Algunas consideraciones sobre el terrorismo islámico en Orlando

Si bien el atentado -de presunto signo islámico- perpetrado en la localidad de Orlando mereció la condena mayoritaria de políticos, intelectuales, periodistas y jefes de Estado, no puede decirse lo mismo respecto de la interpretación de lo sucedido, comenzando por el hecho -para algunos más que obvio- que se trata de una masacre cometida en nombre del Islam, una reivindicación que probablemente no haga justicia a las enseñanzas del Corán, dilema que, de todos modos, no se resuelve negando o desconociendo la identidad del terrorista y la de sus jefes espirituales.

Por motivos que muy bien podrían considerarse políticamente correctos, existe un amplio consenso en Occidente -un consenso que incluye desde Obama al Papa, desde Hillary Clinton a Hollande, desde Cameron a Rajoy- en no involucrar la palabra Islam a la hora de condenar los atentados terroristas cometidos, paradójicamente, en nombre del Islam.

Se arguye que quienes asesinan con saña a hombres y mujeres son terroristas “enfermos de odio” que nada tienen que ver con las enseñanzas de Mahoma, un esfuerzo deliberado en desconocer la identidad religiosa de quienes -conviene tener presente- viven y mueren en nombre del Islam. En este sentido, elocuentes testimonios en contrario no parece conmover las certezas de la corrección política de quienes estiman que la prioridad del momento es proteger de las furias de la islamofobia a la inmensa mayoría de musulmanes que nada tendrían que ver con estos siniestros episodios.

Los esfuerzos del presidente Obama por reducir lo sucedido en la discoteca “Pulse” a la acción enferma de un homofóbico o un violento compulsivo con capacidad de adquirir armas de fuego con la complacencia de la Asociación del Rifle, evocan la retórica ampulosa que en su momento empleara el entonces presidente de España, Manuel Aznar, para desconocer que el atentado terrorista cometido en la estación madrileña de Atocha había sido perpetrada por el terrorismo islámico. Como se recordará, el líder del PP atribuyó aquella acción sangrienta a la ETA hasta que los hechos tumbaron su afirmación, episodio que, dicho sea de paso, le costó a su partido perder las elecciones ante un Zapatero que inició con aquel error político de Aznar su exitosa carrera de oportunista consumado.

Sería de desear que las tribulaciones y ambigüedades de Hillary y Obama no abran espacio para que el señor Donald Trump llegue a la Casa Blanca, un acontecimiento que sería lamentable, motivo por el cual los dirigentes políticos sensatos deberían ser más cuidadosos a la hora de hacer declaraciones acerca de acontecimientos que sensibilizan a la opinión pública y que aventureros oportunistas como Trump suelen aprovechar sin detenerse en reparos éticos o escrúpulos republicanos.

Correspondería señalar, al respecto, que el señor Trump, antes que aprovechar con desenfado electoralista una desgracia nacional, debería preguntarse si no tiene una cuota de responsabilidad en lo ocurrido, en la medida que sin ningún reparo o mediación es un militante avanzado de la causa a favor de la venta indiscriminada de armas a los norteamericanos cuyo líder espiritual pareciera ser el señor Charlton Heston. Se trata de una norma de orden constitucional, pero distorsionada en sus alcances, a la que un proyecto de ley promovido por los demócratas intentó limitar, pero que los legisladores republicanos rechazaron, decisión que el señor Mateen aprovechó muy bien la semana pasada para adquirir las armas de guerra con las que cometió la masacre.

Más allá de los previsibles enredos de la política, lo que resulta evidente a medida que avanzan las investigaciones acerca de la tragedia de Orlando, es que el señor Omar Sadiqui Mateen, antes de iniciar su orgía de sangre, llamó por teléfono a un 911 para afirmar su condición de soldado de Isis, y que días antes mantuvo reuniones en la localidad de Fort Pierce con el imán extremista Shafi Rahmán, de cuya mezquita salió hace dos años Moner Muhammad Abusalha, quien se inmoló en un atentado terrorista en Siria.

