Celebrar el Congreso en la ciudad de Tucumán después de la derrota de Sipe Sipe fue un acto de valentía política. No eran exagerados los rumores de que los realistas podrían llegar al Jardín de la República de una atropellada. Sin embargo, estos hombres que no eran extraordinarios pero presentían que estaban viviendo circunstancias extraordinarias, decidieron jugársela sin medir las consecuencias tal vez porque no les quedaba otra alternativa, tal vez porque la única posibilidad era una fuga hacia adelante.
Tres días después de la declaración de la Independencia, el flemático y atildado Juan José Paso comenta ante un círculo de señoras y señoritas, que de aquí en más nos quedaban dos posibilidades: la libertad o… y se lleva la mano al cuello para dar a entender lo que le aguardaba a nuestra tráquea.
Paso no exageraba. Para 1816 todos los movimientos independentistas en América habían sido derrotados y en la mayoría de los casos esa derrota se había perpetrado a sangre y fuego. Fernando VII recién sentado en el trono había dado orden de degollar a los insurgentes, muchos de los cuales en algún momento estuvieron dispuestos a jugar la vida en nombre del rey, a quien no vacilaban en calificar como “El deseado”.
La iniciativa para convocar al Congreso proviene de Buenos Aires en alianza con las provincias del norte y Cuyo. La vieja capital del virreinato cometía errores, pero en las circunstancias claves estaba donde era necesario estar. Repito: con sus errores y vacilaciones, Buenos Aires en estos años impulsa la declaración de la Independencia y financia el proyecto libertador de San Martín. Con esos aportes la ciudad como centro de poder político está justificada en el tribunal de la historia.
La región Litoral no estuvo presente. Córdoba, haciendo gala de la típica ambigüedad cordobesa, estuvo con Artigas y con Tucumán. Santa Fe eligió diputados, pero las presiones de Artigas impidieron que nuestra provincia participara de la iniciativa más trascendente de nuestra nacionalidad. Los diputados para el Congreso se eligieron con las previsibles irregularidades de la época. Abogados y curas fueron los designados. Egresados mayoritariamente de las universidades de Chuquisaca, Córdoba y Santiago de Chile. Además de los títulos universitarios, la mayoría de los diputados exhibían una trayectoria patriótica admirable. Funcionarios, políticos, legisladores, jefes militares, el torbellino de la revolución los convocó a todos y los enredó a todos.
Para diciembre de 1815 empezaron a llegar los diputados a Tucumán, una ciudad de alrededor de seis mil habitantes gobernada entonces por Bernabé Aráoz, tío de un Alberdi que entonces tenía apenas seis años de edad. Casualmente, una de las primeras decisiones del Congreso será el de otorgarle nacionalidad al padre del futuro autor de Las Bases.
Los primeros diputados que llegan son de Cuyo. No es la cercanía geográfica la única explicación de esa celeridad, sino la voluntad política de San Martín para que inicien las sesiones lo más rápido posible. No era sencillo trasladarse en aquellos años. Los caminos apenas estaban trazados y los peligros acechaban en esas enormes soledades que encubrían a los bandidos, las alimañas y la indiada.
El viaje en galera desde Buenos Aires podía durar entre veinticinco y treinta días. A caballo podía durar dos semanas. Según se sabe, apenas declarada la Independencia salió desde Tucumán un jinete para informar al Director Supremo de la decisión tomada. Demoró diez días, por lo que para el 20 de julio Buenos Aires celebró la buena nueva.
Los diputados no trabajaron gratis, pero sus dietas fueron de una modestia franciscana. Y toda la labor administrativa del Congreso se realizó a pulmón. Según las crónicas, hubo un solo empleado rentado, el resto, gratarola. A no asombrarse. Los muchachos estaban más preocupados en hacer patria que en hacer plata.
La edad de los congresistas era variada. Los más jóvenes no llegaban a los treinta años (Godoy Cruz tenía veinticinco años) y los más veteranos, Juan José Paso entre otros, arañaban los sesenta. Los diputados se quedaron a vivir un año en Tucumán, hasta febrero de 1817 para ser más precisos, oportunidad en que el Congreso se trasladó a Buenos Aires y funcionó hasta la crisis de 1820.
