Deben de haber sido más de las dos de la mañana cuando lo llevé al hotel. A esa hora la ciudad es un páramo, -creo que era la madrugada de un martes- y si además hace frío las únicas personas que se distinguen son las prostitutas que se pasean por las inmediaciones de la terminal y la Plaza España y para quienes no hay feriados ni descanso por mal tiempo.
En otros tiempos, después de cenar y ponernos al día con los últimos chismes de la ciudad, lo más probable es que hubiésemos ido a tomar una copa a la terminal de ómnibus o a algunos de esos bares que están abiertos toda la noche y, si el clima se hubiera prestado, probablemente en algún momento alguno de nosotros habría propuesto ir al cabaret, no porque la asistencia a ese lugar nos entusiasmara demasiado o porque esperáramos encontrar allí alguna respuesta filosófica a los profundos misterios de la vida, sino porque entre nosotros, él y yo, pero también entre los amigos comunes, desde hacía por lo menos treinta años, las salidas nocturnas concluían fatalmente en el cabaret.
Como iba diciendo, lo dejé en la puerta del hotel y antes de bajar me pidió que le prestara el libro escrito por un amigo común que hace un par de meses presentó en la feria del libro. Recuerdo que hacía frío y que desde la vereda del hotel se distinguía, recortadas por el resplandor difuso de la luz que llegaba desde la terminal, las dos prostitutas paradas en la esquina.
Lo dejé en la puerta del hotel y antes de despedirnos le pegó una hojeada al libro y se detuvo, apenas un instante, en la dedicatoria, pero no hizo ningún comentario, tal vez porque consideró que no era el momento apropiado o, tal vez, porque siempre fue muy discreto y sus comentarios nunca se extendían más allá de una frase o una sonrisa que, si se la sabía interpretar, podía ser más elocuente o demoledora que un largo discurso adobado de lugares comunes.
Él había llegado a Santa Fe esa tarde y nos encontramos de casualidad en la peatonal, porque él cada vez que regresa a la ciudad -a su ciudad, a esa ciudad que dice que no extraña pero que al repetirlo con tanto énfasis cada vez que sale el tema logra que la afirmación sea por lo menos sospechosa- dice que no llama a la casa de los amigos y que no visita a nadie porque cree, por cábala o por lo que sea, que los mejores encuentros son los casuales, es decir, los que se realizan de manera fortuita, aunque si se lo piensa bien, los encuentros no son tan fortuitos que digamos porque él sabe mejor que nadie en qué lugares y a qué hora nos va a encontrar a los tres o cuatro amigos que le quedan en Santa Fe.
Hacía por lo menos dos o tres años que no nos veíamos, aunque la última vez que habíamos estado juntos había sido también como consecuencia de un encuentro casual que se había iniciado a las seis o siete de la tarde y había concluido doce horas después en la terminal de ómnibus, en donde ya estaba por salir el coche para Tucumán, la ciudad en donde él vive desde hace casi treinta años, aunque para ser justos habría que descontar los años intermedios que vivió en Santa Fe por un motivo o por otro, aunque, bueno es aclararlo, en la mayoría de los casos ese motivo estuvo siempre relacionado con la política.
Sin ir más lejos, hace unos años había regresado con la intención de quedarse para siempre en Santa Fe, pero una desgracia familiar y un imprevisto enamoramiento lo trasladaron otra vez a Tucumán y esta vez, calculo, que será para siempre.
Ya se sabe que los encuentros con los amigos se celebran en los bares o en los comedores o en los dos lados. Nosotros le rendimos homenaje a la celebración de la amistad como corresponde, por lo que después de tomar un café nos fuimos a cenar al comedor de un club cerca de J. J. Paso, aunque él sugirió al principio ir a un comedor de avenida Freyre que, por supuesto, como siempre le ocurre cada vez que propone algo en homenaje a los viejos tiempos, había cerrado hacía más de un año.
Creo que fue en el comedor cuando él me preguntó por Juani, una pregunta que yo estaba esperando porque él, antes de empezar a deambular entre Santa Fe y Tucumán, y antes de que a Juani se le ocurriera irse a París con una beca de seis meses bajo el brazo, había sido más o menos amigo, de Juani, se entiende, y si lo que me contaron es cierto, Juani entonces lo consideraba a él algo así como una suerte de maestro político.
Le conté que a principios de año, dos o tres meses antes de que Juani se muera, había estado con Juani en París y, le dije, que en algún momento de la charla, en el bar del hotel se entiende, me había preguntado por él y hasta se había permitido hacer un comentario jocoso sobre los trasnochadores de otros tiempos, noticia que lo alegró, no demasiado tratándose de él, pero que lo hizo sonreir con cierta tristeza.
Después me dijo que cuando se enteró por el diario que Juani había muerto, la primera imagen que le vino fue la de una noche en Colastiné cuando después de haber comido un asado acompañado de varias botellas de vino, Juani leyó un poema en homenaje a Abraham Lincoln del que sólo recordaba el último verso: «…y la cruz se hará polvo en el polvo…».
Yo le dije que al poema no lo conocía y que estaba seguro de que no había sido publicado en «El arte de narrar». El creía recordar que el poema se había publicado en un diarito que había sacado el centro de estudiantes de derecho, diarito que había dejado de salir en el número dos porque los autores habían sido detenidos, no se sabe bien si por las ideas políticas o por las deudas.
Deben de haber sido más de las dos de la mañana cuando lo llevé al hotel. «Y la cruz se hará polvo en el polvo…», me dijo antes de despedirnos, como si su memoria no pudiera salir de ese último verso, o como si, parado en la puerta del hotel, en esa cuadra de casa viejas y veredas rotas, lo único que pudiese recordar, o que se mereciese recordar, fuera esa frase: «y la cruz se hará polvo en el polvo».