Reunión

Desde hace por lo menos dos años, una vez a la semana nos encontramos con R. en un bar del barrio sur para cenar y hablar de literatura. El acuerdo es estricto y lo cumplimos al pie de la letra: no hablamos de política ni de ningún tema que no tenga que ver directamente con la literatura; los dos consideramos que la relación entre literatura y vida es intensa, pero para que esa relación funcione es necesario trabajar con las palabras, al punto que estimamos, siguiendo casi al pie de la letra a Flaubert, que en un buen texto literario lo que se conoce como la anécdota es el detalle menos importante, aunque, nos hemos preocupado en destacar, la anécdota no debe confundirse con la trama, es decir, con esa red de relaciones, visiones y dilemas que se plantean en todo texto literario que merece llevar ese nombre y del cual, Conrad, por ejemplo, fue un maestro.

Un plato liviano, un lomito, una porción de pollo, y un buen vino tinto acompaña la reunión (nos juntamos a hablar de literatura, no a comer) que nunca se extiende por más de dos horas, el tiempo necesario, entiendo, que dos amigos necesitan para hablar de lo que importa, ya que, como en todos los órdenes de la vida, pasado ese plazo la conversación se satura de lugares comunes porque nadie después de esas dos horas tiene nada importante que decir.

El bar donde nos reunimos es discreto, (no hay televisión, y si la hay no está a la vista) y suele ser frecuentado por parejas u hombres de negocios y, por lo tanto, se puede estar en una mesa discreta ubicado en uno de los rincones del salón conversando en voz baja sobre aquello que a los dos más nos importa en la vida: la literatura.

Mi amigo está escribiendo desde hace unos meses, diecisiete para ser más preciso, la historia de amor de una pareja, un desafío intelectual exigente ya que se hace muy difícil hacer literatura con un tema tan trillado, aunque los dos creemos que la verdadera literatura hay que hacerla contando pequeñas historias en donde lo que importe sea el estilo, es decir, aquello que constituye lo más personal de un escritor.

Yo le menciono la última novela que leí de Sandor Marai, un juez que recibe el expediente sobre una causa de divorcio, y recuerda que la mujer que está involucrada él la conoció hace años y que en algún momento intercambiaron palabras y miradas que, ahora no sabe muy bien por qué, las recuerda o no puede olvidarlas.

La novela concluye con el juez que regresa a su casa después de aburrirse un rato en una reunión social y, casi a la madrugada mantiene una conversación con el marido o el ex marido de esa mujer, quien ha llegado a su casa para decirle que ella, su mujer, ha reconocido que ese intercambio de miradas y palabras que mantuvo con el juez en los años de la juventud, nunca lo pudo olvidar, una confesión que ella le ha hecho y que él, el juez, también termina admitiendo delante de su marido, un hombre capaz y talentoso que, finalmente, le confiesa que ha asesinado a su esposa y está decidido a entregarse a la policía.

La novela concluye con el juez en su despacho. Amanece, la casa está en silencio, su esposa y sus hijos están durmiendo y el juez, este hombre de vida metódica y sedentaria, presiente que en algún momento de su vida ha perdido algo irreparable, y que el futuro que lo aguarda estará despojado de la esperanza y del amor y todo será tan gris y previsible como los expedientes que llegan a su despacho de juez en esa ciudad que se llama Buda que exhibe, gracias a la narrativa de Marai, todos los signos sombríos de la decadencia.

Le digo a R. que leo todas las novelas que puedo encontrar de Marai y que entiendo que en su narrativa hay un permanente destello o relámpago de poesía que ilumina todo el texto, algo que es evidente -le digo- en el relato que le termino de contar, en donde la cotidianeidad de una vida mediocre está contrastada por ese aparente detalle expresado en una mirada, unas palabras, es decir, en un acontecimiento mínimo, ocurrido hace muchos años, que ha iluminado para siempre una vida, aunque esa luz los protagonistas no le hayan prestado atención en su momento, y cuando repararon en ella ya era tarde.

R. me escucha, sirve vino en las dos copas, y después repite que él ahora está escribiendo un relato que no sabe muy bien si ubicarlo en el género de cuento o novela aunque, entiende que los géneros en estos casos son discriminaciones arbitrarias, porque lo que importa es algo que no tiene que ver con las calificaciones, la mayor o menor extensión del texto, sino con la literatura propiamente dicha.

R. me dice que por el momento está relatando pequeñas anécdotas de una relación de pareja sobre la base de una hipótesis que postula que esa mujer y ese hombre, de una manera no conciente, de una manera sesgada, oblicua y compleja, han estado enamorados sin ser plenamente concientes de ese amor, hasta que, en determinado momento, los dioses, la magia o la infinita y arbitraria red de causalidades y casualidades, dispuso juntarlos y ese encuentro fue calificado por los dos, por él y por ella, como un milagro.

R. admite que los dos momentos más importantes del texto deberán ser aquellos encuentros casuales que sugerían la posibilidad del amor sin que ellos lo supieran, y el milagro del amor expresado como una revelación que permite otorgarle sentido a ese pasado. Hay momentos, instantes que deben se registrados en sus detalles y en su íntima tensión -dice R-: una tarde en un bar conversando sobre un cuento de Benedetti; un sábado a la mañana y la lectura de un poema de Alejandra Pizarnik; una peña, así se le llamaba entonces, donde a ella le faltan el respeto y él está dispuesto a cobrar la afrenta ante la apatía o indiferencia de quien hasta ese momento era su marido; un camping en Rincón, una charla en el bar de la facultad de Derecho, un beso inocente robado en la puerta de su casa…

R. le pide al mozo que sirva café y después me mira para conocer mi opinión; yo espero que llegue el mozo, sirva el café y, cuando se retira, le digo a R.: todo esto lo quiero ver escrito, después seguimos hablando.

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