Lo llamaban Manuel

El personaje fue más importante que el mito, pero a Manuel Rodríguez nosotros lo conocimos antes como leyenda que como mito. Primero fue el poema de Pablo Neruda: “En Til Til lo mataron los asesinos/ su espalda está sangrando por el camino/ por el camino ay sí/ madre no mires/ él que era nuestra risa, nuestra alegría”. Después llegó el sugestivo y sutil poema de Patricio Manns: “Por unas pupilas claras/ que entre muchos sables viera relucir/ y esa risa que escondía no sé qué secretos/ y era para mí/ Cuando altivo se marchó, entre gritos de alguacil/ me nubló un presentimiento al verlo partir”.

Con estas dos canciones no hacen falta historiadores, ni honores públicos ni nombres de calles. No hay manera de competir con él. Su historia es la del héroe: los hombres del pueblo relatan con admiración y asombro sus andanzas, los arrieros y los guasos ponderan su coraje, su generosidad, y las mujeres lo aman. No hay con qué darle.

Los chilenos y los argentinos tenemos mala conciencia con Manuel Rodríguez. El hombre, probablemente fue ejecutado por órdenes de Bernardo de Monteagudo y Bernardo de O’Higgins. Los que lo ultimaron en las cercanías de Til Til no eran sicarios o españoles monárquicos, sino guerreros de la Independencia, patriotas convencidos de que aplicando la ley de fugas contra Manuel prestaban un servicio a la revolución.

Los verdugos son integrantes del Batallón de Cazadores de los Andes, dirigido por el teniente coronel Rudecindo Alvarado. Algunos historiadores sostienen que San Martín estuvo detrás de este crimen. No hay pruebas, como tampoco hay pruebas de que San Martín haya autorizado el fusilamiento de los hermanos Carreras, ejecutados en Mendoza un mes antes. En cualquiera de los casos, cuesta creer que Monteagudo o Alvarado hayan tomado esta decisión sin, por lo menos, el conocimiento de San Martín.

Mitre, por lo pronto, consideraba que Rodríguez era un bandolero y que la ejecución fue necesaria para asegurar el rumbo de la revolución. Es probable que San Martín haya pensado lo mismo, aunque, bueno es recordar, apenas un año antes lo había ascendido a teniente coronel y a miembro de su Estado Mayor. También hay que recordar que cuando lo matan a Manuel, San Martín está en Buenos Aires.

Lo cierto es que Manuel Rodríguez es una figura incómoda para historiadores y políticos. Indisciplinado, politiquero, burlón, intrigante, era imposible someterlo a una autoridad, y ya se sabe que las revoluciones necesitan de una disciplina rígida y severa. Valiente hasta la temeridad, audaz, atrevido, insolente y popular, fue el héroe de la resistencia a la ocupación española y uno de los hombres clave de la campaña sanmartiniana en Chile.

Desde un razonamiento utilitario, podría decirse que el hombre sirvió para hacerle la vida imposible a los españoles, pero después hubo que eliminarlo porque le iba a empezar a hacer la vida imposible a los patriotas. El hombre reunía todas las condiciones para el héroe clásico: cuna distinguida, lucidez intelectual, belleza física y muerte trágica en plena juventud. Mujeriego, jugador, bailarín, camorrero, fanfarrón, generoso, amigo de las ideas avanzadas de su tiempo y dueño del desenfado y el descaro de los elegidos por los dioses.

Su nombre completo era Manuel Javier Rodríguez Erdoiza. Nació en febrero de 1785 en Santiago de Chile. Su madre era doña María Lovato de Erdoiza y Aguirre, emparentada con el poderoso influyente marqués de Montepío. La señora había enviudado muy jovencita y luego se casó con el caballero peruano Carlos Rodríguez de Herrera y Zeballos.

La casa de Manuel estaba ubicada en la esquina de Agustinas y Morande, a pocos metros de la Casa de la Moneda. Al frente se levantaba la casa de los Carrera. El amigo de la infancia de Manuel será José Miguel Carrera. Los dos estudiarán en el mismo colegio, irán a la misma facultad, participarán de la revolución contra los españoles y huirán hacia Mendoza después de la derrota de Rancagua. Los dos serán fusilados, no por españoles, sino por revolucionarios.

