El sueño del amor

Me desperté a la hora de siempre; una luz rosada entraba por la ventana y desde el patio llegaba el canto de los pájaros. No me gusta despertarme y pegar un salto; prefiero ir despacio, pasar del sueño a la vigilia sin ansiedades, esperar la llegada del día y no salir a su encuentro. Me gusta desperezarme en la cama, escuchar alguna melodía suave y leer algo que me importe, algo como lo que leí de don Luis de Góngora: «El sueño, autor de representaciones/ en su teatro sobre el viento armado/ sombras suele vestir de bulto bello».

El día se inició con una llamada de teléfono y la voz de ella deseándome los buenos días; después hubo un desayuno con café caliente y tostadas, la lectura de una revista y Debussy como música de fondo. Hay días que prefiero salir a caminar temprano por la costanera, mirar la laguna, la niebla que resiste los rayos del sol, la costa a lo lejos, las líneas del Puente Colgante; pero hay días que prefiero quedarme en casa: el calor y la humedad me desaniman y esa mañana prometía ser un típico día santafesino.

Además tenía ganas de seguir escribiendo, de continuar con el relato que había iniciado la noche anterior. A veces un relato se inicia con un esquema más o menos preconcebido, a veces con algunas ideas, pero en algunas ocasiones una frase alcanza. «La amé a la distancia, la amé en silencio, la amé sin necesidad de palabras, la amé a lo largo de los años; nunca le dije nada, tampoco hacía falta, me bastaba con la pureza de mis sentimientos».

Los relatos reclaman un punto de vista y una puesta en escena. El punto de vista era la primera persona, alguien que relata la experiencia de un encuentro con una mujer en un pueblito de Europa, de España para ser más preciso. A esa mujer el personaje hacía años que no la veía, en algún momento había estado enamorado de ella y ahora la encontraba en un pueblo perdido de la costa cantábrica. En ese pueblo, de calles de adoquines y casas construidas con piedras, alguna vez había arrastrado su melancolía Jean Paul Sartre.

Los acontecimientos se desarrollaban en un día o, para ser más preciso, en una tarde y una noche. Se encontraban, se reconocían, en una vieja taberna compartían el vino a la caída de una tarde con garúa; después vagabundeaban por las calles del pueblo y hablaban de su vidas, de los que les había ocurrido, de lo que habían sufrido; en algún momento es probable que se hayan tomado de la mano, en algún momento puede que haya habido un beso, tal vez luego se irían a un hotel, una antigua casona medieval que los hubiera protegido del frío, de la soledad y del miedo.

«Una suerte de ansiedad me dominaba, como si presintiese que lo sucedido en algún momento se fuera a modificar, como si alguien me dijera que cuando saliese el sol la luz pondría en evidencia mi soledad. Mientras tanto, era feliz y lo era en tiempo presente. Ella estaba a mi lado y yo no podía creer que tanta alegría fuera posible…».

En ese momento mi personaje se despertaba en alguna ciudad de la Argentina y descubría que había estado soñando, pero que la mujer que lo había acompañado en aquél lejano pueblito cantábrico era la misma que esperaba esa noche, la que llegaría desde Buenos Aires y con la que pasaría otro fin de semana en una casa de la costa.

Al relato había que terminar de elaborarlo y darle el tono exacto y encontrar las palabras precisas. Esto era lo que me tenía ocupado esa mañana y el motivo por el que había postergado la caminata por la Costanera. La experiencia me ha enseñado que en un relato lo extraordinario, lo fantástico, lo que se aparta de toda lógica convencional, hay que presentarlo como algo cotidiano, sin necesidad de dar demasiadas explicaciones.

El encuentro de ellos dos en un pueblito cerca de mar Cantábrico podía ser medio forzado, pero, como le gustaba decir a Borges, «la realidad es tan rara que hasta es posible que el Espíritu Santo exista». Dos personas que alguna vez se conocieron pueden encontrarse azarosamente en un lugar extraño, en un paisaje de calles adoquinadas y casas de piedras, custodiado por las torres de las viejas iglesias, en un pueblo que en las noches oscuras se oye el rumor del mar, de las olas golpeando furiosas contra las rocas; en un pueblo en donde cuenta la leyenda que en las noches de luna llena, por algunas de sus calles se escucha el ruido de las botas y de las espadas de los caballeros que regresan desde el pasado.

La imprecisión, la ambigüedad es una buena fórmula si literariamente se justifica. El relato no tiene que ser preciso y minucioso como en las novelas naturalistas porque se trata de una ficción dentro de una ficción; la historia de un sueño dentro de otro sueño y en donde la protagonista del sueño no es un amor perdido, una fantasía erótica, sino la mujer que ama en la vida real y a la que está esperando.

Estuve casi hasta el mediodía trabajando con este relato, corrigiendo frases, modificando palabras. Después realicé mi habitual caminata, me encontré con un amigo y tomamos un café en un bar de la costanera vieja y a la tarde regresé a casa y continúe escribiendo. En algún momento me di una ducha y me vestí. El cuento había quedado inconcluso y me prometí reiniciarlo el lunes. No recuerdo quién dijo que mucho mejor que escribir de amores perdidos es vivir amores reales. Algo parecido debe haberme pasado a mí en cierto momento, porque yo también esperaba esa noche la visita de la mujer que amo y la esperaba acá, en Santa Fe, como antes lo hice en aquél viejo pueblito de España, el mismo en donde Jean Paul Sartre viajaba con frecuencia porque él también había descubierto allí la chispa de la felicidad.

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