El lunes pasado murió en nuestra ciudad un hombre honrado, generoso y bueno. Se llamaba Alfredo Nogueras, pero sus amigos le decíamos «Pichón». La noticia de su muerte nos tomó de sorpresa, tal vez porque la muerte es siempre una novedad escandalosa o una violencia indebida.
Los teólogos podrán enojarse, pero la muerte, toda muerte, interrumpe la vida. De pronto ese rostro, esa sonrisa, esa voz, esos gestos inconfundibles, esa manera singular de entender el mundo, desaparecen. De pronto lo que era presencia se transforma en ausencia y esa persona que compartía cotidianamente nuestras vidas no estará más a nuestro lado. Sobrevivirán los recuerdos, las historias comunes, algunas imágenes imborrables, pero ya no será lo mismo.
Cuesta y duele decirlo, pero la muerte es el punto final. Algunos creen en la casa del Padre o en la vida eterna. No es mi caso, y por lo tanto ni siquiera ese consuelo me queda. Pero Pichón era creyente y seguramente le hubiera gustado que yo lo sea. A mí también me hubiera gustado y hasta me gustaría que sea cierto que los amigos muertos continúan la aventura de la vida en la eternidad.
La muerte de un amigo deja una historia inconclusa. La sensación de que alguien faltó a una despedida, que una charla quedó incompleta o que la última palabra, tal vez la más importante, quedó sin decir, puede confundirse con la angustia o simplemente con la pena.
Alguien muere y lo primero que tratamos de recordar es el último momento que estuvimos con él. Fue en un bar, en una casa, en una esquina cualquiera. Se dijeron las palabra de siempre y cuando nos separamos los dos estábamos metidos de lleno en la vida. Ahora sospechamos que allí hubo una despedida que ignorábamos, que allí quedó flotando un misterio que nunca podremos dilucidar.
Pichón se murió de golpe, sin avisar y sin hacer demasiados alardes. El era así: discreto, cuidadoso, prudente, delicado. Murió leal a sus convicciones y a su fe. Murió convencido de que era posible creer en una sociedad más libre y de que no hay oficio político ajeno al honor y la decencia.
En tiempos en que la política se hinca de rodillas en el templo árido y descarnado del pragmatismo y en épocas en que el oficio político se confunde con la picaresca o algo peor, Pichón nos decía con su ejemplo diario que la política debía ser el oficio de la sensibilidad y la inteligencia y que un político es ante todo un hombre decente y solidario.
Recuerdo que para muchos estudiantes de los años sesenta, Alfredo Nogueras era el nombre del abogado que había que dar cuando eran detenidos por la policía de la dictadura militar de turno. Defendió a los presos políticos sin pedir nombres ni señas y, por supuesto, sin cobrar honorarios. Por ser leal a los impulsos de su corazón y a los mandatos de su inteligencia comprometió su vida y arriesgó su seguridad y, tal vez, la de su familia.
El hombre público no traicionaba al hombre privado. A esa verdad Pichón la había conocido leyendo las verdades modestas del Evangelio. Fue un hombre de fe, pero compartía su verdad con todos sus hermanos. Alejado de la soberbia y el fanatismo, la fe en Pichón era un signo de esperanza y de apertura, un acto concreto de amor al prójimo, una señal a favor de la condición humana y un compromiso que involucraba a toda su existencia.
La salud de su alma se expresaba en su bonhomía y en su particular sentido del humor. Conversar con Pichón era un placer y una alegría renovada. Su humor era sano, acogedor, generoso. Ni agresivo ni hiriente, Pichón fue una de las personas más respetuosas del prójimo que he conocido. Sus chistes, su memoria prodigiosa para recordar anécdotas o episodios graciosos, son otras de las cosas que nos van a faltar.
Con Pichón se podía hablar de política, de historia, de literatura, de música (sus conocimientos eran asombrosos), de religión. Era un hombre culto, pero sobre todo era un hombre sabio. Su saber no era libresco ni pedante; su saber estaba conectado a la vida, a las alegrías y a los sufrimientos de los hombres. Su cultura no la disfrutaba como un privilegio, sino como un don que se podía y se debía compartir.
Ahora que no lo tenemos, ahora que se fue «para el silencio», ahora que está empezando a ser un recuerdo, tal vez sea posible que esta ciudad y esta Argentina, a quien él quiso tanto, lo recuerden y lo valoren como se merece. No se trata ni de nombres de calles ni de plazas, ni de homenajes formales que no sirven para nada, se trata de algo más profundo y más difícil.
Pichón creía en este país, creía en su gente y se enorgullecía de nuestra historia. Por formación y por elección de vida era de los que había decidido comprometerse con su tiempo y por temperamento estaba convencido de que no era posible una sociedad más justa si antes los hombres no cambiaban su corazón. Discutimos mucho este punto, pero más allá de mis dudas, debo admitir que el ejemplo más trascendente de Pichón fue su propia vida, su conducta diaria, su sonrisa sana, su humor chestertoniano y su magnífica bondad.
Jorge Luis Borges decía que el mundo se salva todos los días gracias a la labor invisible y silenciosa de hombres anónimos que con sus pequeños actos de todos los días hacen que las sociedades sean más justas. Ninguno de ellos es famoso, ni rico, ni poderoso, pero lo mejor de este mundo se lo debemos a ellos.
Los que no lo conocieron o conociéndolo no lo valoraron es bueno que ahora sepan que Santa Fe ha perdido a un hombre justo, a un hombre que sin ostentaciones ni vanidades pasó por esta vida alentando esperanzas, preocupado por el dolor del otro y esforzándose por ser digno y estar a la altura de sus más íntimas creencias.