Mauricio Macri asumió la presidencia de la Nación el 10 de diciembre, pero podemos permitirnos señalar que ese día cumplió con el calendario electoral, porque políticamente muy bien podría decirse que el acto de constituirse en el presidente de los argentinos se cumplió este martes 1º de marzo, cuando habló en el inicio de las sesiones parlamentarias y dijo lo que sus simpatizantes, aliados e incluso rivales, esperaban que dijera. Lo hizo distendido, con sobriedad, pero con firmeza y sin tenerle miedo a las palabras.
Quien así hablaba era el nuevo presidente de los argentinos. Si alguna duda le quedaba a sus adversarios e incluso a sus seguidores, esa mañana se disipó al ritmo de un discurso que describió con rigor los horrores de la herencia recibida y propuso objetivos, metas y caminos para salir de la encrucijada en la que nos instaló la cleptocracia kirchnerista.
Las tribulaciones y temores acerca de un Macri indeciso, temeroso, inclinado hacia las vaguedades y las palabras edulcoradas y vacías, ese día cedieron lugar a un político de garra, metido de lleno en los problemas reales del país, capaz de denunciar tropelías y negociados y decidido a dar vuelta una página de la historia.
Quienes suponían que se trataba de un político balbuceante, un ingeniero improvisado o un “niño bien” mimado por los azares de la fortuna, como se atrevió a vociferar en la pasada campaña electoral el señor Scioli, esa mañana advirtieron -y ya era hora de que lo hicieran- que se equivocaron al subestimarlo y que el mayor error político a cometer de aquí en adelante sería continuar subestimando al hombre que ha demostrado haber hecho los méritos necesarios para estar donde está.
Los imputadores de calificativos tales como ultraderechista, reaccionario o persona decidida por una extraña patología a infligirles sufrimientos a los pobres, los niños y los ancianos, percibieron para su asombro y tal vez para su íntima cólera, que el presidente de la oligarquía y el imperialismo era capaz de colocarse a la izquierda de ellos defendiendo los principios de la libertad y la igualdad con el añadido de la responsabilidad democrática y la ética republicana.
Por supuesto, no estuvieron ausentes los silbidos, los insultos y alguna que otra mascarada a la que suele ser afecta la claque kirchnerista. Seguramente supusieron que con sus exhibiciones adolescentes colocarían en apuros al presidente. Nada de ello ocurrió. La claque kirchnerista esa mañana osciló peligrosamente en los bordes filosos y despiadados del ridículo. De hecho, para más de uno, la escena circense montada no hacía más que confirmar el carácter marginal, sectario y algo grotesco de la supuesta militancia nacional y popular. Sin exageraciones, bien podría decirse que por ese camino es muy probable que el destino de la resistencia K termine unido al destino de Quebracho y los arrebatos antisemitas y filofascistas del compañero D’Elía o las bravuconadas decadentes y miserables de Hebe Bonafini.
Por lo pronto, el espectáculo de kirchneristas cruzándose hacia las apacibles aguas del peronismo es digno de verse. Sin la chequera, sin los arrumacos del poder, la causa K es una murga extraviada, mientras que para los titulares reales del poder -desde el pingüino a la abogada exitosa, incluidos todos los que vieron en el kirchnerismo una excelente ocasión para enriquecerse- la causa K es lo más cercano a una sórdida y sucia noticia policial.
La política suele tejer laberintos que conducen a salidas impensadas. Quienes vociferaban contra Macri en el Congreso, seguramente creían que estaban combatiendo al enemigo de los pobres o que libraban una epopeya con el general Augusto Sandino en Las Segovias, cuando en realidad sus actos, muecas y espasmos resultaban absolutamente funcionales al gobierno que creían combatir. ¿O es necesario insistir que mientras la oposición al actual gobierno sean estas chicas y estos muchachos, Macri puede dormir en paz porque su prestigio ante las clases populares está garantizado?
