Ella me llamó por teléfono. Quedamos en que nos veíamos esa tarde y que a la noche íbamos a reunirnos en la casa de unos amigos que viven en Colastiné. Dos o tres semanas antes yo había estado en Rosario cenando en su casa. Hacía tiempo que no conversábamos. Siempre me había parecido una mujer inteligente y talentosa; una mujer capaz de decidir por cuenta propia.
Era la primera vez que la visitaba en su casa. Llegué poco antes de las diez y cenamos en la terraza de su departamento desde donde se veían las luces de Rosario. Con satisfacción descubrí que seguía siendo la de siempre: que la amiga de los años de estudiantes en lo fundamental, en lo que importa, no había cambiado. Me gustan las mujeres capaces de querer a los amigos y despreciar a los necios; mujeres capaces de enfurecerse ante la injusticia y estremecerse de pasión o placer por una palabra de amor.
Esa noche recordamos amigos comunes, conversamos de nuestras propias vidas, hablamos de libros, de las últimas novedades políticas. La noche era cálida y el cielo de Rosario estaba repleto de estrellas. El vino, la conversación agradable, la satisfacción de estar juntos alentó las confidencias. No viene al caso extenderse en detalles, en pormenores, importa saber que ella estaba triste y que sus penas eran penas de amor. Como diría Macedonio Fernández «Amor se fue; mientras duró todo fue placer, cuando se fue, nada quedó que no doliera…».
La experiencia me ha enseñado que a una amiga hay que escucharla, que es importante saber escuchar y que hay que rehuir de la tentación de dar consejos admonitorios o repetir lugares comunes que no resuelven nada y a nadie le importan. Nos despedimos en algún momento. Ella dijo que para las fiestas de fin de año iba a estar en Santa Fe; convenimos en reunirnos con algunos amigos comunes. Me acompañó hasta la planta baja; en algún momento recordé el poema de Ungaretti…»pero en el corazón ninguna cruz falta… mi corazón es el país más desgarrado…». Lo escuchó en silencio y me pareció que los ojos se le llenaron de lágrimas
Ella llegó a Santa Fe. Para fin de año la ciudad se puebla de santafesinos que regresan a su ciudad a compartir las fiestas con los familiares o los viejos amigos. No me gusta sumarme a esa excitación compulsiva de Nochebuena o Año Nuevo; no me interesa esa exigencia de estar feliz porque el almanaque así lo exige. Modestamente prefiero elegir yo el momento de estar alegre o de estar triste, pero atendiendo el hecho real que para fin de año el clima de fiesta es ineludible, considero que una salida inteligente para diferenciarse de la manada es aprovechar la situación para pasarla bien con la gente que uno quiere en serio, sin necesidad -además- de atiborrarse de comida, alcohol y cañitas voladoras.
A la tarde nos encontramos en el centro; tomamos un café e hicimos dos o tres llamadas por teléfono. Pasamos por un hotel a buscar a un matrimonio amigo que para fin de año vuelven a su ciudad y para evitar problemas familiares prefieren alojarse en un hotel. En Colastiné paramos en un almacén sobre la ruta 1 y compramos carne, vino, lechuga y, para mi uso personal, repelente contra los mosquitos.
Cuando llegamos a la casa de nuestros amigos estaba empezando a nublarse. Lo demás transcurrió de manera más o menos previsible. Hablamos de nuestras cosas, nos divertimos recordando viejas historias. Uno de los grandes encantos de las reuniones con la gente linda es la de disfrutar del humor inteligente, de las frases ingeniosas, de discusiones importantes.
No comparto el criterio de transformar una reunión de amigos en un severo seminario en donde todos hablamos de cosas graves, importantes y dramáticas, pero tampoco me interesan esas reuniones en donde los comensales compiten en atiborrarse de comidas y repetir vulgaridades y lugares comunes. Entre la ceremonia rígida, severa y la comilona miserable y vulgar hay un punto de equilibrio que hay que saber hallar.
A medianoche llovía torrencialmente; como a las dos de la mañana el agua seguía cayendo a baldazos desde el cielo. Nuestros amigos del hotel decidieron quedarse a dormir en Colastiné; ella y yo resolvimos volver a la ciudad. Recuerdo que el agua golpeaba persistente sobre el parabrisas; que la luz se había cortado y que con mucho esfuerzo podía distinguir a dos o tres metros; lo demás era agua y oscuridad, interrumpida por el chicotazo azulado de los relámpagos. No sé si habrá sido el contraste entre un paisaje inclemente y la calidez del interior del auto; no sé si habrán influido los vinos tomados; no sé si teníamos necesidad de hablar, de contarnos cosas; lo cierto es que mientras cruzábamos el puente Oroño y recorríamos bulevar lo más importante no era ni la hora ni la lluvia que caía desde el cielo, ni las calles inundadas, lo más importante éramos nosotros dos.
La dejé en la puerta de su casa, nos despedimos con dos o tres palabras; creo que quedamos en encontrarnos al otro día para tomar un café. Eso fue todo. Lo demás forma parte de otra historia; lo más importante -y esto interesa destacarlo atendiendo los hechos ulteriores- es que esa noche dejamos de ser amigos, nada más y nada menos.