Mis labios apenas rozaron los de ella, un movimiento fugaz que duró menos que un segundo. Ella me miró asombrada, sorprendida, sin saber si correspondía enojarse o mirar para otro lado. Después sonrió incómoda pero no dijo una palabra. La escena fue breve, creo que ninguno de los que estaban allí prestó atención a ella, salvo nosotros dos. Después las voces y las risas nos distrajeron y creo que en ese momento nadie se dio cuenta de lo que acababa de suceder.
No sé por qué lo hice. No sé por qué en lugar de besar su mejilla besé sus labios. Jamás me tomé esa licencia con una mujer; jamás lo volví a hacer con otra. Sé que esos arrebatos no son correctos y mucho menos cuando la mujer está acompañada de su novio, que entonces era mi amigo o algo parecido. Pero también sé que mi gesto fue puro, que no fue un acto obsceno, vulgar.
Ese día nos habíamos reunido en mi casa para festejar mi propia despedida. Yo me iba por unos meses a un país lejano de cuyo nombre no quiero acordarme y, como ocurría en aquellos años, nadie, ni yo mismo, sabía si me alejaba de Santa Fe por una temporada o para siempre.
Hubo un asado, corrió mucho vino, cantamos canciones alegres y canciones tristes, se contaron historias, nos reímos mucho y es posible que a las cinco de la tarde todos hayamos estado, lo que se dice, con unas copas de más. Fue entonces que ocurrió lo que les cuento: ese beso sorpresivo, al que nadie prestó atención y al que probablemente en ese momento ni yo ni ella tampoco le prestamos demasiada atención.
Sí recuerdo que hacía frío y estaba nublado, que ella llevaba una campera marrón y que su pelo estaba suelto. En la memoria lo que registro es la luz de la tarde, esa leve y vacilante luz del crepúsculo, pero no sé si esa luz que iluminaba su rostro es un recuerdo de ahora o fue algo que realmente existió, una luz que llegaba de algún lado, una luz que la distinguía del resto de las personas y de las cosas, como si desde algún lugar un cono de luz se hubiese posado sobre ella distinguiéndola del resto.
Estuve mucho tiempo afuera. Extrañaba a Santa Fe y escribía cartas a todos los amigos. Escribir me conectaba con mi ciudad rodeada de ríos. A veces eran cartas, a veces eran postales escritas desde los lugares más remotos y perdidos del mapa. Todavía la palabra Internet no se conocía, y yo escribía sabiendo que nadie me respondería.
Quiero que se entienda: le escribía a mis amigos íntimos, a las personas que me conocían desde hacía muchos años. Los extrañaba, los recordaba con afecto y además estaba aprendiendo a saber que nunca podría vivir demasiado tiempo lejos de mi ciudad, que el mundo podría atraerme con sus novedades y sus sorpresas, pero que estuviera donde estuviese siempre sería un santafesino que extraña los bares de la peatonal, las arboledas del bulevar, las caminatas por la costanera, las excursiones a Rincón o a Sauce Viejo, los patios cerveceros y esas apacibles y luminosas mañanas de los domingos.
Lo que les quiero decir, entonces, es que mi nostalgia era fuerte y tal vez por ello, o tal vez por algún extraño motivo que hasta el día de hoy no he logrado descifrar, a cada ciudad o pueblo que llegaba le escribía una postal a ella, los textos eran convencionales, pero estaban dirigidos a ella, a ella que apenas conocía, que seguramente estaba enamorada de algún amigo o de algo parecido, a ella con quien nunca tuve otra intimidad que la que les acabo de contar: un beso robado que probablemente ella ya hubiese olvidado o lo recordaría como un episodio casi insignificante, la licencia de un amigo mayor que con unas copas de más se atreve a hacer lo que en otras condiciones nunca hubiese hecho.
Después, muchos años después, ella me diría que le sorprendía recibir esas postales, pero que las guardaba sin saber muy bien por qué hacía eso. Después, muchos años después, ella admitió que las señales existían, aunque nunca se sabrá a ciencia cierta si lo que pasó muchos años después fue el desenlace de aquello que empezó una tarde de invierno o si lo que hacemos es justificar el presente inventando un pasado que sólo existió en nuestra imaginación.
Ni ella ni yo nunca sabremos si el beso de aquella tarde de invierno fue un anticipo que se confirmaría veinte años después o si lo que hicimos fue acomodar el pasado a nuestra conveniencia. Lo que sé, si es que en estos temas se puede saber algo, es que el cono de luz de aquella tarde iluminaba su rostro; lo que sé es que a miles de kilómetros de distancia, sin que exista ninguna causa que lo justifique, yo sentía una íntima necesidad de escribirle a ella. Tal vez, porque como dice San Agustín, «la pasión del amor no puede comprenderla quien no la siente».