La infancia de Manuel y José Miguel fue tumultuosa, callejera, traviesa. Los chicos jugaban en el cerro Santa Lucía, se peleaban con las bandas del barrio La Chimba, correteaban por la Plaza de Armas. Los mismos mocosos revoltosos que escandalizaban a los señores de la Alameda, serán, con los años, los revoltosos que escandalizarán con sus desplantes a los revolucionarios.

Manuel estudia en el Colegio Carolino y en la universidad de San Felipe. En 1807 se recibe de bachiller de leyes, y en 1811 se presenta al doctorado, pero por motivos de conducta no lo dejan rendir. Es que ya para entonces el muchacho era todo un personaje en Santiago. Le gustaban los bailongos, el naipe y las mesas de hombres que toman vino, riñen, pelean y se divierten. Las mujeres aseguran que era muy buen mozo. Y ya se sabe que en estos temas el jurado femenino es infalible. Delgado, esbelto, sus ojos son oscuros y su sonrisa le ilumina el rostro.

En 1811 estalla la revolución y su jefe es el íntimo amigo de Manuel: José Miguel Carrera. En mayo de ese año lo nombran Procurador de Santiago y en setiembre es designado diputado por Talca. Para fines de ese año, José Miguel lo nombra secretario de Guerra, y casi sobre fin de año se incorpora oficialmente al ejército para hacer lo que más le gusta hacer: guerrear y jugarse la vida por la revolución.

Las relaciones con Carrera no siempre son armoniosas. A mediados de 1812, José Miguel lo condena a un año de destierro en la isla Juan Fernández. Incorregible, Manuel ha estado conspirando contra algunos de los colaboradores de Carrera, y la sanción no se hace esperar. Después, el propio Carrera se encargará de que la pena no se cumpla, Y cuando un oficial de su amistad se lo reproche, responderá con una frase célebre: “Un amigo es un amigo”.

Lo cierto es que para 1814 Carrera y Rodríguez ya están reconciliados. Un mes más tarde, el gobierno patriota es derrotado por las tropas españolas en Rancagua, poniéndole punto final a la experiencia de la llamada Patria Vieja. Los jefes chilenos huyen a Mendoza. Allí los espera San Martín, pero también las intrigas del exilio y las duras y despiadadas luchas internas.

San Martín es uno de los primeros en confiar en el genio de Rodríguez. Las instrucciones que les da son precisas: debe ingresar a Chile y valerse de todos los medios para incomodar a los españoles. El objetivo es distraerlos, desmovilizarlos. San Martín también quiere estar informado de lo que ocurre en Chile, sobre la identidad de sus enemigos y la lealtad de sus posibles aliados.

Indios, guasos, bandoleros, contrabandistas, todo servirá para el gran objetivo. El realismo de San Martín está dispuesto a tolerar hasta el delito con tal de ganar la guerra. Y sabe que Rodríguez con carta blanca es capaz de hacer cualquier cosa; incluso, algunas que ese oficial severo y puntilloso que es San Martín, ni se va a querer enterar.

Y aquí empieza la verdadera leyenda de Manuel Rodríguez. Durante más de dos años el hombre será para los españoles el mismísimo Mandinga. Sabotajes, conspiraciones, emboscadas, asaltos a mano armada, todo era útil para la causa. Los realistas saben de la existencia y del peligro que representa ese “petimetre insolente”. El gobernador español, don Francisco Casimiro Marcó del Pont, pone precio a su cabeza, pero el que quiere verlo colgado de una rama es el capitán Vicente San Bruno, comandante del temible regimiento de Talavera.

San Bruno reúne todas las condiciones para ser el enemigo histórico de Rodríguez. Antes de ser militar había sido sacerdote, y era de los curas que dejó la sotana para predicar con más contundencia su credo hispanista. Bajo, gordo, colérico, era un fanático de Dios, el orden y Fernando VII. Sádico y violento, torturaba personalmente a sus prisioneros. San Bruno luego será fusilado y el autor de la orden será San Martín. Pero su humillación más grande no será el paredón, sino las burlas a las que lo sometió Manuel Rodríguez, transformando al terror de la represión realista en un pelele ridículo, torpe y tonto. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos.

