Los dos mártires destacados de la literatura argentina del siglo XIX son el joven unitario sacrificado en el matadero por los degolladores de vacas según el excelente relato de Esteban Echeverría y Francisco Narciso de Laprida, asesinado por las montoneras del fraile Aldao, tal como lo menciona Borges en su «Poema conjetural», publicado -oh casualidad- la primera semana de julio de 1943 en las páginas de LA NACION.
La literatura en ambos casos narra el desenlace trágico que supone la contradicción insalvable entre civilización y barbarie. El «Poema conjetural» de Borges «conjetura» sobre el cierre de un ciclo existencial, el de la vida de Laprida, iniciado aquella mañana del 9 de julio de 1816 y que concluye en los arrabales de Mendoza, una agobiante tarde de septiembre de 1829. Para esos mismos años, otro joven huye desde la ciudad de San Juan «estropeado, lleno de cardenales, puntazos y golpes recibidos el día anterior en una de esas bacanales sangrientas de soldadesca y mazorqueros», y, en los baños de El Zonda, escribirá en francés una de las frases más celebres de nuestra tradición histórica: «Bárbaros, las ideas no se matan».
La literatura, más que la historia, se complace en registrar ciertas «casualidades» sugestivas. Sarmiento escapa perseguido por lo que no vacila en calificar como barbarie; el joven del matadero es asesinado en el sur de la ciudad de Buenos Aires; Laprida huye hacia el Sur por arrabales últimos; el Sur? ese sitio que para Borges anticipa todas las tragedias posibles. En el «Poema conjetural», el monólogo dramático de un Laprida que reflexiona en primera persona menciona a «estas crueles provincias», las mismas Provincias Unidas del Sur a las que su voz declaró la independencia aquella apacible y jubilosa mañana de julio de 1816.
Sarmiento entonces tenía apenas cinco años, pero trece años después sería el testigo de los momentos previos a la muerte de Laprida, tal como lo relata en Recuerdos de provincia, cuando menciona el momento en que éste le pide que huya en otra dirección: «Laprida [?] el ilustre Laprida [?] fui yo el último, de los que sabían estimar sus méritos, que oyó aquella voz próxima a enmudecer para siempre».
Para nosotros, la imagen de Laprida será la que nos dejaron los pintores Henri Stein y Antonio González Moreno. Imborrables las líneas severas de su rostro, la frente despejada, los bigotes enormes y la expresión de un hombre que sabe que en ese instante es el protagonista de un hecho que las futuras generaciones recordarán con veneración. Ese martes de julio de hace 200 años, en la residencia cedida por doña Francisca Bazán de Laguna, Laprida es el hombre que preside el Congreso que habrá de declarar la independencia, la decisión más audaz de una revolución que está atravesando uno de sus momentos más difíciles.
Seguramente, las gestiones de fray Justo Santa María de Oro -pariente de Sarmiento por la línea de los Albarracín- permitieron que el hombre más joven del Congreso presidiera la sesiones en ese mes decisivo. Laprida tenía entonces 29 años, era soltero pero ya mantenía amoríos con su prima, con quien se casaría dos años después con un permiso especial de la Iglesia Católica.
¿Presiente su destino? Imposible arriesgar una respuesta, pero sí podemos permitirnos presentir que los hombres que firmaron la Declaración de la Independencia eran conscientes de que el horizonte de la guerra podía ser uno de los destinos posibles: la guerra con Portugal, la guerra con las tropas realistas y la guerra con las provincias del Litoral.
Laprida, que al decir de Borges estudió las leyes y los cánones y anheló ser otro, un hombre de sentencias, de libros y de dictámenes, presiente que no podrá eludir la acechanza real de las guerras civiles, su destino sudamericano. Diputado por la Constitución de 1819, diputado por San Juan en el Congreso de 1824, ministro de Salvador María del Carril, en algún momento gobernador, ninguna de esas responsabilidades le impedirá asistir a la encrucijada que le ha tendido la historia, la cita en la que lo aguarda «el íntimo cuchillo en la garganta».