La espera

La mañana del jueves se despertó temprano y habló por teléfono con ella; fue una conversación breve, apenas para ponerse de acuerdo sobre su hora de llegada y algunos detalles prácticos acerca de lo que harían esa noche. Esta vez, no dijeron que se extrañaban porque, luego de más de quince días de separación, esa palabra -extrañaban- la habían repetido hasta el cansancio y su pronunciación, en lugar de atenuar la sensación de distancia, parecía hacerla más intensa.

Después, se levantó de la cama, abrió la ventana del dormitorio y miró el cielo cubierto de nubes; más allá, o tal vez más acá, se distinguía el follaje todavía verde y espeso de los árboles de la plaza. Mientras el agua se calentaba en la cocina, puso un compact de Liliana Herrero y leyó, sin concentrarse demasiado, algunos de los titulares del diario de la tarde.

A continuación, preparó un capuccino, lo sirvió en el pocillo, se sentó a la mesa y, mientras mordía la tostada untada con dulce, recordó aquella tarde -lo más probable es que él también entonces estuviera tomando un café acompañado con tostadas- cuando ella entró por primera vez a su casa. Para ser más preciso, él cree recordar que, en realidad, estaba escribiendo en el escritorio y la vio pasar por la vereda y hacerle una seña que podía ser una sonrisa, un saludo o tal vez un beso, pero esto último es probable que haya sido una ilusión óptica de él, aunque, para ser más exacto con el recuerdo, habría que decir que efectivamente él estaba en el escritorio, pero en lugar de estar tomando un café, o algo parecido, estaba leyendo y -si mal no recuerda- era un texto de Proust, aunque tampoco está totalmente seguro de que así haya sido, por lo que, de lo único que podía estar seguro es que esa tarde estaba tomando un café y, cuando ella pasó caminando frente a la ventana de su escritorio, él masticaba una tostada, muy parecida a la que ahora está masticando -un rato antes de las nueve de la mañana- en el comedor de su casa.

Lo cierto es que ella entró a la casa y, a pesar de que estaba alegre, o por lo menos, distendida, no pudo evitar mirar con cierto tono de desaprobación la tela percudida del sofá y de los dos sillones y las manchas en las paredes de la cocina, o la vajilla acumulada en la pileta desde la noche anterior, aunque bueno es reconocer que aprobó con un gesto una lámina de Dalí colgada exactamente arriba de los sillones, y una de Delacroix puesta casi al frente de Dalí o, para ser más preciso, de la niña que da la espalda para mirar por una ventana un paisaje inundado de luz.

El día estaba nublado. Uno de esos días húmedos, tan típicos de Santa Fe, no tan fríos pero húmedos, cuando las calles están mojadas aunque no haya llovido, y en las veredas el polvo se transforma en algo parecido al barro, pero más sucio. Desde el auto miró la laguna o la espesa nube de niebla que la cubría; muy a la distancia alcanzó a distinguir el perfil borroso de los edificios del barrio El Pozo y, más acá, como bajando la vista algunos grados, la línea suave y oscilante de las islas.

Miró la hora y pensó que faltaban apenas once horas para que ella llegara. Durante la mañana, él cumpliría con sus rutinas de siempre: leería los diarios, escribiría, en algún bar del centro tomaría un café solo o con algún amigo, con quien comentaría las novedades del día y, pasadas las doce, regresaría a su casa.

Esa noche, él la esperará en el aeropuerto. Seguramente, llegará a Sauce Viejo un rato antes y, desde el bar, verá descender el avión y la verá a ella caminar por la pista, entrar al salón y dirigirse al bar donde él, seguramente, estará leyendo algún libro o el diario de la tarde. Es muy probable que esa noche cenen en algún comedor de la costa y después se vayan a dormir a la casa que está al frente de la plaza, o al costado, o en la esquina, para ser más preciso. La casa que, de alguna manera, es de ellos desde hace más de quince meses y en donde ellos se refugian cada vez que ella viene de Buenos Aires.

A la siesta, él ordenará algunos papeles, acomodará los libros que va a necesitar para preparar las clases y pondrá en el bolso todo lo que necesita para pasar dos o tres día en la costa con ella. Mientras acomoda las cosas pensará, tal vez, que el viernes a la noche estarán comiendo un asado con unos amigos que viven en Villa California y el sábado aprovecharán el día para estar juntos, escuchar música, leer, mirar alguna película.

Si las rutinas se cumplen, es probable que por la mañana -la mañana del sábado, se entiende-, después de desayunar, vayan a Rincón a buscar los diarios. Por la tarde, si está nublado pero no llueve, saldrán a caminar por ese callejón que los dos quieren tanto, sombreado por las tipas y los seibos, los timbós y los eucaliptus, y que en otoño, también en invierno, está alfombrado de flores amarillas; el callejón que sale perpendicular a la ruta, pasa frente a la plaza y desemboca en el camino viejo, el que lleva a Rincón, el camino de tierra bordeado de espinillos y aromos, que a ella siempre le gusta recorrer porque, dos o tres kilómetros antes del pueblo, está esa casa en la que ella se imagina alguna vez viviendo con él, justamente.

Mira el reloj; son las siete de la tarde. Termina de escribir el último párrafo de un texto que viene trabajando desde hace dos semanas; después se da una ducha, acomoda su ropa; separa la toalla que a ella le gusta, elige la música que a ella le gusta, los poemas que a ella le gustan y las películas que a ella le gustan. Cuando sale de su casa ya es de noche. Para llegar a Sauce Viejo prefiere ir por avenida Galicia y acceder a la Circunvalación por Blas Parera. Sigue nublado, no hay ni estrellas parpadeantes ni luna rabiosa sobre el cielo, pero eso no importa demasiado. Mira la hora y calcula que, dentro de cinco minutos, un instante antes de que el avión descienda, llegará al aeropuerto de Sauce Viejo.

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