Billy

Se fue muriendo de a poco, su derrumbe fue lento, doloroso, implacable, pero cuando se fue lo hizo con discreción, casi como pidiendo disculpas, con esa elegancia que nunca lo abandonó, ni siquiera en sus momentos más trágicos. La monja que lo cuidaba lo encontró a media mañana sentado en el sillón de la galería, con un libro entre las manos; un mechón de pelo gris le caía sobre la frente y si es cierto que la muerte se parece a un sueño, muy bien podría decirse que estaba dormido.

En el geriátrico, una muerte nunca sorprende. Los hombres se refugian allí precisamente para esperar la muerte y la única curiosidad que los mantiene expectantes es saber cuándo y cómo ocurrirá el inevitable desenlace. En el geriátrico, los hombres hablan poco, dicen las palabras indispensables porque ya no hay nada que decir, o lo más importante ya se ha dicho o no se dirá nunca. En el geriátrico, un hombre aprende a estar consigo mismo y sabe con rigurosa y despiadada lucidez que tampoco eso tiene demasiada importancia.

Billy prefirió morir un lunes, el día que más detestaba. El domingo había salido antes del mediodía y regresó cuando estaba oscureciendo. Un taxi lo había pasado a buscar y lo había depositado en un bar de avenida Freyre en donde acostumbraba a quedarse fumando, tomando vino y hablando de vez en cuando con algunos náufragos, tan solitarios y tan desesperados como él.

El mismo taxista debe haberlo pasado a buscar casi al oscurecer, porque ya a esa hora Billy no estaba en condiciones de caminar, y si lo hubiera estado, tampoco lo habría podido hacer porque hacía tres o cuatro años le habían cortado la pierna izquierda, una mutilación que nunca lo preocupó demasiado como tampoco se preocupó por aprender a usar las muletas.

La monja nos dijo después que había llegado en un estado lamentable y que se había acostado a dormir vestido porque no tenía fuerzas ni para sacarse la ropa. Yo me enteré de la muerte casi sobre el mediodía. Con un amigo nos acercamos al geriátrico y pudimos verlo por última vez acostado en la cama: su expresión era serena, algo irónica, algo reconcentrada, como la de alguien que agotado y satisfecho ha decidido descansar, y considera que en ese momento no hay nada más importante que dormir.

Una semana antes habíamos estado en un bar de una de las galerías de calle San Martín. Fue a la mañana temprano. Yo sabía que cada encuentro podía ser el último y él también lo sabía. Hablaba con dificultad y las palabras a veces se interrumpían por unos ataques de tos que lo extenuaban. Sin embargo, apenas recuperaba la respiración, encendía otro cigarrillo y seguía hablando como si nada hubiera pasado, hasta el momento en que otro ataque le llenaba los ojos de lágrimas.

Sentado a la mesa de un bar, Billy era un príncipe. Achacado como estaba, nunca perdía la línea, ese estilo, esos modales, esa manera de sentarse, de fumar, de dirigirse al mozo. No le importaba vivir, quería morirse pero no estaba dispuesto a hacer nada por adelantar de manera drástica esa decisión. En los últimos años había perdido todo, incluso aquello que nunca se puede perder, pero mantenía intacto su estilo, el humor, esa capacidad de reírse hasta de sus propias desgracias y de ironizar con una delicadeza exquisita.

Nos despedimos con un abrazo sin saber que sería el último. Antes de irse me dijo que quería conocer a mi mujer y le dije que en algún momento lo iríamos a visitar. Le comenté al pasar que deseaba regalarle una campera porque viajábamos y quería que tuviera un buen abrigo. Me miró, los ojos se le achicaron y sonrió apenas; después dijo: «…así que la señorita es friolenta…». Lo dijo dejando la frase en suspenso, como pensando en voz alta, o como alguien que con ese dato no necesitase saber nada más porque lo más importante ya lo ha descubierto, o como alguien que sabe que el supuesto frío obedece a otro tipo de demanda que no se resuelve precisamente con un abrigo.

Nos habíamos conocido hacía muchos años, casi treinta. Ya en ese entonces era fiel a los gustos que habrían de estar presentes para siempre en su vida: el cigarrillo, el whisky y los hombres. En esos años, estaba pasando por uno de sus mejores momentos: era famoso, ganaba mucho dinero y vivía en una casa en Guadalupe, cerca de la costanera. Todavía no se sabía demasiado de su homosexualidad y las mujeres estaban fascinadas con ese hombre alto, delgado, de modales distinguidos y viriles, parecido a Peter O’Toole.

En aquella época estudiaba literatura con Emilio, se interesaba por el teatro y era considerado uno de los mejores animadores de la televisión local. También para esa época conoció a O., el hombre al que le fue fiel toda su vida, el hombre que después se habría de casar con una mujer y Billy sería luego el padrino de su hija.

Creo que la gente no se derrumba por un solo motivo, pero creo también que como diría Vallejos «hay golpes en la vida tan duros, yo no sé…» de los cuales hay personas que nunca se pueden recuperar. Billy nunca pudo olvidar a O. y después de esa relación, su vida fue un vértigo de alcohol, horrores y humillaciones.

Cuando murió, hace menos de un mes, era una sombra de lo que había sido, pero esa sombra era todavía íntegra. La vida de Billy fue sórdida y tortuosa, pero él no era ni sórdido ni tortuoso. Derrotado y sin esperanzas, era capaz de reírse, de interesarse por lo que le ocurría a un amigo y de manifestar asombro por la vida.

¿Por qué decidió morirse así, de a poco, todos los días? ¿Por qué se entregó sin condiciones, sin intentar hacer nada para torcer ese destino? ¿Por qué esa voluntad empecinada, inmisericordiosa, trágica de destruirse?…Es probable que nadie tenga respuestas a estas preguntas. Él tampoco las tuvo, y si las tuvo, nadie las supo.

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