Son esas noticias que en menos de una hora ganan la primera plana de los diarios, las radios y los canales de televisión. El juez federal de Curitiba, Sergio Moro, ordenó a fuerzas de seguridad que trasladaran al ex presidente Lula a declarar por las causas en las que está involucrado. El despliegue policial fue tan espectacular como ruidoso. Lula vive en San Bernardo de Campo y allí se hizo presente la policía a las seis de la mañana. El operativo se debe de haber filtrado o alguien informó a los periodistas, porque lo que sobraban eran cámaras fotográficas y de televisión. También se hicieron presentes seguidores de Lula, quienes en algún momento se enfrentaron con sus enconados adversarios de la oposición.
Lula no fue preso, pero pasó un mal momento, porque de hecho fue tratado como si fuera un delincuente. El juez Moro justificó su decisión señalando que las medidas tomadas eran necesarias para impedir desórdenes mayores. Se trata de la denominada “conducción coercitiva”, una figura jurídica que autoriza en estos casos a la Justicia a movilizar fuerzas de seguridad El argumento, a decir verdad, no convenció a muchos. Lula es una de las personalidades políticas más importantes de Brasil y, convengamos que no es habitual que para convocar a alguien -convocatoria a la que en este caso Lula nunca se negó-, se monte un espectáculo como el que se montó.
Incluso si los adversarios de Lula suponían que con esta suerte de papelón lograban esmerilar su figura, los hechos le están demostrando que producen efectos inversos. Lula recuperó la libertad de inmediato, se aclaró que hasta el momento no está detenido ni es penalmente culpable y, ni lerdo ni perezoso, convocó a un acto con sus seguidores, oportunidad en la que pronunció una de sus habituales arengas y, entre otras promesas, se comprometió a salir a la calle no sólo a defender su buen nombre y honor, sino a preparar las condiciones para candidatearse a presidente en los comicios previstos para 2018.
Ducho en el arte de la actuación, conocedor de un público decidido a apoyarlo, incluso en sus errores y vicios, Lula proclamó a los cuatro vientos su inocencia y recurrió a una de sus habilidades más destacadas: la victimización, una operación actoral que incluye suspiros, lágrimas y una expresión acongojada que suele partir el corazón de sus crédulos seguidores. Habilidoso con las palabras, maestro en el arte del timo y la simulación, Lula encontró ese viernes la gran oportunidad de transformar el papelón en el que supuestamente quisieron hundirlo sus adversarios, en un acto proselitista. Como frutilla del postre, antes de concluir el día se hizo presente en su casa la presidente Dilma Roussef para darle su solidaridad y prometerle que iban a luchar a brazo partido contra lo que califican como una derecha salvaje y rencorosa decidida a no perdonarle al Partido de los Trabajadores las “formidables” transformaciones populares realizadas en los últimos doce años.
Tan contundente fue la respuesta de Lula y Roussef, que los propios líderes de la oposición advirtieron que lo peor que les podría pasar era ser visualizados como verdugos, motivo por el cual decidieron centrar sus ataques en la presidente, ataques que en este caso incluyen el pedido de juicio político por parte de los principales jefes opositores.
¿Y Lula? Bien gracias. Pudo superar el mal rato, pero más allá de sus reconocidas habilidades y de su indiscutible popularidad, siguen sin responderse los interrogantes principales acerca de su complicidad en los reiterados y multimillonarios casos de corrupción en el que están detenidos y condenados algunos de sus más antiguos colaboradores.
Al respecto, a cualquier observador le llamaría la atención que personajes como José Dirceu, Denubio Soares, José Genoino, Delcidio do Amaral, por ejemplo, estén en la cárcel cumpliendo condena, mientras Lula disfruta de la más amplia libertad. Consultado en su momento acerca de los sobornos a los legisladores, Lula respondió que no tenía conocimiento de lo sucedido.
