Hubo un tiempo en que creí que la libertad estaba en la calle y que la prisión era el hogar. Me ahogaba en la casa y cuando salía a la calle lo hacía dominado por un salvaje sentimiento de plenitud. Deben de haber pasado muchas cosas en mi vida y deben de haber transcurrido muchos años para que mis creencias hayan cambiado tanto.
A decir verdad, la calle me sigue gustando, pero de una manera distinta, diferente a la de mis años juveniles: me gustan las caminatas solitarias, los paseos con una amiga conversando de las cosas que nos interesan; me gusta contemplar la laguna, inundarme de luz y sombra, de agua y cielo; me gusta la ciudad cuando llueve, me gusta caminar sin rumbo y sentir que el agua me moja la cara.
No salgo a la calle a buscar aventuras, ya no aliento la ilusión de encontrar a la vuelta de una esquina la respuesta a mis preguntas más importantes. El ajetreo de la calle no me interesa, tampoco su sociabilidad compulsiva, la vorágine de sus noches, sus madrugadas desveladas. Hubo un tiempo en que efectivamente creía encontrar en la calle alguna verdad, cierta sabiduría, la respuesta a ciertas ansiedades. Peligrosamente me inclinaba hacia la noche, hacia la oscuro, tal vez hacia el dolor; como Borges bien podría decir «en aquel tiempo buscaba los atardeceres, los arrabales, la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad».
No sé si lo que me pasa es bueno o malo, si es una señal de vida o un síntoma de muerte; lo que sé es que me siento bien, que ciertas experiencias o búsquedas se han agotado y he descubierto que aquello que me atraía era un espejismo, ilusiones dibujadas sobre la arena. No desprecio la noche, sus alucinaciones, su chisporroteo de luces, su rostro descarnado, pero ocurre que ya no espero nada de ella y lo que ayer era curiosidad, fascinación hoy es aburrimiento.
Puedo participar de fiestas, de reuniones multitudinarias, pero a condición de saber que me puedo retirar cuando estoy harto; a veces salgo de noche con algunos amigos a recorrer viejos territorios, pero es inútil, el encanto se rompió y los cristales rotos apenas alcanzan para devolver una imagen ajada, desteñida por el uso, lastimada por los excesos.
Amo la luz, la limpieza y la serenidad de las mañanas; estoy cómodo con un amigo, a lo sumo dos; disfruto de mi soledad y quiero a una mujer maravillosa. Por lo demás creo ser sociable, educado, amable, pero no estoy hablando de relaciones públicas o de gestos de buena educación, estoy hablando de lo que importa, de aquello que tiene que ver con un sentimiento de plenitud, de felicidad, de verdadera y profunda alegría, algo que no se conoce en el vértigo de las reuniones, en el bullicio de las fiestas, en la exaltación de las sobremesas, cuando el vino se transforma en una pulsión y todos hablan y nadie se escucha, cuando se dicen palabras que nunca se deberían haber dicho o cuando se regresa a la casa con el alma cansada y una insoportable sensación de vacío.
Hubo un tiempo que demoraba en regresar a mi casa, que la consideraba como un símbolo de la rutina, de la monotonía, del aburrimiento; el hogar era el lugar de lo mediocre, de lo vulgar, de lo gris; el mundo, la vida, los placeres, el riesgo, estaban en la calle; hoy disfruto de mi casa, cuando estoy lejos la extraño, añoro sus espacios, los lugares que he sabido construir; evoco un sofá, una mesa, la luz de la tarde que cae sobre el patio y se filtra a través de la palmera; el resplandor del crepúsculo que agoniza sobre el ventanal del escritorio, el parpadeo lejano y sereno de las estrellas que contemplo desde mi cama.
Sé que llego a mi casa y allí disfrutaré de la compañía sobria de los libros, de la música serena que se desparrama sobre la habitación, algún álbum de fotos… Doisneau, Bresson, Cappa… alguna película, tal vez en blanco y negro, tal vez Welles, tal vez Tarkovski, tal vez Renoir.
Es increíble, pero en la soledad de mi casa me siento libre, pleno. He aprendido a convivir con los recuerdos, he desterrado las grandes ilusiones pero siempre le doy un lugar a la esperanza; los viajes más amplios, más intensos son los que realizo en mi biblioteca, los hallazgos más poéticos los encuentro indagando en las imágenes del pasado, buscando ese tiempo perdido que sedujo a Proust, a Joyce, a Pavese.
Ahora sé que la muerte empieza a tejer su mortaja sobre los despojos de un corazón seco y una inteligencia apagada. Impugnar la muerte es rechazar el anacronismo, la oscuridad: no en vano Goethe reclamaba «luz, más luz». Estar con uno mismo vale como condición para saber estar con otros; el rechazo a la masividad y el consumismo no debe ser un rechazo a la sociedad o al hombre, sino una nueva manera de relacionarse, de estar en el mundo; hoy creo que las respuestas a los interrogantes más difíciles están en uno mismo, y los años, las ilusiones rotas, los fracasos me han enseñado a reconocer los alcances y los límites de la inteligencia, el horizonte y los peligros de la libertad, la maravilla y la gracia del amor.