Recordó que «recordare» se puede traducir como «pasar las experiencias por el filtro palpitante del corazón». Recordó que esa semana viajaba a Europa y que la inminencia de un viaje siempre le producía una sensación de despedida, de partida sin retorno, de salto al vacío; recordó que ahora le sucedía algo parecido, pero diferente: que ahora la ansiedad se confundía con un deseo intenso, desconocido, de vivir esa experiencia.
Recordó que un viaje es una aventura del espíritu, una oportunidad de ponerse a prueba y de conocerse; recordó que le habrá gustado ser uno de esos marineros de las novelas de Conrad o Melville, uno de esos hombres solitarios que recorren el mundo con una esperanza, una obsesión o un remordimiento; recordó que la felicidad no cae del cielo ni aparece a la vuelta de una esquina; recordó que la felicidad es un aprendizaje y que sería interesante vivirla como una manifestación de sabiduría.
Recordó un texto escrito hace muchos años en donde comparaba el itinerario del amor con las peripecias de un viaje: la revelación, el asombro, los andenes de las viejas estaciones, el tumulto de los aeropuertos, esa tierra de nadie, la llegada a ciudades desconocidas, la mirada curiosa hacia el horizonte, la sensación de plenitud, el vértigo de las horas en movimiento, el placer, la alegrías, el cansancio, la expectativa de un nuevo descubrimiento, el rechazo a las rutinas.
Recordó que una vida no es más importante que otra y que a los hombres les pasan más o menos cosas parecidas; recordó que los hombres se agitan, sufren, son felices, trajinan por el mundo con sus humillaciones, sus pequeñas alegrías, sus inmensas tristezas y finalmente descubren que lo más importante estaba en otro lado; recordó que lo opuesto a la palabra felicidad no es soledad sino depresión, ese estado de esterilidad y vacío que envuelve a los hombres hasta ahogarlos; recordó a un amigo que le dijo que la enfermedad espiritual de los hombres no proviene del pasado, sino de de la ausencia de futuro.
Recordó que sería justo que la felicidad esté repartida en el mundo de manera equitativa y recordó a un amigo que siempre le decía que a la riqueza se la hereda pero a la verdadera felicidad hay que merecerla; recordó a un escritor ruso que postulaba que el infierno es la falta de amor y lo comparó con el francés que sostenía que el infierno puede ser la mirada de los otros; recordó que el amor es por definición justo y que las personas enamoradas comprometen en el amor lo mejor de ellas mismas y que sería posible imaginar que un mundo justo sería un mundo con mujeres y hombres enamorados.
Recordó y recordó, recordó a una mujer que alguna vez tuvo los ojos tristes y las ojeras violetas acentuaban la melancolía de su gesto; recordó a una mujer con un pulóver rojo atado al cuello, una camisa blanca, unos vaqueros azules y el cabello largo y marrón; recordó a una mujer que escucha a Chico, lee a Sam Shepard y le gustan las pinturas de El Bosco.
Recordó una excursión a Colonia, una caminata un domingo a la mañana por las calles de veredas angostas, el señorío de las casas coloniales, una murga, unas mujeres vestidas de riguroso luto ingresando a la iglesia, y la mesa de un bar y la lectura compartida del diario; recordó una noche de lluvia en Santa Fe, los relámpagos en el cielo y una conversación en la que todo estaba insinuado pero nada estaba dicho; recordó una caminata por avenida Libertador una tarde de primavera y un paseo por bulevar Oroño una noche de otoño; recordó las tardes de lluvia en un hotel de las sierras de Córdoba, una película de Woody Allen, la casa de Manuel Mujica Lainez y la sombra fresca y cordial de la arboleda de otro hotel, cerca de Arroyito.
Recordó las horas compartidas con amigos queridos, las sobremesas que se extienden hasta la caída de la tarde, el amor a la hora de la siesta y una película de John Huston con Lauren Bacall y Humphrey Bogart; recordó el cielo estrellado de Arroyo Leyes, los senderos angostos que conducen al río, una casa con galería y ventanas anchas que parece estar abandonada; recordó la luna recortada sobre la ventana de una casa de campo, las madrugadas y los cantos de los pájaros y una calle ancha, arenosa y sombreada por eucaliptus, seibos y pinos; recordó una noche en San Javier, las ceremonias de la amistad y las escenas de amor a la madrugada.
Recordó, una vez más, el viaje a Europa, una frase de Henry James, un texto de Ernest Hemingway, una película de Eric Rhomer; recordó que si París es la ciudad del amor y de las luces, es justo que los enamorados peregrinen a París; recordó que las huellas de la felicidad pueden estar ocultas en el pasado pero pueden insinuar sus rastros en el futuro; recordó que podía permitirse ser feliz, incluso en un mundo injusto.