En su egolátrico discurso pronunciado el pasado 25 de Mayo, la Señora habló de muchas cosas. Abundaron las consignas ligeras, los agravios a la oposición, las amenazas veladas a los disidentes, la manipulación de la historia, los previsibles ataques a la prensa, pero en ese caos aluvional de palabras, en esa gestualidad histérica, importa detenerse en el momento en que la señora se identifica con la ex jueza de Madrid, Manuela Carmena, y la activista social catalana Ada Colau.
La ocasión -dicho sea de paso- le permitió injuriar una vez más a Carlos Fayt responsabilizándolo por el pecado de haber cumplido noventa y tanto de años, pero por lo pronto el resultado de las elecciones en España resultó para la Señora un excelente y eficaz pretexto para colocarse al lado de dirigentes de izquierda y del hipotético prestigio de esas dirigentes de izquierda.
Alguien dirá que la Señora está en su derecho en hacerlo. ¿Será así? Depende del punto de vista con que se mire. Si mentir o sumarse a una identidad política en la que Ella nunca ha tenido nada que ver, está permitido o no está penado por la ley, no quiere decir que a otros no nos asista el derecho a desenmascarar una maniobra política que constituye uno de los rasgos de identidad más típicos de la farsa kirchnerista, farsa consistente en atribuirse méritos, virtudes y martirologios con los que nunca han tenido nada que ver y con los que en más de un caso han estado situados exactamente en la vereda de enfrente.
La reivindicación de Ada Colau por parte de la Señora es un ejemplo de esa conducta fundada en el descaro político, la impunidad moral y la más desfachatada hipocresía. Es verdad que la Señora sabe que su oratoria torrencial cuenta con la aprobación de incondicionales dispuestos a creer sin beneficio de inventario en el disparate más descabellado o la mentira más burda. También es verdad que resulta muy difícil disuadir a quienes previamente han resuelto creer con devoción de fanáticos en las palabras mágicas de la Jefa, pero ninguna de estas certezas, nacidas de una deplorable realidad política, impide alentar la esperanza de que las prédicas justas tarde o temprano terminan por imponerse.
Ada Colau probablemente nunca lo sepa, pero el 25 de mayo pasado fue reivindicada por alguien cuya historia política la coloca exactamente en el lugar de sus enemigos. Que Cristina Fernández de Kirchner se congratule con la victoria electoral de Colau en Barcelona es tan coherente como si Alfredo Astiz se alegrara porque a Nelson Mandela le otorgaron el Premio Nobel.
¿Exageraciones? No tanto. Si Ada Colau hubiera vivido en Río Gallegos en los años ochenta, sus enemigos habrían sido los socios de ese estudio jurídico integrado por Ella y Él, dedicado a desalojar y apropiarse de las casas de la pobre gente que no estaba en condiciones de pagar las cuotas exigidas por la circular 1.050 aprobada por Martínez de Hoz.
Si Cristina Fernández de Kirchner en lugar de vivir en Río Gallegos en los años ochenta hubiera vivido en Barcelona en la primera década del siglo XXI, seguramente habría sido una de las abogadas beneficiadas con los despiadados desahucios a los que eran sometidos quienes de un día para el otro le cambiaron las reglas de juego que regulaban sus deudas.
Repasemos los hechos. En los años de la dictadura militar, los Kirchner se dedicaron a la dulce y humanitaria tarea de desalojar a quienes no podían pagar sus deudas. No esperaron que llegara la circular 1.050 para hacerlo. Ya de antes no perdonaban y lo que no podían cobrar en dinero lo cobraban en especies. Televisores, lavarropas, heladeras, equipos musicales, todo valía a la hora de cobrar.
Con la 1.050, la pareja de abogados empezó a jugar en las ligas mayores. En pocos años, se apropiaron de veintidós viviendas, desde monoambientes a pisos de más de 300 metros cuadrados. Todo valía o todo estaba bien. Se lo dijo la Señora al abogado Rafael Flores, sorprendido de la voracidad y la impiedad de las ejecuciones: “Nos vamos a dedicar a la política y necesitamos hacer platita”, fue la elegante y sincera respuesta de la futura adalid de las causas nacionales y populares.
