La escena un tanto grotesca, un tanto siniestra, de un ex secretario de Estado del régimen kirchnerista, pretendiendo saltar los muros de un convento para enterrar bolsas que contenían dólares, euros, yenes, relojes, bijouterie y armas largas, parece actualizar algunas reflexiones de Jacobo Timermann acerca del comportamiento de ciertos peronistas, quienes luego de hacer un negocio turbio de un millón de dólares, también se roban el cenicero que reposa en el escritorio de su confiado socio.
Las ocurrencias de quien fuera el padre del atrabiliario canciller del régimen K, no son más que débiles pinceladas de escenarios que la realidad se encargó de mostrar mucho más truculentas que las inocentes picardías de malandrines más ávidos de dinero sucio que de honores.
El momento en el que las cámaras registran cuando el señor Néstor Kirchner se abalanza como poseído por una fuerza invisible hacia una caja fuerte, para luego abrazarla y exclamar, como en un estado de ensoñación y gracia, la palabra “éxtasis”, revela mejor que cualquier sesuda reflexión política la genuina pulsión del hijo y el nieto del usurero.
Los esfuerzos desplegados por los cortesanos del régimen K para atribuir al azar o a la anécdota lo sucedido con el señor José López, no alcanzan a disimular el hecho cierto de que el kirchnerismo no fue un relato, sino un cuento; no fue un proyecto que apuntaba a un futuro mejor, sino un saqueo en tiempo presente; y no fue un gobierno, sino una asociación ilícita cuyos jefes y secuaces tienen domicilio e infinitas posesiones en la hoy devastada provincia de Santa Cruz.
Los despliegues de retórica a los que acuden los atribulados K con el objetivo de comparar lo que es una monstruosa máquina de robar con las presuntas cuentas de Macri en Panamá, no hacen más que poner en evidencia el naufragio moral y la indigencia política de quienes en algún momento tuvieron la osadía de presentarse como abanderados de causas justas.
Las declaraciones de Hebe de Bonafini acerca del presunto carácter de infiltrado de López en las filas de la gesta emancipadora, además de resucitar una teoría conspirativa que en su momento instalaran las Tres A para asesinar a mansalva, confirma los grados de abyección ética en la que se ha hundido una mujer que entregó honor, historia y decencia en el altar de la causa K.
Más allá de su lenguaje escatológico y de los arrebatos propios de una mujer enajenada, Bonafini no sólo debe dar explicaciones por los dineros públicos que despilfarró en Sueños Compartidos y la Universidad de las Madres, sino que deberá rendir cuentas ante el tribunal de la historia por haber transformado a una institución honorable en una cueva de ladrones y energúmenos. Ninguna alfombra tendida por el compañero Papa en Santa Marta la liberará de esas responsabilidades.
Que Bonafini y D’Elía sean los escuderos de la millonaria del Calafate, revela hasta dónde la dialéctica interna de los procesos políticos en algún momento producen una suerte de equivalencia entre defendidos y defensores. La naturaleza grotesca de los personajes se corresponde con el carácter crapuloso de la gavilla pendenciera y corrupta que gobernó al país durante doce años. Y con la claque de cortesanos, malandarines y bufones que la acompañó con fidelidad mafiosa y lealtad de turba.
Tal vez la otra novedad que provocó el escándalo del convento, fue esa suerte de estampida de representantes de la farándula K, quienes gracias a las proezas acrobáticas de López descubrieron que el kirchnerismo es corrupto. Su asombro y consternación me recuerdan a aquellos acongojados ciudadanos de los años ochenta que, de un día para el otro, se enteraron que los militares secuestraban, asesinaban y robaban.
