En su excelente balance histórico titulado “El juicio del siglo”, Joaquín V. González se refiere al Congreso de Tucumán con palabras elocuentes: “Pasarán las décadas y los siglos sobre la faz de nuestra nacionalidad y la acción del Congreso de Tucumán será más estimada porque será más comprendida”. El autor de “Mis montañas” concluye afirmando: “En ese sentido, al contemplar allí, en el pobre salón de Tucumán, congregados a los legítimos enviados de los pueblos, se debe y es justo decir, que el Congreso de Tucumán ha sido la asamblea más nacional, más Argentina y más representativa que haya existido jamás en nuestra historia”.
No se equivocaba González. Hoy está fuera de discusión que la Declaración de la Independencia de aquel 9 de julio de 1816 fue la iniciativa más audaz y atrevida del proceso revolucionario iniciado en 1810. No se debe perder de vista que la decisión se toma en los momentos más difíciles de la revolución. En efecto, para 1816 Fernando VII había retornado al trono de España y amenazaba con una expedición militar al Río de la Plata, los procesos revolucionarios en Sudamérica eran doblegados por la contrarrevolución; y en el propio Río de la Plata, la guerra con las provincias del litoral lideradas por Artigas amenazaban con hundir a la revolución en el caos.
Fue en aquellas circunstancias extremadamente críticas cuando se decidió dar el paso que no había podido concretar la Asamblea del año XIII con toda su radicalización ideológica y política. La iniciativa fue tan sorprendente que más de un observador la calificó como una huida hacia adelante.
La afirmación no era exagerada. No está de más insistir que para 1816 todas las puertas parecían cerrarse: caían los focos revolucionarios, en Europa fracasaban las misiones diplomáticas, la guerra civil parecía ser el horizonte más cercano y en noviembre de 1815 los patriotas eran derrotados en Sipe Sipe, derrota que le permitirá decir a Fernando VII que las tierras americanas volvían a ser españolas. Se equivocaba, pero eso se sabría después. Asimismo, los intentos menos nobles, pero comprensibles para ese tiempo de borrascas, de aproximarnos al Reino Unido de Gran Bretaña o recomponer relaciones con España también fracasaron. En consecuencia, la única alternativa que quedaba era jugarse al todo por el todo y declarar la Independencia.
Un flemático y moderado Juan José Paso, la mano derecha de Laprida en las sesiones de julio, le hizo el siguiente comentario a unas damas reunidas en la fiesta celebrada para festejar la independencia: “O la gloria o…” y llevó su mano al cuello en inequívoca señal. Algo parecido explicó Belgrano en aquella decisiva reunión del sábado 6 de julio con los congresales. “Estamos solos”, fue la conclusión desoladora del creador de la Bandera. No exageraba.
El otro estímulo para declarar la Independencia correspondía a San Martín. Para esa fecha el Ejército de los Andes era una realidad, dato que merece destacarse porque en esa América derrotada las tropas organizadas en Cuyo eran la única señal de resistencia a lo que parecía el inevitable regreso a la dominación española. Pero San Martín no tenía dudas sobre lo que se debía hacer. Lo expresó mediante palabras precisas en su correspondencia con Justo Santa María de Oro. Para el futuro Libertador estaba claro que deseaba dirigir un ejército de hombres libres.
El Congreso de Tucumán inició sus sesiones en la sugestiva fecha del 24 de marzo. Una de sus primeras decisiones trascendentes fue la designación de Juan Martín de Pueyrredón como Director Supremo. Se trataba de un independentista reconocido y un hombre clave para consolidar el proyecto sanmartiniano. La otra decisión trascendente fue la nacionalización de los símbolos patrios. Después llegó el 9 de julio, la decisiva jornada en la que se declaró la Independencia para las Provincias Unidas de Sudamérica. Con ese paso, la revolución se confirmaba como acto, voluntad y proyecto. Diez días más tarde, y a moción del diputado Serrano, se aclararán los alcances de esa Independencia, alcance que incluía a la metrópoli y sus sucesores, pero también a toda otra dominación extranjera, observación que contradecía en forma directa los rumores de quienes insinuaban que el Congreso de Tucumán se declararía vasallo de los portugueses, quienes para esa fecha conquistaban la Banda Oriental con el apoyo de la burguesía montevideana y los principales colaboradores de Artigas.
