Aquel golpe de Estado de 1966

Uno de los grandes riesgos que acechan las evocaciones históricas es la tentación de obtener rápidas moralejas supuestamente aleccionadoras para el tiempo presente pero que, incluso con las mejores intenciones, no alcanzan a disimular la intención de valerse del pasado para justificar los comportamientos políticos del presente. Los cincuenta años del derrocamiento del entonces presidente Arturo Illia no son una excepción, pero los riesgos que se presentan no impiden la evaluación histórica de un acontecimiento que aún hoy sigue siendo motivo de polémicas legítimas que, por acción u omisión, ponen en evidencia los límites y alcances de nuestra mirada de los acontecimientos históricos.

Es casi un lugar común sostener que la Argentina de 2016 tiene poco y nada que ver con la de 1966, pero así como la historia como disciplina se propone estudiar lo que cambia, también estudia lo que permanece y es precisamente en esa tensión, que por comodidad podríamos denominar dialéctica, donde se juega el saber histórico. Desde esa perspectiva es que en principio no deja de ser sugestivo que la figura histórica de Illia sea recuperada para esta fecha justamente cuando la Argentina contemporánea se pregunta si es posible compatibilizar la política con la decencia y los valores, un dilema que la figura del dirigente radical resuelve positivamente y en esta resolución no importa demasiado que su actuación pública haya ocurrido hace medio siglo.

A la hora de repasar lo sucedido en los años del gobierno radical, y atendiendo a la feroz oposición que padeció desde los lugares más antagónicos, más que lamentarse por una gestión que duró menos de tres años, habría que preguntarse cómo pudo -en condiciones tan adversas- durar tanto, sobre todo cuando su derrocamiento ya estaba decidido incluso antes de que asumiera el poder. Los golpes de Estado en la Argentina siempre han sido acontecimientos deplorables, violación del Estado de derecho, ajustes de cuentas de los más poderosos contra los más débiles, pero sería un error no distinguir las diferencias.

Hecha esta salvedad, puede postularse que a diferencia de otros pronunciamientos militares, lo sucedido en 1966 se produjo en un contexto respecto del cual el propio Mariano Grondona admitió que todos los índices -económicos, sociales y culturales- daban señales evidentes de crecimiento. Tan evidentes le parecían a Grondona esos datos, que no tuvo reparos en sostener que las motivaciones golpistas eran de carácter “espiritual”. En su óptica, se trataba de preservar las esencias nacionales, el fatídico ser nacional amenazado por la conjura del liberalismo y la democracia.

No deja de ser irónico que la imputación acerca de un Illia poco moderno, anacrónico y reacio a los cambios haya sido contrastada con el general Onganía, considerado por un amplio abanico de la opinión pública como el hombre llamado a transformar a la Argentina en la misma escala que De Gaulle transformó a Francia. También en este tema, la historia ha dado su veredicto, al punto que en la actualidad existe un amplio consenso respecto de las calamidades de la gestión de la denominada Revolución Argentina y de esa suerte de nulidad intelectual y fiasco político que fue el señor considerado por empresarios, sindicalistas e incluso políticos oportunistas y acomodaticios, algo así como el hombre del destino.

De los extravíos de un tiempo histórico, no dejan de ser aleccionadoras las palabras que un Illia rodeado de militares y policías, en su despacho, les lanzaba a los golpistas por su accionar autoritario, palabras que incluyeron algo así como una profecía en la que anunciaba las desgracias que nos aguardaban en un futuro no tan lejano y anticipaba las tragedias a las que nos precipitábamos.