Los patriotas se alojaron en casas de familia y en las casas parroquiales de los franciscanos, dominicos y jesuitas. La vida social de la ciudad era modesta, pero no aburrida. Abundaban las tertulias, algunos bailes, se habla de un café donde los parroquianos discuten de política y se ponen al día con los chismes. No sólo la política ocupaba la atención de los diputados. También las circunstancias son propicias para los amoríos. Paul Groussac pondera la belleza de algunas niñas de la sociedad tucumana. Las crónicas mencionan la gracia y belleza de Cornelia Muñecas, Dolores Helguero, el amor de Belgrano, Teresa Gramajo y Lucía Aráoz, quien después de un breve y agotado romance, se casa con Javier López.
Ya para marzo se sabe que la sede del Congreso será la casa de doña Francisca Bazán de Laguna. Para esos días, se decidió derribar una pared para ampliar el ambiente que funcionará como sala. Bernabé Aráoz donará un escritorio y sillas y sillones. Con los recursos modestos de un tiempo complicado los patriotas se las ingenian para hacer las cosas de la mejor manera posible.
El Congreso inició sus sesiones el 24 de marzo de 1816. Los diputados ignoraban que ciento sesenta años después esa fecha adquiriría otras resonancias. Al momento de reunirse la asamblea hay presentes veintiún diputados; para julio serán treinta, diecisiete abogados y trece sacerdotes. Ese domingo se celebra una misa en la iglesia de San Francisco y se definen algunas normas de funcionamiento interno. Se decide, entre otras cosas, elegir presidente y secretarios y se prescribe que los presidentes se renovarán todos los meses.
Pedro Medrano será el primer presidente del Congreso y será el mismo que, declarada la Independencia, propondrá que al enunciado sobre la independencia de España y sus metrópolis se agregue “y de toda otra dominación extranjera”. Uno de los secretarios es Mariano Serrano, alto peruano, abogado y protagonista de las rebeliones de Chuquisaca y La Paz. El otro es Juan José Paso, el hábil, lúcido e impasible jurista de la revolución.
El Congreso inició sus sesiones a toda orquesta. Las condiciones no permitían perder el tiempo. Las primeras medidas tenían que ver con el frente interno. El diputado cordobés Ignacio del Corro realizó gestiones diplomáticas en Salta para zanjar las diferencias entre Rondeau y Güemes. Después viajó a Santa Fe para convencer a nuestros paisanos. Fracasó, a pesar de todas las promesas y alguna que otra velada amenaza.
El mes de mayo comenzó con buenos augurios. El cura riojano Castro Barros fue elegido presidente. El 3 de mayo se decidió una de las medidas trascendentes del Congreso: la designación de Juan Martín de Pueyrredón como Director Supremo. Las maniobras de San Martín son coronadas con los mejores auspicios. Pueyrredón es el hombre clave para afirmar el compromiso de Buenos Aires con la constitución del Ejército de los Andes, el único cuerpo armado constituido en América decidido a defender los objetivos de la revolución.
Faltan dos meses para el 9 de julio. Los hombres que trajinan en el Congreso seguramente todavía no saben la importancia que adquirirá esa fecha, pero por lo pronto para los primeros días de mayo todas las condiciones están dadas para declarar la independencia. No faltan las zozobras y las inquietudes. Para esa fecha, los portugueses invadieron la Banda Oriental, una iniciativa bélica muy parecida a la que perpetraron en 1811.
Buenos Aires mira para otro lado o se hace la distraída, pero la responsabilidad decisiva, la capitulación en toda la línea la practica la burguesía mercantil de Montevideo y algunos de los principales colaboradores de Artigas. A la traición de sus paisanos, Artigas sumará luego la traición de los caudillos del Litoral, Francisco Ramírez y Estanislao López, pero ésa ya es otra historia.