La representatividad del Congreso es uno de los aspectos que destacan José Ingenieros, Nicolás Avellaneda y Joaquín V. González. En efecto, en Tucumán estaban presentes la influyente Buenos Aires, las provincias del noroeste, las de Cuyo y las del Alto Perú. No deja de ser sugestivo que las copias de la declaración se hagan en tres idiomas: español, quechua y aymará.
Es verdad que las llamadas provincias del litoral estaban ausentes. Los enfrentamientos con Artigas explican esa falta, pero a la vuelta del camino esa ausencia nunca será un motivo de orgullo para la historia de estas provincias. Sin ir más lejos, Santa Fe había designado diputados para Tucumán pero la influencia amenazante de Artigas impidió su asistencia; amenazas que los cordobeses no atendieron, motivo por el cual -en el mejor estilo cordobés- se dieron el lujo de estar presentes en los dos lados.
Tampoco es verdad que el Congreso de Arroyo de la China convocado tiempo antes por Artigas, fuera una versión paralela y federal de Tucumán. Y no lo es por la sencilla razón de que ese congreso se propuso -en primer lugar- resolver su relación con el gobierno asentado en Buenos Aires y establecer la correspondiente autonomía de las provincias. Su objetivo central no era declarar la independencia, como sí se hizo en Tucumán.
Lo sucedido aquel 9 de julio tuvo efectos militares y políticos, en tanto manifestó de manera inequívoca su decisión de seguir librando la guerra contra la dominación realista. Era lo que mejor se podía hacer y así se hizo. Queda claro que los problemas de la nación en forja y la tarea de organizar el Estado no se resolvían por la vía de una declaración jurídica, pero ninguno de esos objetivos nacionales podían consolidarse sin que se concretara esa iniciativa independentista.
Que los patriotas eran conscientes de los límites y alcances de las decisiones que tomaban, se confirma con la declaración promovida al mes siguiente, es decir en agosto. El enunciado se sintetiza en la siguiente frase. “Fin de la revolución, principio del orden”. Esto quiere decir que para las clases dirigentes, la declaración de la Independencia era el punto final del proceso iniciado en 1810. ¿Y después? Después, el orden, es decir el orden político de una sociedad que necesitaba, para ser tal, de esa instancia disciplinaria.
Como dijera en esos días ese sinuoso y lúcido vocero de las clases dirigentes que fue Manuel García, era hora que el poder político se identificara con el poder económico. Era tiempo de terminar con esos ideólogos tentados por el delirio. Había llegado el momento de decirle basta a los aventureros militares, a las guerras devastadoras que esquilmaban a las clases propietarias. Para los tozudos comerciantes y ganaderos del Río de la Plata -cuyo principio de realidad lo establecían los números-, la revolución era un bien deseable siempre y cuando no se perdiera de vista que para 1816 el Río de la Plata estaba más pobre y devastado que antes de 1810. Por lo tanto, el orden debía ser el orden de una sociedad que no podía volver atrás, pero tampoco debía alentar saltos al vacío.
Está claro que para 1816 la afirmación del orden era más un deseo que una realidad. Lo que en principio resultaba evidente era que la revolución ya había cumplido su ciclo y se necesitaba organizar el Estado y la Nación con criterios más realistas y contables. Pasarán muchos años para que eso fuera posible, pero en principio, el deseo de García como vocero brillante de las clases propietarias se confirmará trece años después, cuando arribe al poder el hombre que mejor representará el poder y la voluntad de orden de las nuevas clases propietarias: Juan Manuel de Rosas.