Sin exageraciones podría decirse que fue uno de los cantores más queridos del universo tanguero y en algún momento, uno de los más populares. Se dice que a los cantores se los respeta, se los admira o se los quiere. Angel Vargas pertenece al grupo de cantores queribles. “Una voz suave y querendona” dirá un crítico. “Una hilacha íntima, un silbido apenas confesado”, dirá otro. Horacio Ferrer admitirá que “debe ser muy difícil cantar tan sencillo como él”.
Sus tangos evocan el universo sensible de los mayores, el tiempo que se fue, la nostalgia por un pasado irrepetible. Un conocido crítico decía que Vargas le recordaba a un tío solterón que vivía en su casa y todas las noches se ponía el traje y salía a tomar un café con los amigos o a visitar alguna novia del barrio. Otro, confesaba que su fantasía era cantar tangos de “Angelito” mientras se afeitaba. Testimonios de este tipo abundan porque la voz de Vargas trabaja en una zona íntima del tanguero. Es una voz pequeña, correctamente afinada, con esa intuición indispensable para colocar el acento en la sílaba que corresponde.
Muchos lo han comparado con Francisco Fiorentino, pero no creo que la comparación sea posible, más allá de ciertas características vocales parecidas y sin menoscabo de la calidad musical del cantor de Troilo. Si lo que importa en un creador es, además de las cuestiones técnicas, la capacidad para crear un universo propio, está claro que el universo de Fiorentino, es diferente, muy diferente al de Vargas.
Angel Vargas será el arquetipo del cantor de orquesta de los años cuarenta, de esas orquestas que convocaban multitudes en los bailes de fin de año y de carnaval. O que se lucían en los clubes de barrio los sábados a la noche y que durante la semana los muchachos y las chicas mientras trabajaban silbaban o tarareaban en voz baja. Vargas conocía como nadie ese mundo mítico de esquinas rosadas, de farolitos donde el malevo se pelea con su soledad, de pibas en flor caminado hacia alguna parte, de arrabales con casitas de techos bajos y patios con glicinas, de callejones de tierra recorridos por chatas ruidosas y de noches iluminadas por la luna apacible y discreta.
Dos grandes aciertos están presentes en la carrera artística de Vargas: su relación con la orquesta de Angel D’Agostino y la selección de un repertorio singular, inconfundible. Con D’Agostino estuvo entre 1932 y 1935 y después entre 1940 y 1946. No era una orquesta que estuviera a la altura de la de Aníbal Troilo, Carlos Di Sarli u Osvaldo Pugliese. O que alcanzara la popularidad de la de D’Arienzo o la de Tanturi cuando Alberto Castillo era su cantor estrella, pero fue una orquesta respetada y en algún momento de gran popularidad y estima.
D’Agostino supo definir un estilo propio que la presencia de un cantor como Angel Vargas reforzó y perfeccionó en toda la línea. Si la preocupación de los directores de orquesta de aquellos años era que el cantor no eclipsara a los músicos, con Vargas esa inquietud fue resuelta a la perfección, porque entre sus dones siempre estuvo esa suerte de discreción, de delicadeza, que permitía que la orquesta nunca pasara a un segundo plano o desdibujara al cantor. Ese equilibrio entre el cantor y la orquesta fue otra de sus grandes virtudes.
Vargas y D’Agostino, los “dos ángeles” como se decía entonces, se separaron en 1946 y podría decirse que a partir de ese divorcio ninguno volvió a ser el mismo, una afirmación un tanto controvertida porque en el caso de Angel Vargas, la orquesta que él creó contó con la participación de directores de excelente nivel como fueron Armando Lacava, Edelmiro D’Amario, Eduardo del Piano, Luis Stazo y José Libertella.
