Está oscureciendo pero aún no son las siete de la tarde. Se dice que en el campo oscurece un poco más tarde que en la ciudad, pero yo diría que la diferencia no está en la oscuridad, sino en la luz, porque en el campo, de esto estoy hablando, la luz se va como descomponiendo en diversos colores y sus tonos parpadean, persisten, como si resistieran a las sombras, como si demoraran más en apagarse; algo así como una sinfonía de luces cuyos sonidos se van debilitando pero con una morosidad tal que, si se presta atención, se puede percibir su despliegue, su lenta y distendida agonía.
Estoy escribiendo y la luz llega desde una de las ventanas y desde la puerta, que deliberadamente está abierta para que el efecto de aquélla no sea más intenso sino más perceptible. Es probable que dentro de un rato deba encender la luz de la casa porque la oscuridad me impedirá leer, pero estoy dispuesto a demorar lo más posible ese momento porque yo no sé si la hora, el lugar o el momento son los que me provocan esta deliciosa placidez, esta sensación de plenitud, que quiero sostener.
Estoy escribiendo desde hace rato, desde el momento en que el sol golpeaba con su luz intensa en la ventana y, desde la plaza, que está exactamente a mi espalda, llegaba el canto de los pájaros, confundido con el sonido de las chicharras y los esporádicos ladridos de los perros a los carros que ocasionalmente pasan por la calle arenosa de Arroyo Leyes.
En la mesa, una superficie marrón, bruñida y brillosa, están, a mi costado, casi al alcance de la mano, dos libros: uno de Thomas Bernhard y otro de Alberto Girri; en el otro extremo distingo la película de Rhomer que seguramente vamos a ver esta noche y, al lado, hay unos compacts cuya tapa no alcanzo a distinguir desde aquí pero, como los hemos estado escuchando hace un rato, sé que pueden ser de Frank Sinatra, Ana María Belen, Joaquín Sabina y, probablemente, Roberto Goyeneche.
La tarde se va como desintegrando en colores que parecen agonizar en el piso de la casa, en las baldosas oscuras y contra las paredes que hasta hace un tiempo eran de ladrillo visto y ahora están pintadas con colores claros que parecerían desteñirse un tanto por el efecto de la luz que llega desde la calle.
Desde donde estoy sentado, observo el resto del comedor, un espacio amplio, con sillones en el centro y frente a una estufa que simula ser un hogar y, más allá, otra mesa que permite separar la cocina de lo que vendría a ser el living. Cerca de una de las puertas que da a la galería está Dingo, echado en el suelo, aparentemente dormitando, aunque, si se mira con atención, se descubre que sus ojos, que a la distancia parecen oscuros pero en realidad son marrones, están atentos, expectantes, al punto que en el momento en que lo estoy mirando agita con cierta displicencia elegante la cola y mueve un poco la cabeza, lo suficiente como para mirarme con esa mirada mansa y suave que suelen tener los perros.
En uno de los sillones, el que está en el centro de la habitación, el más amplio, se encuentra ella leyendo una revista. Desde donde estoy sentado alcanzo a distinguir su perfil, ya que, si bien ella no me está dando la espalda, por la ubicación del sofá, está casi como de costado y la atención que presta a la lectura hace que su rostro esté mirando no hacia donde estoy yo, sino hacia el lado opuesto, hacia las ventanas que dan a la galería. Y, en particular, a la que está al lado de la cocina que, debido a que si bien no hace calor, la temperatura es templada, está abierta lo que permite apreciar cómo desde allí pareciera que la luz languideciera con más prisa.
Desde donde estoy sentado, repito, desde el lugar que he elegido para observar. lo que distingo de ella es su cabello marrón, que se ha soltado hace un rato y cae con suavidad sobre sus hombros y su campera. Siempre me gustó su cabello, siempre me gustó esa textura del pelo que pareciera estar esperando una brisa para que, a través de imperceptibles vibraciones, oscile y deje en la superficie otras hebras muy parecidas a las anteriores, aunque si se prestara la debida atención podrían observarse tonos diversos, casi imperceptibles, pero evidentes a los ojos de quien se propone mirar en el sentido más trascendente de la palabra, y no solamente ver.
La luz de la tarde, esa luz que agoniza con morosa lentitud, permite distinguir su perfil, aunque, desde donde estoy observando, lo que se aprecia es el ángulo que se forma entre la frente y la mejilla o, para ser más preciso, la sombra, la brevísima línea de sombra que se extiende entre la superficie suave de la frente y la tersura de la mejilla, línea suavizada por la armonía del trazo y la fugacidad del tono que, ante la luz cada vez más temblorosa que ingresa desde la ventana y la puerta, asume un color que se parece al del crepúsculo.
Ahora la inmovilidad es casi absoluta; importa registrar ese momento porque enseguida el silencio será roto por nuestros movimientos, por los sonidos que llegarán de la noche o por nuestras palabras. Pero este instante, este breve pero profundo y definitivo instante, debe ser registrado porque su armonía y su equilibrio son perfectos.
Vuelvo a recorrer con mis ojos la habitación que está cada vez más bañada por las sombras y detengo, otra vez, la mirada en ella que ahora ha dejado de leer y también está como suspendida en el silencio: presto atención al movimiento casi acariciante de sus manos sobre las hojas de la revista; la línea temblorosa de su boca, y me propongo registrar detalle por detalle la brevedad del momento, de sorprenderlo, como quien dice, en su sutil reposo, cuando la armonía y el equilibrio son tan absolutos que la palabra que tal vez pudiera expresar con más nitidez el milagro del instante, su frágil pero evidente presencia, es «Paraíso».