Mientras San Martín prepara el Ejército de los Andes, Manuel Rodríguez se transforma en el principal conspirador en territorio chileno ocupado por los realistas. Manuel cabalga en esos meses acompañado por bandidos, revoltosos y patriotas, todos decididos a hacerle la vida imposible a las autoridades españolas. Uno de sus íntimos colaboradores es José Miguel Neira, un célebre asaltante de caminos resuelto a pelear pistola en mano contra los seguidores de Fernando VII.

Manuel no está solo. Los contrabandistas y los arrieros lo ayudan a pasar información a Mendoza. Los chicos y las mujeres hacen lo suyo. Chile comienza a levantarse contra los dominadores. Mientras tanto, la leyenda crece. La gente sencilla, el hombre del pueblo, el roto empobrecido, los mineros explotados, saben que en algún lugar de la sierra o del monte está Manuel Rodríguez con sus hombres. Las mujeres comentan en la feria sus proezas. Se dice que aparece y desaparece como si fuera un fantasma; se dice que anda vestido de cura; se dice que lo vieron disfrazado de oficial español; se dice que está conspirando en Talagante, que lo vieron en Pomaire, que está peleando en Cauquenes y en Chena, que anda por San Rosendo, que emboscó a los españoles en Nacimiento, que escapó de una emboscada, que se refugió en Chirigüe, que cabalga en dirección a Rancagua.

Los hombres en las pulperías festejan sus ocurrencias. Cuando se refieren a él, le dicen Manuel. Pronuncian el nombre con admiración, respeto y cariño. Pasan estas cosas con ciertos líderes populares. A Emiliano Zapata los campesinos le decían “Miliano”; y a Villa, sus Dorados le decían Pancho.

Las historias circulan por todo Chile. En Santiago un mendigo sigue a pie la regia carroza del gobernador Marcó del Pont. El coche llega a la residencia. Los soldados abren la portezuela y el mendigo se acerca a Marcó del Pont, se arrodilla y le pide una moneda; el gobernador está algo apurado pero no vacila en tirarle un doblón al rotoso que sigue arrodillado. Más tarde el rumor va a correr por todo Santiago: el mendigo era Manuel, el hombre más buscado de Chile; todos, hasta los pelucones, se ríen de los españoles burlados por este señorito.

El temible regimiento de Talavera irrumpe en el convento de los dominicos. El superior de la orden los recibe y los hace pasar para que reconozcan el convento, lo revisen y comprueben que allí no se esconden conspiradores. Días después, San Bruno, el jefe de los represores, se entera que ese dominico que tan atentamente los había acompañado por todo el convento, era Manuel.

Una partida dirigida por el propio San Bruno, ingresa a un caserío buscando a los agitadores. En el patio de una casa hay un roto estaqueado. San Bruno pasa al lado de ese hombre y apenas se detiene para darle una patada en las costillas. Después siguen revisando los ranchos. Las tropas no encuentran a nadie y se retiran. Tarde se va a enterar San Bruno de que el roto estaqueado en el patio era Manuel.

En febrero de 1817, Manuel convoca a unos ochenta hombres y les propone tomar la ciudad de Melipilla. Manuel les promete a los hombres que la fortuna que guardan los españoles en sus arcas serán repartidas entre todos. Luego les ordena que junten piedras en bolsas de cuero y las arrastren con las mulas para que los españoles crean que es el estruendo de la artillería. Lo cierto es que con fuego de artificio, bolsas con piedras y gritos, Manuel toma Melipilla acompañado por el bandido Pancho Falcato. San Martín en Cuyo, festeja la victoria, pero una vez más le pide a los informantes que no le den más detalles

Semanas después ocupa la ciudad de San Fernando. También en esa ocasión se juega la vida con la misma indiferencia con que se toma un trago de vino, apuesta en una mesa de juego o corteja a las mujeres que lo miran como si fuera un Dios. Para marzo de 1817 la tarea encomendada a Rodríguez está cumplida. San Martín cruza la cordillera y en la batalla de Chacabuco derrota a las tropas españolas. Manuel es ascendido en el campo de batalla, pero ya se sabe que su relación con Bernardo de O’Higgins es mala.