Una presidencia no hace historia grande con discursos solamente, pero los buenos discursos suelen acompañar a las buenas presidencias. Este martes 2 de marzo, Macri pronunció el discurso que la sociedad estaba esperando. Lo hizo sin crispación, sin resentimiento, pero también sin vacilaciones ni concesiones. Los argentinos ahora sabemos que nos dejaron un país al borde de la quiebra. Necesitábamos saberlo, sobre todo porque simbólicamente la quiebra no fue declarada y más de un distraído podría llegar a suponer que vivimos en el mejor de los mundos y que los rigores que ahora se imponen son un producto de la patología explotadora del macrismo.
Expresar con números y datos el país que tenemos es el punto de partida necesario para construir el futuro. No se puede gobernar en los tiempos que corren sin el consentimiento de los gobernados; mucho menos se les puede pedir esfuerzos si previamente no hay una explicación acerca de las razones que exigen esos esfuerzos. Si eso es una mala noticia, pues lo siento. En la vida las malas noticias existen y la única manera de superarlas es haciéndonos cargo de ellas, no negándolas.
Ahora queda por delante el difícil, proceloso y a veces agobiante arte de gobernar. La recuperación es factible pero no automática. Hacen falta conductores y políticos capaces de entender el tiempo que viven; opositores que sin renunciar a la crítica estén dispuestos a trabajar en serio para que la Argentina empiece a transitar por el siglo XXI, ya que al régimen kirchnerista muy bien se lo podría calificar como la última y espasmódica versión del populismo que, con sus excesos y corruptelas, nos agobió desde la segunda mitad del siglo veinte.
El pasado martes 1º de marzo el gobierno demostró que está a la altura de las circunstancias. Tenemos serias dificultades por delante, pero hay señales favorables en el aire. Los entendimientos entre oficialismo y oposición se están forjando; las relaciones entre gobierno nacional y provincias empiezan a normalizarse; las paritarias encuentran puntos de entendimiento. Nada es gratis y nada llega de arriba. Los procesos incluyen avances y retrocesos, aciertos y errores. Es lo normal, y precisamente en nombre de esa normalidad es que se están tratando de hacer las cosas.
No es un detalle, un dato menor que el mundo real nos empiece a mirar con otros ojos. No más tumultuosas delegaciones multitudinarias al extranjero precedidas por Cleopatra y su corte huésped en los hoteles más caros y fastuosos; no más escenas histéricas en los foros internacionales llegando tarde a las fotos, luciendo vestuarios millonarios; no más exabruptos discursivos en los foros mundiales y alianzas con cuanto régimen autoritario ande dando vuelta por el mundo. También en las relaciones exteriores, el principio de normalidad mantiene vigencia. Las visitas de Renzi, Hollande y, en tres semanas, Obama, se orientan en esa dirección.
El populismo se cae a pedazos en América Latina. El despilfarro de recursos, la corrupción, la venalidad y el cesarismo hacen agua. América Latina tiene otra oportunidad, la que se merece y la que nos merecemos. En ese nuevo contexto, contradictorio y complicado -porque el mundo lo es-, la Argentina tiene un lugar.
El posible arreglo con los holdouts se inscribe en esa dirección. El mundo no nos va a regalar nada, salvo algunos consejos generales, pero el mundo tampoco nos va a sabotear o negar el pan y el agua. Lo demás, como siempre, depende de nosotros. Basta de echarle la culpa de nuestras desgracias a los yanquis, a los europeos, a los rusos o a los chinos; las decisiones fundamentales y las responsabilidades decisivas se toman puertas adentro. Basta de la excusa del enemigo externo para justificar incompetencias, corruptelas y privilegios internos.
Un último párrafo por Nisman, el fiscal asesinado. No tengo dudas de que fue un crimen y que al crimen lo perpetraron quienes se sentían amenazados por sus denuncias. Pues bien, los nuevos tiempos permiten que la Justicia pueda actuar con mayor libertad y tenga la oportunidad de ser justa. Los responsables de ese magnicidio deben pagar sus culpas. Como argentinos, como hombres, como ciudadanos, no podemos permitirnos que esa muerte quede impune.