Roberto Arlt y el tango

Su relación con el tango es tan evidente que uno se siente tentado a contradecirla para eludir el pecado de la obviedad. La ciudad de Arlt es la ciudad del tango, sus hombres caminan por ella como fantasmas salidos de algún ritmo reo y sentimental, sus mujeres arrastran sus desdichas y vergüenzas por conventillos, prostíbulos, bares apenas iluminados.

Remo Erdosain, Silvio Astier, parecen personas salidas de un tango de Discépolo. La misma tristeza, la misma desesperación, la misma condición de humillados. Erdosain arrastrando su angustia por las calles de la ciudad es la encarnación del personaje de “Yira, yira”: “Cuando estén secas las pilas de todos los timbres que vos apretás”. Haffner, el Rufián Melancólico recuerda a los rufianes de Celedonio Flores o a los cafishos que describe Julián Centeya.

Hay frases, situaciones que inspiran un tango. El momento en que Ergueta le dice a Erdosain. “Raja turrito rajá, o te creés que porque leo la Biblia soy otario”. O cuando Erdosain asesina a la Bizca y luego le dice en voz baja: “¿Viste lo que te pasó por andar metiendo la mano entre la bragueta de los hombres?” O cuando el Astrólogo dice: “Financiaremos la revolución con las rentas de los prostíbulos”.

Alguien afirmó que la obra de Roberto Arlt es un tango novelado. Puede ser. Los expertos al respecto tendrán sus opiniones, pero palabras más palabras menos, el clima que recorre las novelas y los cuentos de Arlt transpira tango. Dice Ricardo Piglia: “Lo suyo es un tango entreverado con marchas militares, con himnos del Éjército de Salvación, con canciones revolucionarias, una especie de tango anarquista donde se cantan las desdichas sociales”.

La ciudad de Arlt es caótica, multitudinaria, impiadosa. Una jungla, pero una jungla de cemento, letreros luminosos y escaparates, una jungla con hombres tristes y desesperados y mujeres corrompidas y solas. No hay, no puede haber otra música para esa ciudad que no sea la del tango; no hay otras palabras que la expresen mejor que las que emplea Arlt.

Su descripción de la calle Corrientes no es muy diferente a la que escribirá luego Homero Expósito en “Tristeza de la calle Corrientes”. Dice Arlt en una de sus aguafuertes. “¡Que maravillosamente atorrante es por la noche la calle Corrientes! Vigilantes, canillitas, fiocas, actrices, porteros de teatro, mendigos, revendedores, secretarias de compañías, cómicos, poetas, ladrones, hombres de negocios, autores, vagabundos, críticos teatrales, damas de mediomundo; una humanidad única, cosmopolita y extraña se da la mano en este desaguadero de la alegría. Y libros, mujeres, bombones y cocaína y cigarrillos verdosos y asesinos incógnitos, todos confraternizan…”. Es Homero Expósito, pero es Discépolo con su Cambalache y Balzac con su Comedia Humana.

“Ester Primavera”, es uno de los grandes cuentos de Arlt. Internado en un sanatorio de tuberculosos, probablemente condenado a muerte, el hombre recuerda un amor puro al que humilló sin compasión. Si alguien quisiera traducir en prosa el tango “Confesión”, “Ester Primavera” sería la realización perfecta. El recuerdo del amor perdido por culpa propia, la cercanía de la muerte, la compañía de tuberculosos canallas y sórdidos, la contradicción entre el aire de la sierra y ese hato de rufianes encerrados en el sanatorio; el contraste entre esa vida miserable y el amor de Ester Primavera.

Primero las descripciones de los personajes: “A mí me sorprendió el terrible dolor pulmonar una mañana de verano; a Paya le subió la sangre en surtidor a los labios una noche en un escolaso en la que se jugaba dos mil pesos a un full de póker, a Leiva lo derribó la gripe, a Sacco la tos, una tos tan continua que un acceso le denunció al pasajero de un ómnibus en circunstancias que le vaciaba el bolsillo”.

El recuerdo de Buenos Aires, la ciudad lejana y perdida, la ciudad amada y ausente, la ciudad evocada por tantas letras de tango: “Como las fieras el bosque, nosotros olfateamos Buenos Aires… Paya deja humeando la colilla del cigarrillo entre los labios. Se acuerda de la vida, de los manyamientos, de las noches pasadas en la berlina. Se acuerda de las luminosas tardes del hipódromo, las tribunas negras de una multitud porteña y en la encorvada pista, resbalando vertiginosamente, las blusas multicolores de los jockeys, las blusas verdes, rojas, infladas por el viento, mientras la mersa chupaba docenas de naranjas gritando desaforadamente al paso de los favoritos. Leiva desangra un tango en las cuerdas lloronas…”.

Otro cuento de la misma serie es también el anticipo o la conclusión de un tango. Se llama “Las fieras”. El inicio es de antología: “No te diré nunca como fui hundiéndome día tras día, entre los hombres perdidos, ladrones y asesinos y mujeres que tienen la piel del rostro más áspero que cal agrietada”. Ni música le hace falta para ser un tango a este párrafo terrible.

Después el hombre habla de su caída, de su travesía hacia lo sórdido, lo corrupto y criminal. Una mujer lo acompaña. Se llama Tacuara. “Fiel como una perra. Por ella conocí el asqueroso aburrimiento complicado con olores de polvo de arroz de los lenocinios de provincia, la regenta en chancletas cuidando un brasero que enceniza el piso de la sala, el mate que rueda lentamente entre las manos de diez rameras pitañosas, el viento que sacude la madera de los postigos porque los vidrios están rotos y se han sustituido los cristales con alambres de fiambrera”.

No concluye allí la confesión: “Por Tacuara conocí los prostíbulos más espantosos de provincias. Aquellos en que la pieza no tiene cama sino un jergón de chala tirado en el suelo de ladrillos, y mujeres con labios perforados de chancros sifilíticos. He comido sopa de locro y he bailado tangos más siniestros que agonía, en salas tan inmensas como cuadras de cuarteles. Había allí bancos de maderas sin cepillar y en los rincones negras sosteniendo con un brazo a un recién nacido a quien amamantaban con un pecho, mientras que para no perder el tiempo con la mano libre le desprendían los pantalones a un ebrio rijoso”.

El dolor, la derrota, el miedo a vivir están presentes en estas imágenes que sólo el tango puede conjugar. También el cinismo, el resentimiento, el fracaso. No todos los tangos poseen esa estética de la suciedad, pero no hay tango sin una referencia a este tránsito al filo de la navaja.

El final de “Las fieras” es en sí mismo un tango: “Por eso cuando el silencio que guardamos junto a la mesa de café repiquetea el timbre del teléfono, un sobresalto nos mueve las cabezas, y si no es para nosotros, bajo las luces blancas bermejas y azules Uña de Oro bosteza y Guillermito el ladrón barbota una injuria, y una negrura que ni las mismas calles más negras tienen en sus profundidades de barro se nos entra en los ojos, mientras que tras el espesor de la vidriera que da la calle pasan mujeres honradas del brazo de hombres honrados”.

Que yo sepa hay dos tangos instrumentales dedicados a Roberto Arlt. Uno del Cuarteto Cedrón; otro, de Eduardo Rovira. Pero más allá de los homenajes y las evocaciones, toda la obra de Arlt transpira tango. Porque también para él el tango nunca dejó de ser un sentimiento triste que se baila.

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