Conviene prestar atención a estas declaraciones. Los principales legisladores, ministros y secretarios de Estado del régimen del PT robaban y coimeaban, pero Lula ignoraba lo que ocurría a su alrededor. Llama la atención que un político cuya virtud principal es la astucia, un político que según sus amigos está presente en todo y nunca se le escapa nada de lo que sucede a su alrededor, haya en estos casos navegado en la más ingenua y apacible ignorancia. Como dijera un periodista brasileño, la única chance que dispone Lula para convencer a la opinión pública de que no sabía nada sobre los robos perpetrados por sus íntimos amigos, es presentando un certificado médico de alteración mental o algo parecido.
Se sabe que en el Estado es imposible el robo solitario, la corrupción perpetrada por algún funcionario audaz. En el Estado se roba, se corrompe en cadena; por la propia configuración del orden estatal, el robo individual es imposible, siempre es necesaria la participación de mucha gente. En Brasil se probó con un aluvión de testimonios que el gobierno del PT coimeaba corrompía, lavaba dinero. Los más destacados dirigentes del PT, incluso personajes como Dirceu con charreteras partidarias más elevadas que Lula, están en la cárcel por cometer delitos que el entonces presidente brasileño ignoraba. ¿Alguien puede creer esta patraña?
Sin embargo, los voceros del populismo hablan de una feroz campaña de la derecha para desprestigiar a sus dirigentes más representativos. Algunos recordaron que aquello que la oposición y las corporaciones le hacen a Lula no es muy diferente de lo que en la Argentina pretenden hacerle a la Señora ex presidente, comparación que no debería sorprendernos, porque como el ex presidente F. H. Cardoso se encargó de aclarar, el PT es la versión brasileña del peronismo argentino.
Según esta militancia, el tema de la corrupción es un vulgar y desagradable pretexto para atacar a los verdaderos líderes populares, Lula en Brasil y “La que te dije” en la Argentina. ¿Es así? No me llamaría la atención que la denominada derecha se movilice contra Lula y Dilma Roussef para hacerlos fracasar. Pero las torrenciales invectivas populistas contra esa derecha no alcanzan a explicar lo más importante y obvio: ¿Lula y Dilma Roussef, están o no comprometidos con la corrupción?
Pregunta pertinente, porque Lula no se puede defender diciendo que hizo un buen gobierno, o que cuando niño era pobre o que es un amigo de los trabajadores. Podemos reconocerle las virtudes que -dicho sea de paso- él mismo se ocupa en proclamar, pero la pregunta que debe responder es si robó o no robó, si coimeó o no coimeó, si tiene algo que ver con el Mensalao y la operación Lava Jato.
Es probable que algunos líderes de la llamada derecha especulen políticamente con el desprestigio de Lula y Roussef, pero esa especulación no los transforma a ellos en inocentes. Tampoco los supuestos aciertos de sus gobiernos les dan luz verde para que roben con abierta y desenfadada impunidad. Gobernar a favor de los obreros, de las clases medias o del pueblo en general no habilita a robar y enriquecerse como jeques árabes. Salvo que arribemos a un acuerdo consistente en admitir que si se es progresista o popular se está autorizado a robar para la corona y, de paso, para el propio bolsillo.
Los petistas insisten en que Lula es atacado por terratenientes y empresarios multimillonarios. Yo no me atrevería a generalizar tanto, pero importa tener presente que cuando, por ejemplo, Dirceu y Genoino fueron a la cárcel, la sociedad brasileña no vivió estas sanciones como una revancha de la derecha, sino como un acto democrático, en tanto personajes del poder, funcionarios y políticos integrantes de las cerradas élites del poder -y el PT es exactamente eso- iban presos en un país donde sólo parecían ir presos los delincuentes comunes.
O sea que las indagaciones y posibles sanciones a los principales dirigentes del PT, más que una revancha de la derecha es una revancha que las sociedades democráticas se toman contra personajes que suponen que el origen social o la militancia contra la dictadura los autoriza a robar y corromper.