Un debate interminable entre los amantes del tango es el que se establece a la hora de decidirse por Roberto Goyeneche o Edmundo Rivero. La polémica nunca terminará de saldarse porque los dos son cantores extraordinarios y no hay ningún argumento técnico o estético que permita decidir sobre este singular duelo de titanes.
Por lo pronto, los dos tienen varios puntos de coincidencias: trajinaron por las calles de Saavedra, se iniciaron con Salgán, adquirieron estatura artística con Troilo y después se lanzaron como solistas. Físicamente no eran parecidos, salvo en el bigotito fino y recortado. Las diferencias también eran visibles. Uno era barítono atenorado, el otro era bajo; uno fraseaba con un estilo inconfundible y el otro disponía de matices vocales que lo destacaban y lo hacían inconfundible.
Todo tanguero sabe que entonces se cantaba como Rivero o como Goyeneche. Un porcentaje de su amplio repertorio es coincidente. “Cafetín de Buenos Aires”, “Para lo que te va a durar”, “La última curda” o ”Como abrazado a un rencor”, entre tantos ejemplos, fueron grabados por los dos y divide a los aficionados.
Ambos vivieron de noche, pero uno llegó maltrecho al fin de sus días, con la voz arruinada, y el otro llegó intacto. Uno cantaba y le vibraban las manos, el cuerpo y hasta la boca; el otro se paraba delante del micrófono, jamás lo tomaba con las manos y brindada su espectáculo de una manera sobria y elegante. Los dos fueron durante más de tres décadas los exponentes más consagrados del tango, sus nombres son sinónimo de tango y es imposible escribir una historia del género sin mencionarlos o, para ser más precisos, sin dedicar largas parrafadas a su presencia artística.
A Rivero tuve la oportunidad de escucharlo cantar en 1973 en el cine Ocean de 25 de Mayo. No éramos una multitud desbordante, pero estábamos todos los que debíamos estar. Para entonces tenía más de sesenta años pero estaba espléndido. Alto, delgado, riguroso traje oscuro, moñito, peinado a la gomina y su enorme bocaza que unida a sus rasgos particulares justificaban el apodo: “el feo que canta lindo”. Cantó su repertorio y complació todos los pedidos “La señora del chalet”, “Pucherito de gallina”, “Cuando me entrés a fallar”, “Canchero”, y, por supuesto, su gran creación histórica: “Sur”, el tema que grabó con Aníbal Troilo en 1948 y que repitió infinidad de veces porque lo interpretaba como nadie.
La segunda y última vez lo vi en el mítico “Viejo almacén” de Avenida Independencia y Balcarce. Fuimos con un amigo un poco antes de la medianoche. Era un gran señor. Cantaba como si fuera el dueño de casa que agasaja con lo mejor que tiene a las visitas. El salón a oscuras, el humo de los cigarrillos, y, en la franja de luz, él. Esa noche recuerdo que cuando llegamos estaba cantando “Mis consejos” con su clásico recitado. Por supuesto lo escuchamos como si estuviéramos en misa. En realidad era un sacerdote celebrando su oficio. En el “Viejo almacén”, “la gran catedral del tango”, el lugar por donde habían desfilado las grandes estrellas y personalidades.
Esa noche un mozo me contó que el rey Juan Carlos de Borbón estuvo en el salón y en su momento no tuvo reparos en pedirle al maestro que cante “Cambalache”, como si fuera un parroquiano más que entre copa y copa quiere disfrutar de Discépolo. También por ese salón habían pasado personajes como Juan Manuel Fangio, Jorge Luis Borges, y el Premio Nobel, Federico Leloir, entre otros.
Nadie cantó un tema de Celedonio Flores o de Carlos de la Púa como Rivero. Nadie logró hacer de un tema lunfardo una obra de arte como lo hizo él. Pero curiosamente ese cantor que le otorgaba al lunfardo una resonancia única, era capaz de seducir al público con tangos como “Nostalgias”, “Tu pálido final” o “El último organito”. O esa pieza bellísima que interpretó con Troilo: “Tu perro pekinés”.
