Entiendo las razones por las que un gobierno decide aplicar un tarifazo. Hay ciertas leyes económicas que, como las de la gravedad, son inexorables. A ningún gobierno le gusta recurrir a estas medidas que inevitablemente golpean el bolsillo de las clases medias y las clases populares en general, pero se sabe que en economía los ajustes son tan necesarios como la expansión, la cara y ceca de la misma moneda. Dicho con otras palabras, los ajustes son desagradables, entre otras cosas porque son inevitables. Si un país gasta más de lo que produce, si sus deudas son superiores a sus ingresos, en algún momento el ajuste se impone.
El ajuste tarifario ya está. No le reprocho al gobierno hacer aquello que cualquiera de los candidatos que hubiera ganado las elecciones habría hecho con más o menos entusiasmo. Es verdad, la economía impone su lógica, pero importa advertir que a esa lógica la modera la política. Un gobierno que merezca ese nombre se hace cargo de las decisiones más duras que toma y se hace cargo, aguantando las protestas, pero en primer lugar explicando a la sociedad los motivos de la decisión. A esa capacidad de un gobierno para comunicarse con la gente se llama liderazgo, liderazgo político, una virtud que todo presidente debe disponer si quiere estar a la altura de sus responsabilidades.
Los gobiernos no están solamente para celebrar las buenas noticias. Como se dice en estos casos, los gobiernos deben probarse en las buenas y en las malas, pero, agregaría, su talento, su capacidad, se pone a prueba cuando llegan tiempos difíciles, porque cuando todo está a favor, hasta el más inútil es capaz de lucirse en una tribuna. Es la historia la que enseña que los pueblos pueden soportar las peores noticias, siempre y cuando los gobernantes sepan cumplir con sus tareas. Cuando en su momento Winston Churchill prometió sangre, sudor y lágrimas, el pueblo inglés le creyó, no solo porque los aviones de la Luftwaffe volaban sobre Londres, sino porque Winston Churchill era creíble porque hablaba en el lenguaje que los ingleses en ese momento estaban dispuestos a creer.
Algo parecido puede decirse de Adenauer en Alemania luego de la caída de Berlín. O de Roosevelt en EEUU después del crack de Wall Street. En todas las circunstancias estos hombres se constituyeron en líderes políticos porque supieron ganarse el respeto de la gente. Lo lograron con palabras y con hechos, dando la cara y aguantando los previsibles enojos. Explicar lo que había que hacer o por qué se hacían determinadas cosas, no era un simple juego de palabras. Estos hombres sabían lo que había que hacer, pero fundamentalmente sabían adónde había que ir, qué rumbo había que tomar.
Nuestra situación no tiene la gravedad de Inglaterra en 1940 o de EEUU en los años treinta, pero los momentos difíciles de cada pueblo son intransferibles, como también es intransferible el liderazgo. Un pueblo en momentos de esplendor puede darse el lujo de prescindir de un liderazgo, pero esa licencia no se la puede tomar en los momentos de crisis. Las naciones como los barcos, en los momentos de tempestad reclaman de excelentes capitanes.
Admitamos entonces que el tarifazo era necesario e incluso inevitable, pero la condición política exige que se le explique a la sociedad las razones. Para el común de la gente un tarifazo significa un manotazo del Estado a su bolsillo. Y todos coincidiremos en admitir que a nadie le gusta que le metan la mano en el bolsillo. Precisamente, lo que el gobierno debe explicar es la diferencia entre saquear el bolsillo de la gente y tomar una decisión que en el mediano y largo plazo nos beneficiará a todos. Razones no le falta al gobierno para explicar lo que ocurre, lo que pasa es que a esas razones no las explican o las explican mal, la explican con balbuceos, con justificaciones que parecen disculpas e incluso silenciando virtudes, contrapesos que atenúan los efectos del ajuste, tarifas sociales que benefician a millones de personas.
