El 24 de marzo de 1976, a cuarenta años

Han pasado cuarenta años desde el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 y aún persiste la sensación, la sospecha o la certeza de que lo más importante aún no se ha dicho o no se ha dicho como debe decirse. Las discordias del pasado se proyectan sobre el presente con sus fobias, prejuicios y luminosidades. Los acontecimientos históricos suelen tener este espesor. El pasado nunca se clausura, entre otras cosas porque desde el presente se lo continúa interrogando.

Algunas conclusiones históricas están instaladas y presumo que al respecto no hay muchas novedades que decir, pero son los “malditos” matices los que insisten en mantener abierto el debate. Los matices y los detalles, la materia prima preferida de los historiadores. ¿Los militares expresaban linealmente la voluntad de las clases dominantes? ¿La oposición política fue cómplice o impotente? ¿Hasta dónde Isabel y el peronismo fueron responsables de lo sucedido? ¿Hasta dónde Estados Unidos alentó la asonada golpista? ¿La guerrilla estaba liquidada en 1976? ¿Por qué los militares decidieron implementar una campaña de exterminio y por qué a pesar de que lograron sus objetivos, concluyeron luego en el banquillo de los acusados, del que hasta el día de la fecha no han logrado levantarse?

Podemos hacernos muchas más preguntas, pero cada una admite diferentes respuestas. En todas las circunstancias, queda claro que a cuarenta años del golpe de Estado son los historiadores los que tienen la palabra. No es una palabra sagrada o bendita, por el contrario, por su naturaleza son los puntos suspensivos los que predominan, aunque es en ese oficio hecho de interrogantes, dudas y un puñado de certezas, donde es posible aproximarse a una verdad matizada, reacia a dejarse aprisionar por las versiones maniqueas, los mitos heroicos o trágicos y las consignas agitadoras, útiles en ciertas circunstancias para movilizar pasiones, pero inservibles a la hora de la reflexión.

Una inmensa mayoría de la sociedad condena hoy el golpe de Estado. Muchos lo hacen por convicción, otros por rutina y no son pocos los que lo hacen por oportunismo o porque se dejan arrastrar por los acontecimientos. No ocurría lo mismo en 1976; es más, no sería exagerado decir que mayoritariamente la sociedad aceptó que los militares derrocaran al régimen corrupto e impotente de Isabel y sus secuaces.

En la actualidad, los militares son considerados unos monstruos y seguramente hicieron méritos para ganarse esa calificación, pero esa calificación no era la dominante hace cuarenta años. A la versión de militares hundidos en la soledad hay que contraponerla con las imágenes de la plata dulce, el mundial de fútbol y la guerra de Malvinas, momentos en que los militares lograron tocar zonas sensibles del “alma popular”. No está mal que la sociedad condene el mesianismo militar y que el paradigma democrático se haya impuesto, pero a la hora de indagar el pasado no se pueden desconocer las pasiones, prejuicios y esperanzas que dominaban el corazón de los hombres.

El terrorismo de Estado no gozó de respaldo popular activo, por lo menos no me consta que así haya sido, pero convengamos que tampoco hubo resistencia a la acción de los militares. No descubro la pólvora si afirmo que el régimen militar contó con el consentimiento, la complicidad o el apoyo pasivo de amplios sectores de la población. Muchos estuvieron con los militares porque el miedo no es zonzo; otros, porque consideraban que a la guerrilla era necesario exterminarla, tal como habían propuesto los ministros peronistas en su momento, pero se equivocan los contemporáneos si suponen que el llamado Proceso fue una aventura que los militares vivieron en soledad. Basta para ello con leer los diarios y revistas de la época o las manifestaciones de los principales dirigentes políticos y sociales.

Estos cambios de humor de la sociedad suelen ocurrir con más frecuencia de lo que a veces estamos dispuestos a admitir. A esta versatilidad, a estos cambios repentinos, los más optimistas lo llaman aprendizaje; yo preferiría no ser tan pedagógico y, sobre todo, rechazaría el criterio de que la sociedades son algo así como bloques homogéneos que aprenden y no olvidan, un aprendizaje en el que pareciera que el curso va en una dirección prevista e inevitable.

