Adiós al amigo

A las dos de la mañana del martes pasado, me llamaron por teléfono para decirme que mi amigo Carlos T. se había suicidado el lunes a la tarde en General Alvear, la pequeña ciudad mendocina en donde vivía desde hacía muchos años y en la que trabajaba de juez o de algo parecido. El que me hablaba era un amigo de toda la vida de Carlos, un muchacho grandote, sencillo, que mantenía hacia Carlos una fidelidad absoluta, una lealtad a toda prueba y que, atendiendo a la amistad que había existido entre Carlos y yo, se preocupó por averiguar mi número de teléfono y darme la noticia lo más rápido posible.

Según sus palabras, o lo que le pude entender, porque hablaba y lloraba, Carlos había almorzado con un amigo en su casa, y salvo su habitual inapetencia no había ninguna señal que permitiera adivinar una decisión de ese tipo. Parece que como a las dos de la tarde, su esposa había salido a pasear las nenas, una de dos años y otra de ocho, y fue más o menos en ese momento en que salió al patio de la casa y procedió a colgarse con un cinto de tela. Cuando la mujer regresó a la casa se encontró con el espectáculo: Carlos estaba muerto y nadie, ni siquiera la esposa, podrá saber qué lo llevó a tomar esa decisión, ya que no dejó cartas ni mensajes.

Un amigo que estuvo cenando con él el domingo dice que lo vio como siempre, no demasiado alegre porque Carlos nunca fue lo que se dice un tipo alegre, pero sí distendido y con ganas de hacer algunas cosas; es más, esa noche después de cenar, se fueron a tomar un café a un bar del centro y se separaron cerca de la una de la mañana, y como me decía este amigo: «Lo vi subirse al auto y salir con dirección a su casa; nunca imaginé que ésa sería la última vez que lo vería con vida, o que doce o catorce horas más tarde estaría muerto».

A Carlos lo enterraron el martes al mediodía, en San Rafael, y, según me contaron, al velorio no asistió mucha gente, aunque sí estaban presentes sus amigos boxeadores y algunos de los amigos que habían estudiado con él en Santa Fe hace casi treinta años. Esa nochecita, llamé por teléfono a la madre, con el objetivo de que supiera que el amigo de su hijo estaba a su lado, aunque por elementales razones de discreción no hice ninguna pregunta acerca de los supuestos motivos del suicidio. Con la esposa, a la que no conocía y no creo que vaya a conocer, no fue posible comunicarme porque no tiene teléfono, pero a decir verdad, tampoco me importa demasiado conversar con ella, ya que no creo que ella ni nadie pueda decirme nada interesante de mi amigo.

Digamos que Carlos marchó al silencio, a la oscuridad definitiva sin dar otra explicación que el propio acto de colgarse en el patio de la casa un lunes, el día más anodino de la semana. La noticia por supuesto que me tomó de sorpresa y, como era previsible, esa noche tuve un sueño inquieto, aunque mentiría si dijera que soñé con él o algo semejante. Con los años, uno está como preparado para aceptar la muerte de un amigo, pero una cosa es morirse por una enfermedad y otra muy distinta es decidir quitarse la vida, levantarse un lunes, iniciar durante la mañana las rutinas de siempre y, en un momento, un momento que lo fue preparando en su interior probablemente sin ser demasiado consciente, prepararse para dar el gran paso, impiadoso consigo mismo, e impiadoso con las personas que lo querían.

A mí cuando me llegan estas noticias, y a decir verdad en los últimos años me suceden con más frecuencia de lo que desearía, me ocurre más o menos lo mismo: en las primeras horas, mis llamados mecanismos de defensa funcionan con admirable eficacia, pero a los días o a las semanas la memoria del muerto, la presencia del amigo, reaparecen obstinadas a través de imágenes, recuerdos, pequeños fogonazos que iluminan un momento, un instante transcurrido que solamente quedan en mi memoria y que al único que le importan, al único que le dicen algo es a mí.

Con Carlos hacía por lo menos cuatro o cinco años que no nos veíamos. A veces nos hablábamos por teléfono y reiterábamos la promesa de visitarnos, algo que no cumplíamos y que ahora ya nunca más podremos cumplir. Lo que sí es cierto es que él necesitaba más de Santa Fe que yo de General Alvear, al punto que en una época venía dos o tres veces al año, se alojaba en un hotelito del centro y durante cuatro o cinco días se dedicaba a caminar por su ciudad, una ciudad que seguramente sólo existía en su fantasía, pero que él la recuperaba con esas visitas. Un día antes de irse, me llamaba por teléfono para encontrarnos y cenar o almorzar juntos, un llamado que a mí me molestaba porque no podía entender por qué lo hacía un rato antes de irse, justamente él, que sabía muy bien que era una de las contadas personas -creo que no son más que dos o tres- que yo acepto que paren en mi casa.

Íntegro, derecho, honrado a carta cabal, amigo incondicional, de ésos que no necesitan decir muchas palabras para expresar que están al lado de uno y que lo van a estar siempre, por el simple hecho de que en algún momento, un instante revelador, misterioso, él llegó a la conclusión de que esa persona -yo en este caso- es su amigo y lo sería para siempre.

Sinceramente, nunca pensé que se iba a matar. Sabía que su relación con la vida no era fácil, que para él la vida era una carga que había que sobrellevar cada vez con menos esperanza, pero nunca esperé que tomase esa decisión. De más está decir que no lo juzgo ni lo critico. Acepto lo que hizo con la misma entereza que él aceptaba mis desbordes y mis excesos de otros años, sin criticarme, sin reprocharme nada, decidido a bancarme por el simple hecho de que era su amigo y a un amigo se lo acepta sin preguntarle nada o, por lo menos, sin exigirle respuesta.

Carlos se fue al silencio y como yo no soy creyente y él tampoco lo era, creo que de alguna manera difícil los dos sabemos que nunca más volveremos a estar juntos, que nunca más caminaremos por el bulevar o tomaremos un café en el bar de San Jerónimo y nunca más conversaremos hasta la madrugada de política, mujeres y literatura, creyendo que todo nos estaba permitido.

Se fue para siempre y a mí sólo me queda el dudoso consuelo de extrañarlo.

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