Es la hora del crepúsculo y mi amigo escribe. Está sentado a la mesa; la computadora al frente y al lado unos cuadernos y recortes de diarios. La lámpara está encendida desde temprano. El ventanal es amplio y da al este, pero la luz que llega desde allí es débil porque la tarde se está muriendo y porque durante todo el día ha estado lloviznando.
Su mujer está sentada en el sofá leyendo un diario o una revista. El escribe y ella lee; no hablan, o hablan apenas lo indispensable. Como hace frío y hay mucha humedad han prendido la estufa que está en el rincón, cerca del ventanal y casi al frente del sofá. La voz de Nancy Sinatra narra una vieja historia de amor. El escribe y ella lee.
A los dos les gusta estar así; escribiendo, leyendo, escuchando música; solos o, mejor dicho, juntos. Han aprendido a estar en silencio, a prescindir de las palabras. Nunca saben en qué momento preciso se crea alrededor de ellos un clima de armonía y paz que los incluye. No lo saben, pero saben disfrutar de esos instantes de contemplación, como si el presente se confundiese con la eternidad.
La luz que llega de la calle y la luz de la lámpara parecieran que en algún punto impreciso, indescifrable, chocaran, provocando un juego oscilante de luces y sombras. La música y el ruido de las teclas de la computadora son los únicos sonidos que se escuchan, pero si se presta atención podría notarse que ni siquiera esos ruidos logran perturbar la sensación de silencio que rodea a ella y a él, a mi amigo y a su mujer.
El ahora escribe porque antes de la medianoche deberá mandar la nota al diario que será publicada en la edición del lunes. Ella lee en el sofá; desde donde está sentado mi amigo lo que más se distingue son las líneas de su rostro apenas iluminado por un leve resplandor que llega desde afuera.
Mi amigo tiene oficio y escribir una nota no le representa un gran esfuerzo, Hace un rato ha comentado con ella el tema, un hábito que le permite ordenar las ideas y compartir con ella algunas opiniones. Cuando concluye la nota ya ha oscurecido y desde la calle llega un resplandor pálido, plomizo, que no alcanza a disipar las sombras que persisten en los rincones.
Esa tarde él la va a recordar durante toda la semana. Recordará la música, alguna película, pero sobre todo recordará el instante en que él escribía y ella, recostada en el sofá, el pelo marrón suelto, el rostro apoyado en el brazo, leía y él no necesitaba levantar la vista para saber que ella estaba allí: íntima, cálida, como recorrida por una secreta vibración, la misma que la estremece un instante antes de hacer el amor.
Al otro día mi amigo regresará a su ciudad, retornará a su trabajo a las rutinas de todos los días, pero el miércoles o el jueves -él mismo no recuerda con exactitud el día- ocurren dos cosas que según su punto de vista merecen ser consideradas como mágicas.
En el correo electrónico hay una carta escrita por un amigo que vive en Amsterdam. Le dice que ha leído su nota del lunes por internet y que le ha hecho recordar los años de estudiante y a una mujer que amó mucho y nunca olvidó. Lo curioso es que la nota no narra una historia de amor o algo parecido, por lo que no queda otra alternativa que creer que la inspiración amorosa no reside en el contenido sino en la resonancia que provocan ciertas palabras.
El amigo de mi amigo hace casi treinta años que vive en Europa, pero sigue recordando a su ciudad. No es sentimental ni se deja llevar por los arrebatos nostálgicos, por lo que su ponderación sobre la nota a mi amigo lo conmueve no sólo porque sabe que es sincera, sino porque esa nota la escribió después de haber conversado con ella, sin saber, en ese momento, que esas palabras provocarían a miles de kilómetros de distancia la evocación de una historia de amor sucedida a principios de los años setenta.
No concluyen allí las coincidencias. Ese mismo día, uno de los fotógrafos del diario le comenta que el martes falleció su suegro. El suegro del fotógrafo admiraba a mi amigo y ponderaba su columna semanal, recortaba las que más le gustaban y se la mostraba a los amigos en el almacén del pueblo, en el almacén de un pueblo de la costa, levantado en la esquina de la plaza y en donde los vecinos se juntan todas las tardes a tomar unas copas, a jugar a las cartas o a conversar sobre las novedades del día.
El hombre tuvo, lo que se dice, una muerte dulce. El infarto lo sorprendió en la cama el martes a la siesta. Pero lo que a mi amigo más le llamó la atención es que el hombre -según le contó el fotógrafo, es decir su yerno- cuando murió estaba leyendo la nota «escrita el domingo en el living de la casa de mi mujer».
Mi amigo supone que hay una relación entre la magia de aquella hora en el living de la casa de su mujer, entre ese instante en que el escribía y ella leía (cuando la luz llegaba vacilante desde la calle y Nancy Sinatra cantaba canciones tristes) con la carta recibida desde Amsterdam y la muerte del suegro del fotógrafo leyendo la nota que había sido escrita en la computadora aquel domingo a la tarde, ese domingo nublado, lluvioso y frío.
Mi amigo cree recordar que esa nota la fue escribiendo frase por frase, casi sin corregirla, como si alguien se la estuviera dictando o como si ella -sentada en el sofá, leyendo, la barbilla apoyada en el brazo, el pelo castaño suelto y caído hacia la derecha- se la estuviese dictando, susurrándole al oído cada una de las palabras que luego serían leídas en Amsterdam, en un departamento cuyas ventanas dan a la plaza y desde donde se contempla el campanario de la iglesia, o en un pueblo de la costa, en un dormitorio con ventana al patio, a los sauces y a los pinos, por alguien que -sin saberlo- será lo último que leerá en su vida.
Yo lo escucho y lo dejo hablar a mi amigo, porque sé que necesita contar las cosas que le pasan a alguien que sepa escucharlo, pero además creo en lo que me dice y comparto con él que en todos estos detalles hay una clave secreta, una figura en el tapiz, que él sabrá descubrir no con los ojos del periodista o del amigo, sino con los ojos del enamorado, con los ojos de quien está capacitado no para ver sino para mirar, no para evocar sino para recordar.