La batalla de Chacabuco permite la conquista de Santiago, la capital, pero no pone punto final a la guerra contra los españoles. Los realistas controlan Talcahuano y su influencia en el sur es importante porque, entre otras cosas, los indios araucanos pelean a favor de Fernando VII. San Martín cumple su misión militar pero rechaza cargos políticos. El hombre fuerte de la revolución ahora es O’Higgins. Conservador pero valiente, vengativo pero leal, desconfiado pero frontal, será designado director supremo y durante sus funciones actuará como un político aliado a San Martín y al proyecto revolucionario de emancipación americana, Por esas lealtades, O’Higgins será criticado por algunos señorones chilenos, quienes no vacilarán en recordarle su condición de hijo natural para humillarlo.

Para O’Higgins, los enemigos son los españoles, pero también los hermanos Carrera. A los Carrera se les puede reconocer que fueron los protagonistas de lo que se conoce como la “Patria Vieja”, pero ahora O’Higgins controla el poder y no está dispuesto a hacer ninguna concesión. Los historiadores han tratado de reducir a cuestiones de clase y proyectos estratégicos las diferencias entre O’Higgins y los Carrera. Se dice que O’Higgins era pro británico y Carrera pro norteamericano; se dice que uno representaba a los terratenientes, y los otros a la burguesía comercial. Todo esto puede ser cierto, pero hay buenos motivos para suponer que en lo fundamental las diferencias se planteaban por una cuestión del poder.

Por su parte, San Martín ha preferido la alianza con O’Higgins -bien mirado por la burguesía comercial porteña- a un eventual acuerdo con los Carrera, quienes nunca lo reconocieron y en todo momento lo trataron de extranjero. San Martín -se sabe- era un hombre de orden y no simpatizaba con el estilo turbulento de los Carrera; por el contrario, la actitud disciplinada y ordenancista de O’Higgins se correspondía más con sus planes.

¿Era Manuel Rodríguez un incondicional de los Carrera? Manuel era amigo de José Miguel Carrera desde la infancia, pero de allí a considerarlo un incondicional hay una gran distancia, porque por temperamento y convicción Manuel no era incondicional de nadie. El historiador chileno, Luis Vitale, ubica a Manuel como el ala izquierda del carrerismo. Efectivamente, Rodríguez tenía una visión de la democracia mucho más amplia y participativa que O’Higgins y los propios Carrera.

Como se sabe, Manuel será ejecutado por órdenes de O’Higgins y de la Logia Lautaro, pero no sería descabellado suponer que si al poder lo hubieran ejercido los Carrera, Manuel habría corrido parecida suerte. Digamos que expulsados los españoles, Manuel molestaba; las tareas de organización del Estado no lo incluían y hasta podría decirse que el precio a pagar para organizar el Estado era su ejecución.

A fines de 1817 dos malas noticias llegan a Santiago. Talcahuano va a seguir en manos de los españoles, y desde Perú arriba con sus tropas el general Manuel Osorio. La noche del 19 de marzo de 1818 se produce el desastre de Cancha Rayada. Militarmente, Cancha Rayada no fue más que una escaramuza, pero los efectos políticos de esa derrota pudieron haber sido trágicos. Las noticias que llegaban a Santiago eran catastróficas. Los rumores circulantes afirmaban que las tropas criollas habían sido despedazadas, que O’Higgins había muerto en combate y que San Martín huía hacia Mendoza con los restos de un ejército vencido.

En Santiago reinaban el miedo y la traición. Y en esas difíciles circunstancias, cuando todo parecía venirse abajo, se levanta clara y dominante la voz de Manuel: “Aún tenemos patria ciudadanos”. Los historiadores Vitale, Vicuña Mackenna y Raffo de la Reta postulan que sin esa intervención de Rodríguez y sin su liderazgo popular, otro podría haber sido el destino de la revolución. El cancionero popular así lo reconoce: “Yo te venero caudillo/ porque dejaste en la Historia/ la palabra de más gloria/ de un patriota a sus hermanos: / no desmayar camaradas/ aún hay patria ciudadanos”.

Después de Cancha Rayada, la revolución se sostiene gracias al coraje político de Manuel. Es en esas circunstancias que crea el regimiento conocido con el nombre de Húsares de la Muerte. En pocos días, el orden favorable a los patriotas logra imponerse, y cuando San Martín y O‘Higgins llegan a Santiago la situación ya está controlada.

