Se dice que el apodo “El varón del tango” fue una invención del periodista Ricardo Gasperi. El apodo se lo merecía: buena estampa, voz recia y cálida que no se debilitaba ni siquiera en los momentos más dramáticos, “pinta entradora”, con el encanto viril de quien sugiere que es muy hombre porque es muy vulnerable.
En un tiempo en que el tango había ingresado en un prolongado ciclo de decadencia, Sosa vuelve a instalarlo en los grandes escenarios y sobre todo entre la juventud. La película de Hugo del Carril, “Buenas noches Buenos Aires”, en la que Sosa baila con Beba Bidart ante la mirada asombrada y complaciente de los chicos de la “nueva ola” fue, tal vez sin proponérselo, un documento veraz de lo que efectivamente estaba pasando.
El long play “El varón del tango” se vendió como pan caliente, al punto que la leyenda cuenta que el número de ventas superó al disco hits de esos años: “Explosivos”, un adefesio de mala música y peores letras transformado en el paradigma de la “nueva ola” de los inicios de los sesenta.
Para esos años Julio Sosa llegó a ser el cantante más popular del país. Sus actuaciones en la radio, las numerosas grabaciones, su presencia cotidiana en los distinguidos locales nocturnos de Buenos Aires y sus giras por el interior del país, daban cuenta de su popularidad, reforzada en los últimos años por su presencia en los programas de televisión “Luces de Buenos Aires”, “Copetín de tango” y “Casino”, donde se desenvolvía con naturalidad y gracia.
Yo lo escuché cantar siendo adolescente en Unión de Sunchales, el club de mi pueblo. Ya entonces se hablaba de su talento como cantor y de su afición a las mujeres y a la bebida. Pedro Rosales, un cantor de tango santotomesino, me habló de la noche que actuó en Unión de Santo Tomé y después de la función oficial se quedó con los muchachos de la peña cantando tangos a capella hasta que salió el sol.
A pesar de esas indisciplinas, que en sus últimos años eran cada vez más frecuentes, fue un cantor profesional, exigente consigo mismo, que trabajó un repertorio de letras más o menos conocidas pero a las que él les dio su tono particular. Muchos de esos tangos ya habían sido cantados por Gardel, pero Sosa lo hizo a su manera y sobre todo en un tiempo en que existía un público que deseaba reencontrarse con esas letras
A las dotes de su garganta y su afinación, le sumó sus dotes actorales. Sosa interpretaba los tangos con las expresiones del rostro, los movimientos de las manos y las singulares inflexiones de su voz. Fue muy popular y como todo cantante popular tendía a ser concesivo con el público. Los años de gloria de Sosa fueron los años de la proscripción al peronismo. El siempre se encargaba, a través de un guiño, una sonrisa o un movimiento de los brazos en recordarlo, para satisfacción de un sector de su público.
A todas estas dotes y habilidades le sumaba un singular talento para recitar. Las introducciones a “Madame Ivonne” o “María” son antológicas. El recitado de “La cumparsita”, con letra de Celedonio Flores, fue una improvisación de una noche de copas y se constituyó en su principal carta de presentación. Sosa recitaba bien y silbaba muy bien, como se puede apreciar en temas como “Criollita de mis amores”, “En la madrugada” y “Silbando” el tango de González Castillo.
Julio María Sosa Venturini nació el 2 de febrero de 1926 en la localidad uruguaya de Las Piedras, departamento de Canelones. Hogar humilde, se ganó la vida en sus primeros años trabajando de peón y vendedor ambulante. Su vocación de cantor la tuvo desde siempre porque era menor de edad y ya estaba en la orquesta de Carlos Gilardoni. Si el tango fue una pasión temprana, también lo fueron las mujeres. A los 16 años se casó con Aída Acosta. Como suele pasar en estos casos, el matrimonio no alcanzó a durar dos años. Más adelante se casará con Nora Edith Ulfed, con la que tendrá su única hija, Ana María. Los amigos de Sosa dicen que ese matrimonio fue un desastre, que se separaron de la peor manera y su ex esposa le negaba ver a su hija. En sus últimos años su pareja fue Susana “Beba” Merighi. Para esos años Sosa era lo que se dice un triunfador, su imagen pública era la de un hombre exitoso, pero no bien se prestaba atención a su vida se descubría que no era feliz, que la afición por la bebida y por la velocidad disimulaba una insatisfacción profunda. “Vivía buscando la felicidad, pero cuando la encontraba no sabía conservarla; creo que era un hombre desolado por dentro” dirá de él Oscar Ferrari, el cantor con quien compartía el escenario bajo la dirección de Armando Pontier. Es que como se dice en estos casos, para ninguna mujer debe haber sido fácil ser pareja de Sosa. Mucha noche, muchos amigos, muchas mujeres, muchas copas.
