Mi amigo C. está en Santa Fe. Para las fiestas regresa a la ciudad de su infancia y de su juventud a recibir el año nuevo con sus padres y a recobrar las amistades que han sobrevivido al paso del tiempo. Mi amigo ha viajado mucho y sigue viajando. A veces recibo cartas suyas escritas desde países que sólo conozco de nombre; a veces se le ocurre llamarme por teléfono; en los últimos años nos comunicamos por medio del correo electrónico, pero yo soy de los que siguen creyendo que no hay nada mejor que una carta escrita para mantener una buena amistad o un buen amor a la distancia.
A mi amigo le gusta caminar por la ciudad, recorrer el territorio que en algún momento fue suyo y que ahora lo recobra a través de las imágenes y los sueños. A veces caminamos juntos sin hablar, una manera de honrar nuestros recorridos juveniles cuando el silencio era nuestra mejor comunicación. A veces nos sentamos en el banco de una plaza o tomamos un café en un bar que todavía sobrevive al paso de los años.
A veces C. habla de ciudades que nunca conoceré, de estaciones, de trenes, de aeropuertos y de puertos que sólo he visto en el cine. A veces me cuenta historias de viajes, me relata anécdotas de hombres y mujeres que ha conocido por el mundo y yo lo escucho sin hacerle preguntas porque sus historias son perfectas.
Como corresponsal, C. ha estado en los lugares en donde la muerte era la única protagonista. Me habla del dolor de las víctimas, del olor de los cuerpos, de las casas destruidas, de ciudades deshechas por las bombas y de las increíbles escenas de ternura que los hombres son capaces de rescatar en medio de la tragedia.
Me gusta conversar con mi amigo, me gusta escucharlo, me gusta compartir sus silencios. A C. le gusta el buen vino, pero extraña la cerveza santafesina y asegura que los únicos pescados de río que merecen saborearse son los de Santa Fe. Exagera -por supuesto- pero a él le gusta darse esos gustos porque considera que Santa Fe es lo único importante que existe en su vida.
Es extraño mi amigo. Quiere a su ciudad, pero en los últimos veinte años nunca estuvo más de una semana en ella; le gustan los chicos pero hasta ahora parece que nunca le interesó tener hijos; las mujeres dicen que es tierno y dulce pero nunca se casó y es probable que nunca lo haga. A C. le gusta la vida retirada, los lugares discretos, pero vive de las noticias y el escenario de su trabajo son las grandes tragedias colectivas.
Mi amigo dice que la única relación que tiene con Santa Fe es la que sostiene conmigo. Lo conozco y sé que no miente. Conversa con sus padres, saluda a algunos conocidos, pero las largas caminatas por la costanera o los paseos por la costa o las conversaciones en los bares son conmigo.
A veces nos quedamos en casa; escuchamos música, comentamos algunos libros, me pregunta sobre lo que se está escribiendo en Santa Fe, se interesa por mis cosas, se asombra por los nuevos giros lingüísticos que inventan los santafesinos, recordamos viejas historias, recuperamos las imágenes de amigos comunes.
A veces, muy de vez en cuando, me cuenta cosas de su vida privada. Viajero del mundo, los amores de C. son breves, casi como un saludo desde la ventanilla de un tren o un beso dado en el andén de una estación de ómnibus o una sonrisa que creemos distinguir fugaz entre la multitud.
Sin embargo, este solterón empedernido, este marinero de muchos puertos y muchas novias ahora me cuenta que está enamorado, que su novia es una mujer bella, de piel de aceituna y ojos oscuros que vive en una ciudad cuyo nombre evoca arboledas de sombra espesa y prados verdes extendidos hacia el horizonte, hacia la línea azulada del mar.
Mi amigo me cuenta que está por ser padre y que espera la llegada de ese hijo. Lo escucho y no puedo creer que mi amigo, el lobo estepario, el empecinado solitario ahora me esté hablando de su hijo y que sus ojos, habitualmente impasibles, se inunden de luz.
Me gusta saber que mi amigo está enamorado, me gusta saber que de ese amor nacerá un niño o una niña. Mientras tomamos un whisky y escuchamos a Jarrett, C. me habla de su hijo y me cuenta que ya ha pensado en los nombres posibles. Él sabe que para mí los nombres tienen su importancia y espera que le pregunte por los nombres que ha pensado. Me mira, sonríe y dice casi en voz baja: si es mujer se llamará Camila, si es varón se llamará Manuel. Lo escucho y disimulo la inquietud que me domina levantándome para bajar el volumen de la música, Quisiera decirle algo, recordarle algo, pero esta vez soy yo el que prefiere hacer silencio.