristas por lo general son los menos indicados para hacer pronósticos históricos acerca, precisamente, de las grandes costumbres nacionales.
Cobián es la ruptura con la guardia vieja y la apertura a nuevas aventuras musicales. Su piano siempre será rico en improvisaciones y ejecuciones maestras, virtudes que fastidiarán a un conservador y comerciante nato como fue Francisco Canaro, quien no perderá oportunidad de desprestigiarlo.
Cobián había llegado a Buenos Aires en 1913 acompañado de sus ilusiones, su talento y, conviene decirlo, su estampa de buen mozo que tantas satisfacciones le proporcionaría en el futuro. Había nacido en Pigüé en 1896, pero su infancia y adolescencia transcurrieron en Bahía Blanca donde aprendió a tocar el piano y se destacó en el conservatorio Williams como alumno preferido de Numa Rossotti.
Sus inicios artísticos fueron duros. Vivió en pensiones de mala muerte, supo lo que era comer salteado, se ganó la vida tocando el piano en piringundines baratos y cervecerías frecuentadas por marineros camorreros y borrachos cargosos, pero en contadas ocasiones pudo hacerlo en las salas de cine acompañando las películas o distrayendo al público en los intervalos.
Las dificultades económicas no le impidieron que dos años después integrara un trío profesional con Gerardo Espósito, uno de los grandes bandoneonistas de Buenos Aires, y el violinista Ernesto Zamborini, autor entre otras primicias de entonces de “La clavada”. Alguna condición valorable debe de haber tenido este muchacho, porque para 1916 integrará otro trío con las dos grandes luminarias del tango de aquellos años: Eduardo Arolas y Tito Roccatagliatta. El trío actúa en el cabaret Montmartre donde también lucirá sus virtudes la primera mujer cantante de tangos: Pepita Avellaneda.
Para esa fecha Cobián ya es reconocido por su calidad musical y su elegancia. Aún no gana grandes sumas de dinero, pero lo que obtiene lo destina para su vestuario. Alto, delgado, atlético, Cadícamo dirá que cuando lo conoció -en el salón privado de un distinguido aristócrata porteño que como un discreto Mecenas convocaba semanalmente a veladas musicales a la que asistía la elite musical de Buenos Aires- se parecía más a un deportista que a un pianista.
También a un cajetilla, como se decía entonces. El cuidado en la ropa se complementaba con el estado físico impecable, el peinado a la gomina con una raya en el medio y sus dietas estrictas excluían las grasas y frituras, pero eran insólitamente permisivas con el alcohol, en particular el whisky y el champagne.
A los veinte años Cobián no está decidido a entregar un año de su vida a las fuerzas armadas. Cuando lo convocan para cumplir el servicio militar en el Regimiento 2 de Infantería, no se presenta. Durante unos meses disfruta de su deserción, pero finalmente dan con él y marcha castigado a cumplir con su deber. A esa sanción le debemos la inspiración para uno de los grandes tangos de la historia; “A pan y agua”, composición que luego Enrique Cadícamo versificará y Angel Vargas interpretará en octubre de 1945 acompañado por la orquesta de Angel D’Agostino.
Liberado de los compromisos con la patria, Cobián asume a plenitud su compromiso con la música. Para esa fecha ya es conocido por sus composiciones musicales a los más calificados tangos de su tiempo: “Mano a mano” y “El motivo”. Con el bandoneonista Ricardo González y el violinista Julio Dutry, integra otro trío, pero la gran oportunidad la tendrá cuando lo convocan a sumarse al sexteto dirigido por Osvaldo Fresedo. El debut lo hacen en el Abdullah Club un distinguido dancing ubicado en el subsuelo de la Galería Güemes de calle Florida.
Cuando por un entredicho Fresedo se retire de la escena, el dueño del Abdullah le pedirá a Cobián que organice su propio sexteto y siga amenizando las veladas del dancing. A los 26 años Cobián funda su propio sexteto integrado por músicos de reconocida jerarquía: Pedro Maffia y Luis Petrucelli en los bandoneones, Julio de Caro y Agesilao Ferrazano en violines; Humberto Constanzo en el contrabajo y, por supuesto, él en el piano.