El historiador Vicuña Mackenna escribirá luego: “Rodríguez fue en Santiago antes que en Maipú, lo que había sido en Chile antes de Chacabuco: un precursor. Por eso, sus servicios y su nombre serán bendecidos y su memoria esculpida cuando haya justicia retributiva para todos. Rodríguez fue el Lautaro de la leyenda antigua, cuando puesto en medio de las rotas filas de los suyos, dio el primer grito de embestida y de victoria”.

De todos modos, las rencillas con O’Higgins continúan. A fines de marzo de ese año, O’Higgins ordena la disolución de los Húsares de la Muerte, orden que Manuel no acata. El 5 de abril se libra la batalla de Maipú con el conocido resultado a favor de los patriotas. Curiosamente, Manuel no participa en ella. Tres días después son fusilados en Mendoza Juan José y José Luis Carrera. Se dice que a la orden la dieron O’Higgins y Monteagudo; otros mencionan a Toribio Luzuriaga, gobernador de Mendoza e incondicional de San Martín. A favor de éste, se habla de una carta dirigida a Luzuriaga pidiendo que indulte a los Carrera.

La noticia de los fusilamientos de los Carrera llegan a Chile y Rodríguez pone el grito en el cielo. Los Carrera son sus aliados políticos y sus amigos de la infancia. Amistad y palabra empeñada, son dos valores que Manuel respetará siempre al pie de la letra. Una semana más tarde, el Cabildo de Santiago moviliza a los carreristas contra O’Higgins. Un grupo de capitulares se apersona en la casa del Gobernador para presentarle un petitorio. En esas circunstancias, Rodríguez al frente de sus Húsares ingresa al patio del palacio a los gritos y con despliegue de armas. O’Higgins que sigue siendo el político más poderoso de Chile ordena la detención de Manuel y Gabriel Valdivieso. La orden se cumple y los presos son conducidos al cuartel de San Pablo. Rodríguez se entrega sin prestar resistencia. Para él, lo que está ocurriendo es apenas un juego, un juego en el que va a perder la vida, pero por el momento ignora esas consecuencias.

El drama empieza a encarnarse. Rodríguez en su momento rechaza la oferta de una embajada en los Estados Unidos de Norteamérica. A él no se lo van a sacar de encima así nomás. Lo que ignora es que en ese mismo momento la Logia se ha reunido y con los votos de Monteagudo, Alvarado y Navarro -un español alineado con los patriotas- decreta su pena de muerte. Por supuesto, los logistas saben que esa ejecución deberá hacerse sin juicio previo, porque la popularidad de Manuel haría inviable cualquier posibilidad legal de castigo.

La orden de muerte se la dan en primer lugar al general Gregorio de las Heras, pero el bravo militar se niega a ser el verdugo de Rodríguez. Mientras tanto, en la cárcel, Manuel sigue haciendo de las suyas. Amigo de los soldados y los presos, se las ingenia para mandar cartas incendiarias a sus seguidores. Y se asegura que de noche sale a escondidas y se queda hasta la madrugada en alguna residencia jugando a las cartas o haciendo el amor con alguna niña de la sociedad o bailando en los fandangos que se organizan en los suburbios de Santiago.

El 25 de mayo de 1818 comienza la cuenta regresiva. Los soldados, al mando de Antonio Navarro, lo sacan del cuartel. Dicen que su destino será Valparaíso y de allí al extranjero. La partida sale rumbo a Quillota por la cuesta de La Dormida. “Sólo sé que ausente está/ que lo llevan maniatado/ que clavado a la montura se lo llevan lejos de la capital./ Sólo sé que el viento va jugueteando en sus cabellos/ y que el sol brilla en sus ojos cuando lo conducen camino a Til Til”.

A la altura de San Ignacio, la tropa se detiene en una posta. Don Manuel Benavente se acerca a la partida, saluda a Manuel y se las ingenia para pasarle un papel en el que dice “Huya que le conviene”. Manuel cabalga con las manos atadas adelante; conversa con los soldados y sonríe como si fuera a un paseo o como si presintiera lo que le va a pasar, pero no le importa.