Desde hacía unos cuantos meses, el FBI investigaba a Mateen, habida cuenta de sus antecedentes y declaraciones a favor de las versiones más radicalizadas del Islam, y de las opiniones de su padre, quien nunca disimuló sus simpatías con los talibanes y que, luego de tomar conocimiento de la masacre cometida por su hijo, no tuvo mejor ocurrencia que declarar que no es necesario matar a los homosexuales, porque de esa tarea seguramente se encargará Dios.

Según la opinión de conocidos y de las desconsoladas declaraciones de su ex esposa, Mateen, además de homofóbico, era un marido golpeador, antecedentes que intentaron esgrimirse para sostener la hipótesis del inadaptado o el lobo solitario, como si se ignorara que la homofobia es uno de los atributos distintivos del radicalismo islámico, y que es entre esos sectores sociales marginales y resentidos donde los jefes integristas reclutan a sus adherentes más leales y audaces.

En los EE.UU. los musulmanes son una comunidad integrada a la Nación, sus jefes religiosos se jactan con buenos motivos de su condición de moderados, y su talante pacífico es tan evidente que hasta un halcón como George Bush se hizo presente en una mezquita pocos días después del atentado terrorista contra las Torres Gemelas. Es que así demostraba a una opinión pública sensibilizada y dolorida que los musulmanes no eran los enemigos, sino aquellos que en nombre de Alá se dedicaban a asesinar sin reparos ni contemplaciones.

Admitiendo que la lucha contra el terrorismo es una preocupación real de todos los hombres de buena voluntad, habría que preguntarse si el recurso más eficaz e inteligente es condenar a los extremistas, pero preservando a la comunidad musulmana de los arrebatos islamofóbicos, precaución a la que habría que incluir, en el caso de las iglesias cristianas, el peligro real de iniciar una guerra religiosa de imprevisibles y nefastas consecuencias. O, por el contrario, lo que se debe hacer es denunciar, no a la religión musulmana en general, sino a quienes en nombre del Islam -religión en la que hay que admitir que los extremistas creen sinceramente- militan en una estrategia orientada a conquistar el mundo con las enseñanzas del Profeta.

Puede que sea un recurso válido ocultar en nombre de la prudencia o la corrección política aquello que a los ojos del más inocente observador resulta evidente, es decir, la identidad religiosa de los criminales, aunque habría que preguntarse hasta dónde se puede sostener una ficción, o hasta dónde es válido desconocer que, por razones históricas, en el Islam sobrevive una corriente fundamentalista que ha adquirido particular beligerancia en los últimos años. Son datos de la realidad que no necesariamente impugnan a una religión, motivo por el cual no se termina de entender por qué los líderes de Occidente se niegan a admitir lo obvio.

Como era de prever, el atentado de Orlando, el asesinato a mansalva de alrededor de cincuenta personas dio lugar a que los empecinados enemigos de los EE.UU., a derecha e izquierda, arribaran a la inmediata conclusión de que esa nación es la responsable de lo sucedido, valiéndose para ello de la remanida argumentación acerca de la sociedad enferma, violenta y cómplice de los peores operativos criminales que se cometen en el mundo.

No deja de sorprender que Estados Unidos, además de padecer una tragedia, sea considerado al mismo tiempo el responsable de sus propias desgracias, una afirmación que, de todos modos, no debería llamar demasiado la atención, en la medida que para sus tenaces críticos, el enemigo de los pueblos, el principal terrorista que amenaza la paz mundial, no son los integristas islámicos, sino los señores de la Casa Blanca, el Departamento de Estado y el Pentágono.

Que a estos argumentos Hitler, Stalin o Mussolini los hubieran firmado sin vacilar, no parece afectar las certezas de cierta izquierda decidida a consentir las atrocidades del fundamentalismo islámico, su barbarie impiadosa y sus visiones oscurantistas de la realidad, en nombre de la guerra contra el imperialismo yanqui, considerado el enemigo de la humanidad, afirmación que seguramente al primero que hubiera sorprendido hubiese sido a un señor llamado Carlos Marx. Es que sus nociones sobre modernidad, progreso y vanguardia están en las antípodas de esta visión anacrónica y decadente de una izquierda que, en nombre de una revolución alienada, se ha internado, sin retorno, en los senderos de la oscuridad y la pesadilla.

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