Cobián para esos años es el gran dandy de la noche porteña. Los mejores sastres de la ciudad le confeccionan los trajes; las grandes y exclusivas tiendas de Buenas Aires lo proveen de camisas de seda, corbatas importadas, guantes, galera, bastón y zapatos. Elegante, agradable, distinguido es, al mismo tiempo, un Don Juan irresistible que cambia de mujeres como cambia de vestuario.
De Caro le reprocha sus veleidades nocturnas, sus hábitos de playboy, sus arrebatos de gigoló que postergan la dedicación a la música para la que está singularmente dotado. Cobián lo escucha pero sigue por su camino. La vida le sonríe, los amigos lo respetan y las mujeres lo aman. En Buenos Aires actúa de marzo a noviembre en los cabarets frecuentados por la gran burguesía porteña y extranjera. A partir de noviembre deja Buenos Aires y se instala en Mar del Plata. Allí su sexteto se luce en el Ocean Club y en los salones del Bristol. Infatigable hombre de la noche, jamás nadie lo verá caminar por las playas o tomar sol. La música y las mujeres le alcanzan para ser feliz y disfrutar de la vida.
En febrero está otra vez en Buenos Aires actuando en los bailes de carnaval del Club Atlético San Isidro y el Tigre Club. Los salones de las familias de Barrio Norte le abren sus puertas y las mujeres le entregan su corazón y su cuerpo. Pero en 1923, un amor esquivo lo obliga a dejar todo y viajar a Nueva York. En menos de una semana vende ropas, cuadros, incluso el piano, abandona el sexteto y compra un pasaje para la ciudad de los rascacielos.
Al llegar a Nueva York descubre que el amor de su vida no lo está esperando y durante unos meses retorna a los tiempos de las pensiones baratas y los clubes nocturnos frecuentados por gente de avería. Sin embargo, a su talento, su pinta y su labia no le van a faltar oportunidades para lucirse, tampoco mujeres decididas a prestarle plata y presentarle relaciones influyentes. Al poco tiempo de estar en Estados Unidos organiza “Argentine Band” y es el primer músico argentino que empieza a alternar el tango con el jazz acompañado de Rudy Valleé.
Casi cinco años va a estar Cobián en Estados Unidos. Allí se dará el lujo de actuar en los salones del Waldorf Astoria y le pondrá música a los cortes improvisados de Rodolfo Valentino. A su estadía en Nueva York pertenecen las composiciones a los poemas de Cadícamo: “Nostalgias”, “Los mareados”; “Nieblas del Riachuelo”; “Rubí” ; “Susheta”; “La casita de mis viejos”; “Biscuit”; “¿Me querés?” y “Es preciso que te vayas”, este último de Celedonio Flores.
En 1928 está de vuelta en Buenos Aires. Cuando le preguntan por qué regresó contesta sin inmutarse: “Porque estaba harto del whisky falsificado de los gángsters”. Diez años estará Cobián en la Argentina. En ese tiempo formará una orquesta que tendrá como vocalista exclusivo a Francisco Fiorentino; un trío con Ciriaco Ortiz y el violinista Cayetano Puglisi. Músicos como Elvino Vardaro, Rodolfo Biagi, René Cóspito, Luis Petrucelli y Manuel Francia lo considerarán su maestro, un elogio que no lo inmuta porque su mayor preocupación siguen siendo las mujeres y los escándalos que protagoniza con sus amantes.
En 1937 se va de la Argentina. Seis años vivirá en el extranjero recorriendo locales nocturnos, salones de hoteles cinco estrellas y alcobas de mujeres casadas y solteras. En 1938 se casará con la norteamericana Kay O’Neill, un matrimonio que durará poco pero será rico en escándalos y escenas.
En 1943 regresa a Buenos Aires y, como dirá un amigo íntimo, se retira a cuarteles de invierno. Muere en diciembre de 1951, con 55 años de edad. Cadícamo insistirá en que murió joven cronológicamente, pero no en términos de existencia. “Comparado con el hombre común, vivió doscientos años y tal vez me quede corto”.