“Dicen que es Manuel su nombre/ y que se lo llevan camino a Til Til/ que el gobernador no quiere ver por la cañada su porte gentil/ dicen que en la guerra fue el mejor, y en la ciudad/ deslumbraba como el rayo de la libertad”. La realidad empieza a confundirse con la leyenda.

En las inmediaciones de Til Til, cerca de lo que se conoce como la Cancha del Gato, Navarro le propone a Manuel llegar al pueblo y quedarse a la noche para disfrutar de un baile. Manuel acepta. Lo demás es historia conocida. Cuando Manuel le da la espalda, Navarro desenfunda y le dispara un tiro que lo hiere en el cuello. Manuel cae herido y conociendo la calaña del personaje le dice: “Navarro, no me mates, toma este anillo y con él serás feliz”. El sargento Pena y el soldado Pedro Agüero lo rematan. Al cadáver lo tiran a la zanja y Navarro prepara un informe en el que dice que Rodríguez intentó asesinarlo y escapar. Los hechos ocurrieron el 25 de mayo de 1818. Manuel Rodríguez tenía treinta y tres años. “Ya no sé si volveré/ a verlo libre y gentil/ sólo sé que sonreía camino a Til Til”.

La noticia de la muerte de Manuel cae como una bomba en Santiago. Nadie cree en la teoría de la fuga y todos los ojos miran a O’Higgins y San Martín. Militares como Guillermo Miller y Samuel Haigh condenan lo sucedido. “Lo asesinaron… ni siquiera fueron capaces de montar un fusilamiento hipócrita…”. En las paredes de Santiago, manos anónimas pintan consignas. Una de ella sobrevivió a los años: “Manuel… fuiste el gran guerrillero/ si en el cielo pasan lista, debes ser el primero”.

Vicuña Mackenna se referirá a él en estos términos: “Rodríguez era la encarnación del pueblo chileno, era el guerrillero de los campos, era el tribuno de la plaza pública, era el ‘roto’ de los ‘rotos’, el huaso de los huasos, el símbolo del Chile democrático. Nadie como él sabía llevar el poncho del jinete, nadie más brioso, más elocuente, más inspirado, cuando de pie sobre las gradas arengaba al pueblo con esa elocuencia moral que se anida en el pecho de los que tienen fe en el pueblo y se asimilan a él en los días de angustia, cuando los grandes señores andan pálidos y abatidos por lo súbito de las catástrofes. Era el símbolo criollo de la revolución, era Chile, era la encarnación genuina de la patria con todas sus grandes pasiones, sus desvíos juveniles, su belleza, su cólera majestuosa, su pujante e invencible voluntad. Si San Martín fue el libertador de Chile, Rodríguez fue su redentor”.

Otro poema se refiere así a su muerte. “¡Soldado! Toma pronto el caballo y ve a Santiago/ busca una casa de teja que queda al otro lado del puente de Cal y Canto/ toca su viejo portón y saldrá a abrirte una moza que tiene los ojos claros./ Te preguntará por él/ dile que lo mataron./ Dile que no le han dado sepultura/ y que camino a Til Til su cuerpo está tirado./ El soldado partió al alba/ llegó al anochecer/ y esta noticia trajo/¡Capitán, mi Capitán!/ llamé al viejo portón / y salió a abrirme la moza que tiene los ojos claros./ Cuando le di la noticia/ sonriéndome desdeñosa/ me dijo que la engañaba/ que aún no estaba en el mundo/ la mano que lo matara./ Pero tú ves que está muerto Manuel Rodríguez, muchacho./ Capitán, aquí está muerto, pero está vivo y guerreando/ allá en esos ojos claros”.

Casi doscientos años pasaron de la tragedia de Til Til, pero la vida y la muerte de Manuel siguen provocando asombro. No es casualidad que los poetas le hayan escrito y cantado poemas y canciones tan hermosas. Era valiente, atrevido, insolente. Los hombres lo respetaban y las mujeres lo amaban. Quisieron borrarlo de la historia pero la leyenda fue más fuerte. La estatua que años después se levantó en memoria de los Carrera lleva la siguiente inscripción: “Agradecidos por sus servicios, compadecidos por sus desgracias”. Seguramente el pueblo chileno podría escribirle a Manuel palabras parecidas.

Por Rogelio Alaniz

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