Sin exageraciones, podría decirse que nunca un pronóstico político se cumplió con tanta certeza: “Estoy seguro de que su conciencia les reprochará lo que están haciendo. Muchos de ustedes se van a avergonzar de haber obedecido a estos hombres indignos… Algún día tendrán que contarles a sus hijos este evento y les dará vergüenza…”. Seguramente el general Julio Alsogaray o el coronel Perlinger no prestaron atención a las palabras de un “viejito” que se empecinaba en aferrarse a su cargo, pero posiblemente el empinado general las tuvo presente cuando fue informado de que su hijo, incorporado a la guerrilla, había sido ultimado por sus camaradas de armas. Y no necesitamos forzar demasiado la imaginación para suponer que un instante antes de ser ultimado por pistoleros fanatizados, los señores Vandor y Alonso hayan tenido presente que esos riesgos no existían en los tiempos del “gorila radical”, cuando tenían luz verde para lanzar todos los planes de lucha que se les ocurría sin pagar por ello los riesgos del Estado de sitio, el Plan Conintes o la cárcel. Melancólicas, resignadas, pero aleccionadoras sonaron años después las palabras de Perlinger arrepintiéndose por lo hecho y pidiéndole disculpas al presidente, palabras que no impidieron de todos modos su decisión de sumarse a las filas del Ejército Guerrillero del Pueblo, con lo que se confirma que una disculpa no siempre incluye sabiduría política práctica.

La mirada histórica no deja de sorprenderse ante la facilidad con la que ciertos lugares comunes hábilmente manipulados se instalan en el imaginario de la sociedad y adquieren el tono de verdades solemnes que las almas simples consumen con deleite. El hombre que llegó a la presidencia en 1963 y que fue caricaturizado como un viejito vacilante, improvisado e incompetente, era en realidad un político avezado, con más de cuarenta años de actividad pública y que al momento de ser elegido presidente de la Nación se había desempeñado como legislador y ministro, a lo que sumaba la elección a gobernador de Córdoba en 1962 razón -dicho sea de paso- que Balbín tuvo presente a la hora de dar un paso al costado en su candidatura presidencial.

Al llamado viejito anacrónico, cronistas de Córdoba lo calificaban como el “Maquiavelo de Cruz del Eje” y muchos de sus correligionarios reconocían sus habilidades de “tejedor” de alianzas y acuerdos, reconocimientos que probablemente tengan su cuota de exageración, pero que de todos modos demuestran que el hombre que llegó a la Casa Rosada disponía de conocimientos y experiencia de los que carecían sus críticos entorchados. El político supuestamente indeciso, representado como una tortuga o un impávido médico cordobés dedicado a darle de comer a las palomas, promovió en los primeros meses de su presidencia medidas tales como el salario mínimo vital y móvil, la ley de medicamentos, un proyecto de ley de asociaciones profesionales, la declaración de la ONU a favor de nuestros derechos por Malvinas e, incluso, la derogación por decreto de los contratos petroleros, decisión prometida en la campaña electoral y que, más allá de sus consecuencias y posteriores evaluaciones, en su momento contó con el aval de todos los partidos opositores, incluida la UCRI liderada por Oscar Alende.

Gobernar en la Argentina de la primera mitad de los años sesenta no era precisamente una tarea saludable, habida cuenta de los condicionantes que imponían las fuerzas armadas, las medidas proscriptivas -impulsadas sin miramientos- y la aceleración de las turbulencias de la Guerra Fría. En ese contexto, y sin negar sus propias responsabilidades, la gestión de la UCR se propuso el desafío de marchar gradualmente desde una democracia proscriptiva a una democracia abierta, objetivo que no pudo cumplir por la sencilla y deplorable razón de que sindicatos, empresarios y militares no ponían en discusión el carácter más o menos proscriptivo o más o menos abierto de la democracia, sino directamente los fundamentos mismos de la democracia. Y no se debe olvidar al respecto, que en su momento fue un pensamiento mayoritario, aunque al precio de precipitarnos a la tragedia que Illia había profetizado con las desgarradoras palabras que pronunciara en su despacho presidencial frente a hombres armados hasta los dientes y dueños de certezas mesiánicas promotoras de sucesivos baños de sangre.

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