Había nacido en 1911, en Buenos Aires y fue primero músico antes que cantor. Estimulado por el ejemplo de la casa aprendió a tocar la guitarra y, según los entendidos, fue un gran concertista. El folclore y las coplas españolas fueron sus primeras excursiones en el escenario. Con el tango se inició al lado del violinista José de Caro primero y de su hermano Julio, después. Un buen inicio para un hombre de casi treinta años, un buen inicio que no prosperó porque se dice que de Caro le molestaba un cantor que los bailarines dejaban de bailar para escucharlo.
Quien habría de ser en el futuro el cantor de tango por excelencia fue rechazado por críticos y directores de orquesta. Su tono bajo abaritonado era considerado inapropiado para el tango. A Horacio Salgán le corresponde el mérito de haberlo descubierto. Los privilegiados testigos de aquellos años recuerdan que los temas clásicos de Rivero eran “Trenzas”, y “La uruguayita Lucía”. Por supuesto, no faltaron los comedidos que intentaron impugnar a Salgán por tener un cantor “raro”. Salgán lo bancó como nadie, pero lamentablemente de esa relación de casi tres años no quedó ningún tema grabado. Dos décadas después ambos se darán el gusto de grabar cuando eran indiscutidos y quienes los habían impugnado estaban tragados por el anonimato y la vergüenza.
En 1947 inició la relación con Troilo. Debutaron en el célebre cabaret “Tibidabo” de calle Corrientes. Rivero reemplazaba nada más y nada menos que a Alberto Marino. En 1950 se inició como solista. Como Goyeneche, siempre estuvo agradecido a Troilo que lo reconoció y lo prestigió sin dejarse presionar por una crítica obtusa. Rivero cuenta que entonces decían de él que salía mal en los discos y peor en los bailes, “toda esas dulzuras que la gente buena arrima en estos casos”, concluía con su estilo flemático y respetuoso.
En 1950, Troilo no tuvo ningún reparo en dejarlo ir de la orquesta para que termine de definir como solista su personalidad artística. Rivero acompañado con guitarras fue un espectáculo magistral. Para muchos de sus seguidores no hay otro Rivero que no sea el de las guitarras, y si el que toca la guitarra es él, mucho mejor. Se dice que su primer tema como solista fue “Audacia”. Nadie a partir de allí pudo interpretar ese tango como él. En esa grabación de 1950 lo acompañan los guitarristas Pessoa, Achaval, Pagés, Carné y Milton.
A partir de esa fecha el ascenso de Rivero al firmamento de las grandes estrellas del tango fue imparable. A lo largo de más de veinte años grabó cerca de 700 temas e incursionó por todos los géneros. A Rivero le gustaba definirse como un cantor nacional, un hombre del folclore, como decía en sus entrevistas. Durante años recorrió como cantor al país de punta a punta. Siempre valoró esos viajes que le permitían conocer, indagar. A Santa Fe vino varias veces y si los informantes no me fallan también estuvo en Santo Tomé.
Su repertorio fue tan amplio como su registro. Desde Discépolo y Celedonio Flores a Atahualpa Yupanqui. Temas camperos como “La tapera”, “Los ejes de mi carreta”, “Malón de ausencia”, fueron clásicos en su repertorio. Incorporó sin complejos temas de Gardel sabiendo el desafío que implicaba interpretar canciones que el Zorzal había hecho famosas. Su versión de “Viajera perdida” , una letra romántica, supuestamente distante de su tono de voz, es antológica, sobre todo porque en 1930 Corsini la había consagrado con su habitual maestría.
Fue un profesional rigurosos y exigente. Estudió música y canto hasta cuando era famoso, y a cada tema lo preparaba cuidadosamente, prestando atención sus matices, a las imágenes y las metáforas. Desdeñaba la improvisación, el amateurismo, la irresponsabilidad. Los que tuvieron el privilegio de conocerlo hablan de su trato respetuoso, formal y distante. Con Troilo se conocieron de toda la vida, pero siempre se trataron de “usted”, más allá de que Rivero, siempre parco en elogios, dijera de Pichuco que era “un alma superior”. El hombre que dibujaba con su canto la silueta del reo y que le dio al guapo el tono de voz justo, era metódico y ordenado, amante de su familia y celoso de su vida privada. Por eso aquello de “Vivió de noche y se cuidó de día”.