El gobierno macrista parece practicar aquella consiga peronista de “mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar”. Consigna impecable, creada por quien era precisamente un brillante comunicador capaz de convencer al pueblo de que era necesario comer pan negro o que comprar a precio prohibitivo los ferrocarriles era un acto de soberanía nacional. Se gobierna con hechos, pero también con palabras, sobre todo porque los hechos se imponen políticamente a través de las palabras
El macrismo supone que pronto llegarán las inversiones y crecerá el empleo, que se reiniciará el ciclo del crecimiento y la geografía del país será poblada por autopistas, aeropuertos, vías navegables, trenes y pleno empleo para todos. Yo les creo, pero no alcanza con que yo les crea, también lo deben creer las grandes mayorías. Yo les creo, pero advierto a continuación que nada llega naturalmente, que el pago a los holdauts está muy bien, las relaciones con Obama son brillantes, pero de allí no se deriva a que automáticamente -como si todo funcionara de acuerdo una férrea ley de causalidad- nos lloverán las buenas noticias.
El gobierno reclama tiempo y es justo que lo haga. A continuación observo que así como el tiempo es infinito, el tiempo político no lo es. El gobierno está haciendo muchas cosas bien, y las está haciendo a fuerza de habilidad, claridad conceptual y decisión. Pero todo gobierno –no solo éste- debe tener presente que la soberanía popular reside en el pueblo, que en democracia el que otorga el poder y lo quita es el pueblo y, por lo tanto, no se puede gobernar en contra de sus deseos e incluso de sus prejuicios.
No se trata de ser demagogo y prometer lo que no se puede cumplir o excitar el ánimo de las masas o despilfarrar recursos irresponsablemente -despilfarrar y robar, se entiende- en las sociedades democráticas de masas. Entre la demagogia y la insensibilidad hay una amplia franja de iniciativa política. A esa amplia franja, matizada con la sensibilidad y la lucidez, la debe ocupar un gobierno que quiera iniciar un nuevo ciclo histórico en la Argentina.
Desde esta perspectiva la justicia social no es una meta demagógica, sobre todo si nos hacemos cargo que los derechos de los pueblo exigen para ser justos la exigencia de deberes. Si un gobierno insensible se distingue por exigir deberes a los que menos tienen para sostener privilegios irritables, un gobierno popular en serio, un gobierno responsable en el sentido más solidario de la palabra, es aquel que concede derechos y exige deberes. No nos engañemos, sobre todo en esta Argentina contaminada de populismo demagógico, no hay una Argentina nueva, una sociedad más libres y más justa si los derechos no se equilibran con los deberes.
La otra asignatura pendiente es la de la justicia, la justicia jurídica, la justicia que los jueces federales tiene tantas reticencia en aplicar contra ladrones, perdularios y sinvergüenzas. Quienes aspiramos a una nueva Argentina queremos también una justicia que funcione, porque en primer lugar deseamos que los corruptos vayan a la cárcel. No es una consigna personal o un deseo menor de venganza, es, en primer lugar, una aspiración de justicia, un reclamo indispensable contra la impunidad, una exigencia tan justa como la que en su momento se realizó contra los militares que practicaron el terrorismo de Estado.
La corrupción no es una anécdota en este país. Alguna vez se la comparó con un resfrío, pero hoy sabemos que es un cáncer. La corrupción es un fenómeno estructural y lo es desde los tiempos del menemismo. Una vez más hay que decir que no hay justicia que merezca ese nombre, capitalismo que funcione en serio, libertad que merezca ser vivida, con estos niveles escandalosos de corrupción.
Por supuesto que encarcelar a los poderosos que robaron, o para ser más precisos, a los funcionarios políticos titulares de la cleptocracia kirchnerista, no es tarea sencilla. Ninguna tarea trascendente lo es, pero hay que hacerlo. Los ladrones deben ir a la cárcel. Los ladrones y los asesinos. De uno y otro sexo. Los señores y las señoras. Vivan donde vivan o se refugien donde se refugien