Ada Colau, nació en Barcelona en 1974. Se inició en la militancia desde su más tierna juventud. A fines de los ochenta y principio de los noventa se movilizó contra la guerra en Irak, cuestionó el universo de la globalización, pero el momento que define su historia política ocurre cuando ella y su marido constituyen en febrero de 2009 la Plataforma de Afectados por las Hipotecas.
¿Quedan claras las diferencias? Los Kirchner ejecutando a víctimas de créditos hipotecarios; los Colau luchando para defender a la pobre gente. Las diferencias no son de matices, son antagónicas: víctimas y verdugos, ejecutores y ejecutados, desahuciados y desahuciadores. Sin embargo, a la Señora no le tembló la voz para decirle a su tierno rebaño que Ella y Colau son las grandes luchadoras del siglo XXI.
Ada tiene cuarenta y un años, pero la edad no la angustia, no le hace perder el sueño, tiene otras preocupaciones, otros ideales, otras esperanzas. Viste normalmente con ropas que no son andrajos pero tampoco son de marca; los asesores de imagen la presionaron para que se hiciera una cirugía estética, pero no lo hizo porque consideró que era una militante y no un figurín para las revistas de modas; vive con su esposo y su hijo Lucas en un departamento de cuarenta y cinco metros cuadrados; lleva personalmente al chico a la escuela pública y a veces se traslada en bicicleta, y otras en un auto viejo que vuelta a vuelta la deja a pie.
¿Se dan cuenta de las diferencias entre una y otra? Entre una militante y una arribista; entre una luchadora social y una impostora, entre una mujer digna y una abogada exitosa; entre una hija del pueblo y una multimillonaria. ¿Se dan cuenta que las diferencias son absolutas, que no hay punto de comparación salvo en el antagonismo y el contraste?
Con Colau se puede discrepar o disentir. Sus posiciones, como cualquier posición política, merecen criticarse, pero lo que parece estar fuera de discusión es que Colau cree en lo que dice. Habla de derechos humanos y está el testimonio de su militancia; habla de los desalojos y está su presencia al lado de los desahuciados; habla del compromiso con los pobres y los ingresos sumados de ella y su marido apenas superan los de una clase media baja.
Sus amigos se parecen a ellos. Son militantes, luchadores sociales, intelectuales. Insisto: podemos diferir con Colau. Personalmente lo hago; pero nadie puede poner en discusión su identidad y la autenticidad de sus creencias. Lo mismo no se puede decir de quienes se hicieron multimillonarios por el peor camino; que en los tiempos en los que el compromiso por los derechos humanos, además de justo era necesario, miraron para otro lado o contribuyeron en sumar a la opresión la desdicha; los que desde el poder de su estudio jurídico además de apropiarse de las casas de las víctimas, defendieron a torturadores y violadores de mujeres, como fue el caso del comisario González Rouco; los mismos, por último, que cuentan entre sus amigos carnales a personajes como Igor Ulloa, Ricardo Jaime o Lázaro Báez, personajes salidos de las letrinas de la sociedad y transformados gracias a la majestad del régimen nacional y popular en operadores clave de la ostentosa y hueca década ganada.
Ada Colau y Cristina Kirchner. Dos vidas, dos historias, dos maneras de entender la política, dos modos de vivir el mundo privado, dos modos de concebir las relaciones entre ética y política y entre poder y democracia. No difieren en detalles, en matices, en grados. Difieren en todo, su antagonismo es absoluto, irreversible, abismal. Pero esa verdad obvia, esa evidencia incandescente, esa verdad consistente como una roca no le impide a la Señora montar su farsa aprobada con cánticos por una masa crédula que a esta altura de los acontecimientos creo que de una manera sórdida y lateral, ingenua pero retorcida, disfruta de su credulidad, con la misma pasión malsana con la que sus antecesores disfrutaban que su jefe desde el mismo balcón los tratara de imbéciles e imberbes.