Se dice que los militares resolvieron dar el golpe de Estado después del “Rodrigazo”; otros afirman que se decidieron a dar ese paso después de que Montoneros asaltó el cuartel de Formosa; también hay motivos para suponer que ya en mayo de 1973 los mandos militares empezaron a preparar su regreso. En cualquiera de las circunstancias, lo concreto es que en 1973 los militares se replegaron y esperaron que se crearan las condiciones ideales para un retorno al que estaban acostumbrados y al que nunca renunciaron.

“Chau milicos” se pintó con singular entusiasmo en las paredes del país en 1973. Para ser sinceros con una realidad impiadosa, debería haberse pintado: “Hasta luego”, entre otras cosas porque el mismo gobierno peronista hizo lo posible y lo imposible para que tres años después del jolgorio de aquellas semanas de mayo de 1973, los militares regresaran al poder, esta vez decididos a “redimir” con sangre a una nación que, según su diagnóstico, estaba muy enferma.

No olvidemos que desde 1930 por lo menos, los militares se arrogaron -por razones más o menos complejas- la facultad de decidir lo que estaba o no permitido hacer en política. Con los años, ese mesianismo militar se consolidó, y políticos, empresarios, sindicalistas y religiosos, admitieron que los militares fueran actores legítimos del sistema político. Es en ese contexto, y en el marco de la Guerra Fría y la doctrina de la Seguridad Nacional, que los militares adquirieron la certeza de que no sólo estaban autorizados a decir lo que estaba o no permitido hacer, sino a decidir, como si fueran dioses, quiénes debían vivir o morir.

La violencia arbitraria y el rechazo a las fórmulas consensuales de la cultura democrática, tampoco fue un patrimonio exclusivo de los generales. A la campaña electoral de 1973, el peronismo la hizo vivando el asesinato de Aramburu y prometiendo la guerra revolucionaria. Ya para entonces la lucha violenta entre las diferentes facciones del peronismo estaba planteada. Nada nuevo bajo el sol. En esos años, breves pero intensos, trágicos, dramáticos y algo bochornosos, los peronistas además de luchar por el retorno de Perón, amenazaban con liquidarse alegremente entre ellos en nombre de la patria socialista o la patria peronista.

Las conductas más extremas llegaron a legitimarse en nombre de grandes ideales redentores. El síntoma de la sociedad enferma que necesitaba de una operación quirúrgica sin anestesia para normalizarse, se planteó como una necesidad urgente por parte de los extremos políticos, extremos que no eran abrumadoramente mayoritarios pero disponían de una notable capacidad de movilización o de llegada a los ámbitos políticos de decisión. En ese clima enrarecido, los argumentos democráticos carecían de legitimidad y, en el mejor de los casos, eran considerados ingenuos.

Conclusión: todos los “planetas” se alinearon para concluir en un desenlace trágico. Los militares, arrogándose el rol de salvadores de la patria; la guerrilla, considerándose la redentora de la humanidad y especulando con los beneficios de un golpe de Estado que permitiría hacer realidad la consigna “cuanto peor, mejor”; las clases dirigentes, sumándose a los ganadores de cada circunstancia; los políticos, enredados en sus disputas internas; los líderes religiosos, llamándose a silencio, mientras sus integristas convocaban sin ruborizarse a celebrar un baño de sangre. Por último, el gobierno de Isabel, hundido en el desprestigio, la impotencia y con las manos manchadas de sangre por los crímenes cometidos por las Tres A.

¿Se entiende ahora por qué cuando aquella madrugada del 24 de marzo de 1976 los militares salieron una vez más a la calle, una sociedad postrada y atemorizada aceptó lo sucedido como algo inevitable para algunos, esperanzador para otros, y como una desgracia para una minoría?

 

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