Con veinte años recién cumplidos, Sosa llega a Montevideo y actúa en diferentes orquestas. Con el conjunto de Hugo di Carlo canta con el apodo de Alberto Ríos. Con Edelmiro “Toto” D’Amario salen de gira y el recorrido se extiende hasta Punta del Este. D’Amario será quien años más tarde le pondrá música al tango “Seis años”, una hermosa letra escrita por Sosa, de la que lamentablemente no tengo noticias de que algún cantor se le haya animado.
En todas estas actuaciones, incluidas la presencia casi diaria en el comedor “Luces de canelón chico” de Montevideo, a Sosa le pagan monedas, pero le alcanza para comer y dormir. En 1948 graba cinco temas acompañado por al orquesta de Luis Caruso, entre los que se destacan “Sur” y “La última copa”.
En 1948 Sosa llega a Buenos Aires y, como se dice en estos casos: con una mano atrás y otra adelante. Su debut porteño será en el bar “Los Andes” ubicado en las esquinas de Córdoba y Jorge Newery, donde cantará acompañado por las guitarras de Cortese y Fontana por veinte pesos por día.
A un letrista de tango, Raúl Hormaza, le corresponde el honor de haberlo descubierto. Y también de haber convencido a Enrique Francini y Armando Pontier para que lo examinen, inspección que aprobó con las mejores calificaciones. A partir de ese momento la taba se dio vuelta. El cantor de veinte pesos por día pasó a ganar tres mil por mes. Debutó en 1949 en el “Picadilly”, la célebre boite de Corrientes y Paraná. Su compañero de canto era nada más y nada menos que Alberto Podestá. Con esta orquesta graba quince temas, entre los que merecen destacarse “Dicen que dicen” y “Viejo smoking”.
En 1953 se integra a la orquesta de Francisco Rotundo. Reemplaza a Enrique Campos y el puesto de cantor lo comparte con Floreal Ruiz. Fue para esa época que le salieron pólipos en la garganta y su carrera profesional estuvo a punto de venirse abajo. Una excelente intervención quirúrgica hecha por un médico recomendado por Juanita Larrauri, esposa de Rotundo, le permitió recuperar la voz.
Con Rotundo graba doce temas, entre otros “Mala suerte” y “Bien bohemio”. El cantorcito uruguayo ahora gana cinco mil pesos por mes y el futuro se abre generoso. Desde 1955 y hasta 1959 integra la orquesta de Armando Pontier, con quien graba 33 temas. Los cantores con los que comparte el escenario son Roberto Florio y Oscar Ferrari. Para principios de los sesenta se inicia como solista, acompañado por la orquesta de Leopoldo Federico. Allí grabó 62 temas, a los cuales hay que sumarle doce temas con las guitarras de Héctor Arbelo.
Julio Sosa murió el 26 de noviembre de 1964. El 25 a la madrugada volvía de una fiesta con muchas copas de más y atropelló la baliza levantada en la esquina de avenida Figueroa Alcorta y Mariscal Castilla. Agonizando lo trasladaron al Hospital Fernández donde falleció al otro día. Tenía 38 años y estaba preparando una gira para Europa. En esos días grababa su séptimo long play, grabación que interrumpió la muerte y de la que quedaron dos termas: “Siga el corso” y “Milonga del 900”.
Lo velaron en el Luna Park y una multitud lo acompañó hasta el cementerio. Se dice que el último tango que cantó la noche misma del accidente fue “La gayola”, escrito por Armando Tagini y musicalizado por Rafael Tuegols. La última estrofa fue trágicamente sugestiva: “Pa que no me falten flores cuando esté dentro del cajón”. El año de su muerte publicó su único libro de poemas: “Dos horas antes del alba”. Los poemas no son buenos, pero hay momentos poéticos muy bien logrados. Si el destino le hubiera regalado un poco más de tiempo y un poco menos de infortunio seguramente que hubiera sido tan buen poeta como cantor.