Entonces se explicó que lo sucedido entre 1976 y 1983 no fueron excesos sino la consecuencia de un plan sistemático de exterminio. Pues bien, atendiendo a que son los K los que con frecuencia hacen comparaciones con la dictadura militar, muy bien podría postularse que en los doce años kirchneristas la corrupción no fue un exceso, sino la consecuencia de un plan sistemático de saqueo. Sin desconocer la sinceridad con que algunos asumieron la causa K como sinónimo de liberación nacional y social, me voy a permitir manifestar mi escepticismo acerca de la honestidad intelectual de quienes disponían de todos los elementos para advertir el saqueo que se estaba cometiendo, saqueo en el que en más de un caso ellos fueron socios menores, además de compulsivos consumidores de las limosnas reales brindadas a cambio de silencio y complicidad.
Así y todo, con todas las pruebas a la vista, persiste una minoría intensa y ruidosa que se las ingenia para creer que todas las desgracias que les llueven desde el cielo están programadas por el infatigable Magnetto, con lo que, una vez más, se demuestra que los errores políticos se pueden corregir, pero la alienación política, el fanatismo y la estupidez suelen ser indestructibles.
Una vez más, la realidad se empeña en demostrar que es más fantástica que las especulaciones más extravagantes que seamos capaces de urdir. Ni en las fantasías del opositor más contumaz al kirchnerismo hubiera tenido lugar un escenario nocturno en los arrabales bonaerenses, un convento de monjas transformado en una suerte de aguantadero y la figura sombría de un empinado funcionario K trajinando con una de las tantas bolsas que el saqueo compulsivo de doce años permitió reunir en una escala ilimitada.
La imagen esperpéntica de López lloriqueando, pidiendo cocaína a los gritos, intentado golpearse la cabeza contra la pared, simulando amnesias que no le impidieron recordar el teléfono de su abogado y su esposa, es una pintura elocuente y aleccionadora de la épica K, sintetizada en este caso en el hombre que estuvo en la mesa chica del kirchnerismo desde las primeras andanzas en Río Gallegos hace un cuarto de siglo.
Que el régimen K fue una formidable y despiadada maquinaria montada para saquear los recursos nacionales, es un dato que se impone por el propio peso de los hechos y que ningún relato elaborado por los ampulosos espadachines del pensamiento nacional puede atenuar. No se trata de un ocasional funcionario corrupto, vicios y faltas que ni siquiera en el Paraíso están ausentes; en el caso que nos ocupa, los argentinos debemos admitir que hemos sido víctimas de un orden cleptocrático cuyo objetivo central fue transferir recursos públicos a cuentas privadas.
Lo escandaloso en este caso no es tanto que López, Báez, Jaime o De Vido sean corruptos, lo escandaloso y patético es que la realidad se empecina en demostrar que los jefes de la gavilla fueron los mismos que ejercieron las más altas investiduras estatales. No hay antecedentes en la historia argentina de un dispositivo de poder en el que la acumulación de riquezas extraída de los recursos públicos haya estado organizada con tanto esmero desde la cima del poder hasta la última dependencia.
En un reciente artículo publicado en un diario de Buenos Aires, el historiador Jorge Ossona explicaba cómo en las villas del conurbano, las cooperativas K eran instrumentos manipulados por punteros y caudillos oficialistas para controlar a los pobres, reproducir el modelo de poder y, de paso, quedarse con la porción más gruesa de los recursos supuestamente destinados para atender las necesidades de los más humildes.
El modelo cleptocrático en su apogeo. El régimen de acumulación fundado en el robo, extendido desde arriba hacia abajo, colonizando al Estado y corrompiendo todo lo que tocaba. Él y Ella lo hicieron posible, aunque hay que admitir que contaron con colaboradores abnegados y creativos.
Es hora de interrogarnos qué nos pasó a los argentinos -incluso a quienes fuimos opositores al régimen- para sucumbir en manos de una banda de fascinerosos. Es la tarea que nos aguarda, porque algo anda mal en un país cuando se deja seducir o violar reiteradas veces por la misma satrapía. No se equivocaba Carlos Marx cuando -sin eludir los prejuicios morales de su tiempo- sostenía que ni a una mujer ni a una nación se le perdona el instante de debilidad en que sucumbió a los encantos de un aventurero.