De todos modos, con D’Agostino grabó noventa y cuatro temas y con los diferentes directores que lo acompañaron luego grabó ochenta y seis, lo que suma un repertorio de alrededor de ciento setenta temas, la mayoría de ellos incorporados definitivamente a la historia del tango. De todos modos, está claro que el estilo, el repertorio y el momento donde el cantor define su personalidad es en los años con D’Agostino. Antes del encuentro con el célebre pianista, Vargas había trajinado por diferentes orquestas en bodegones, comedores populares, locales nocturnos, salas de cine y fiestas bailables. ¿Quiénes fueron sus influencias? Todos coinciden en señalar que sus guías fueron Ignacio Corsini, tal vez Agustín Magaldi, pero sobre todo, Santiago Devin, el inolvidable cantor de las orquestas de Cobián, De Caro y Di Sarli y uno de los animadores de ese popularísimo trío de los años treinta que dirigió Antonio Sureda. ¿Cuándo definió su estilo? No lo sabemos con precisión, pero hay una grabación disponible desde febrero de1938 con la orquesta Típica Víctor dirigida por Federico Scorticatti, con quien interpreta el tema de Leopoldo Torres Ríos, “Adiós Buenos Aires”, donde puede apreciarse que allí todo lo que Vargas es capaz de hacer y de crear ya está presente.
Angel Vargas, en realidad José Antonio Lomío, nació en el barrio porteño de Parque Patricios el 22 de octubre de 1904 y murió el 7 de julio de 1959. Se sabe que desde niño se inclinó hacia el canto y que su oficio fue el de tornero, y trabajó algunos años en el frigorífico La Negra. Como todos los cantores populares, antes de ser famoso fue pobre y debió alternar el canto con trabajos modestos que le permitían sobrevivir a duras penas. A él y su familia, porque se casó muy joven y de esa relación nació su primer hijo: Rodolfo Salomón Lomío. Años después se casará con la mujer que lo acompañará hasta el último día: Ana María Salomón, con la que tendrá tres hijos: Ana María, José Angel y Julio Mario.
Antes de ser Angel Vargas -apellido artístico que adoptará definitivamente en 1927, -otros dicen que en 1932- en homenaje al escritor Vargas Vila- fue conocido como Carlos Vargas. Sus inicios profesionales fueron con la orquesta de Lando-Mattino. El debut se produjo en el Café Marzotto de calle Corrientes al 1124. Después estuvo con la orquesta de Augusto Pedro Berto y la de Armando Cusani. Entonces cantaba por la comida y a veces por algo menos que eso. En uno de esos bailes de carnaval de los años treinta conoce a D’Agostino, iniciándose así esta relación artística que en su primera parte durará tres años -Vargas se va con el autor de “9 de Julio”, el maestro José Luis Padula- y en la segunda seis años, con una breve separación en 1943 cuando lo acompaña en una temporada al maestro Alfredo Ataddía.
Vargas murió relativamente joven y en el mejor momento de su carrera profesional. Una operación a los pulmones, que según los médicos había sido superada sin problemas, le generó luego una complicación fatal. Durante unos años su perfil estuvo algo desdibujado, pero desde mediados de los sesenta, y a medida que se fueron divulgando sus grabaciones, se constituyó en uno de los grandes ídolos del tango, prestigio que mantiene hasta la fecha al punto que para más de un tanguero la Santísima Trinidad que acompaña a Gardel esta integrada por Goyeneche, Rivero y Vargas.
A más de medio siglo de su muerte, sus tangos se siguen escuchando con la misma devoción que dominó a los tangueros de la década del cuarenta. En sus tangos, en la resonancia de su voz, hay momentos alegres y tristes, pero no hay tragedias. A Angelito Vargas se lo puede escuchar con una sonrisa o con una lágrima, pero esa voz suave, confidente, delicada e íntima no deja lugar a la angustia y mucho menos al resentimiento.
La nostalgia, la melancolía, el recuerdo de un tiempo que pasó y de personas queridas que se fueron para siempre, están presentes en sus tangos y en el tono inconfundible de su voz. Sentimental para algunos, cursi para otros, es por sobre la maledicencia de algunos críticos, un gran cantor, un cantor que evoca los sentimientos más simples de la vida sin cruzar la raya que conduce a la sensiblería o al sentimentalismo ramplón. Su repertorio es excelente porque define un estilo, una personalidad, una singularidad mirada sobre el mundo que es, en definitiva, lo que distingue a todo artista. Curiosamente o tal vez por ser coherente con su estética, en ese repertorio no hay ningún tango de Discépolo.