Se dice que Juan D’Arienzo le debe el apodo de “Rey del compás” a Angel Sánchez Carreño, el mítico “Príncipe cubano”, el hombre que animaba las noches del Chantecler, el cabaret de calle Paraná entre Corrientes y Sarmiento, el que será testigo de la evolución -o, según se mire- involución de su música. Para 1932 la orquesta ya actuaba en el Chantecler y el joven director convocaba una modesta pero leal tribuna de admiradores.
No era para menos. La orquesta se integraba con músicos de categoría, quienes todavía respetaban las enseñanzas de Luis Visca, el autor de “Compadrón” y “Muñeca brava” y uno de los maestros de Juancito, como ya le decían. También los cantantes eran excelentes, más allá de que para D’Arienzo el cantor era un instrumento más. Al respecto, a las nuevas generaciones les sorprende saber que en esa formación musical estaban Carlos Dante y un Francisco Fiorentino que, para esa fecha, era más conocido como bandoneonista que como cantor
Uno de los caballeros que habitualmente se acomodaba en uno de los palcos del Chantecler para disfrutar del show era Carlos Gardel, quien solía caer al reducto nocturno acompañado por Irineo Leguisamo. D’Arienzo recordará, años más tarde, que en los intervalos se iba al palco de Gardel a tomar una copa y a ponerse al día con los chismes de la noche. En una ocasión D’Arienzo le advirtió que tuviera cuidado con algunos ambientes nocturnos que el Morocho frecuentaba. Gardel lo tranquilizó diciendo que se despreocupara porque “yo Juancito voy a morir en un avión”. D’Arienzo relataba esa anécdota -nada nos cuesta creerle- para justificar por qué nunca viajaba en avión.
Para 1932, este muchacho a quien sus amigos apodaban “Grillito” por su manera de tocar el violín, ya era un personaje conocido en el mundo del espectáculo. Nació en un hogar donde la música era honrada. Su hermano Ernani fue pianista y baterista, y, su hermana Josefina, cantante lírica. Sus padres gozaban de una buena posición económica, lo que le permitió recibirse de bachiller en el Mariano Moreno y estudiar música en los buenos conservatorios de su tiempo. No era ni improvisado ni lerdo. Nunca lo fue
Se inició con Angel D’Agostino tocando tangos en el Jardín Zoológico. Una de sus primeras orquestas se llamó “Los ases del tango”. Allí están D’Agostino al piano y los hermanos Bianchi en el bandoneón. En algún momento se dedicó al jazz e incluso llegó a componer algunos temas como “Yous little mouth”. Sus maestros en el género fueron Carlos Posadas y Nicolás Verona, con quien integró – la “Select Jazz Band”.
Para 1927 ya está de vuelta en el tango. La orquesta está conformada por D’Arienzo y Cuervo en los violines, Luis Visca y Anselmo Aieta en los bandoneones y Alfredo Corletto en el bajo. Y los cantores -como ya se dijo- son Carlos Dante y, en algunas ocasiones, Francisco Fiorentino.
Cuando D’Arienzo ingresa a ese templo de la noche y el tango que es el Chantecler, ya es el titular de la orquesta porque Visca ha viajado a Europa. Pero aún el ritmo que lo hará famoso no está definido. Críticos y músicos que serán durísimos con él, señalarán que lo que es imperdonable es que su opción por un determinado tipo de composición musical fue deliberada. Deliberada en el sentido de complacer el mal gusto y hacer plata. Los mismos críticos señalan que las grabaciones anteriores al cambio dan cuenta de un músico de muy buen nivel.
El gran cambio -o el cambio lamentable- se produce en 1935 con el ingreso de Rodolfo Biaggi a la orquesta. Allí se deja el ritmo del cuatro por ocho y se regresa al clásico dos por cuatro. Todos los críticos coinciden en señalar que desde el punto de vista de la evolución musical del tango, esto fue un retroceso, sobre todo porque para esa época Julio de Caro, Osvaldo Fresedo o Juan Carlos Cobián ya habían hecho sus aportes decisivos al tango instrumental.
La orquesta de 1935 está integrada por Juan José Visciglio, Domingo Moro, Faustino Taboada, Haroldo Ferrero y José Della Roca en la línea de bandoneones; Alfredo Mazzeo, Domingo Mancuso, Francisco Manzini y León Zibasco en los violines; Rodolfo Biaggi en el piano y Rodolfo Duclós en el contrabajo. Sobre el ritmo de D’Arienzo, Luis Adolfo Sierra dirá que “se trata de una forma de ejecución rítmicamente simple pero realizada por un notable ajuste instrumental”. Lo que esta fuera de discusión es que a partir de 1938 -y ya sin la presencia de Biaggi- la orquesta adquiere una inmensa popularidad y sus actuaciones en Radio el Mundo y el Chantecler ya son una convocatoria obligada para el público tanguero.
A todas las críticas, a todas las imputaciones de demagogo, vulgar y comerciante, D’Arienzo responde con la fama. Como señalara un reconocido periodista de aquellos años, “D’Arienzo devolvió el tango a los pies de los bailarines”. Hasta el día de hoy, hombres y mujeres recuerdan que aprendieron a bailar, se pusieron de novios o, simplemente se divirtieron, con los tangos de D’Arienzo. Ese recuerdo, esa evocación, es invalorable e inolvidable, y no hay crítica musical que logre empañarla.
Lo que llama la atención, es que ese ritmo ligero, más efectista que artístico, fuera producido por músicos de muy buen nivel. Por la orquesta de D’Arienzo desfilaron artistas de calidad como Juan Polito, el formidable violín de Cayetano Puglisi, el excelente piano de Fulvio Salamnaca, el bandoneón de Héctor Varela. Donato Racciatti también fue de esa partida . Sus persistentes críticos aseguran que esos músicos debieron someterse a los dictados de D’Arienzo porque la paga era muy buena.
Algo parecido puede decirse de los cantantes. Por esa orquesta desfilaron entre otros Alberto Echagüe, Héctor Mauré, Armando Laborde, Mario Bustos, Jorge Valdez, Alberto Reynal, Carlos Casares, Juan Carlos Lamas, Rodolfo Lemos, Horacio Palma , Héctor Millán y Osvaldo Ramos. Quienes más grabaron en la orquesta fueron Echagüe, Laborde y Valdez. Para los curiosos no está de más saber que Libertad Lamarque, Antonio Prieto y Mercedes Serrano, en algún momento grabaron con D’ Arienzo.
De todos modos, D’Arienzo no sólo fue el creador de un compás que los distinguió de las elaboradas orquestas de los años cuarenta, sino que además se esforzó por fundamentar su opción. En una entrevista dijo: “La base de mi orquesta es el piano. Lo creo irreemplazable. Cuando mi pianista Polito se enferma yo lo reemplazo por Jorge Dragone. Si llega a pasarle algo a éste, no tengo solución. Luego el violín de cuarta cuerda aparece como un elemento fundamental. Debe sonar a la manera de una viola o un cello. Yo integro mi conjunto con el piano, el contrabajo, cinco violines, cinco bandoneones y tres cantores. Menos elementos jamás. He llegado a utilizar en mis grabaciones hasta diez violines”..
No obstante la crítica de los intelectuales, su orquesta será la más popular de su tiempo. Son multitudes las que se hacen presentes para disfrutar de su música. Edita más de ciento cincuenta discos y sus ventas son millonarias. La popularidad produce satisfacciones y otorga tranquilidad económica. D’Arienzo paga muy bien a sus músicos e, incluso en tiempos en que las grandes orquestas se ven obligadas a reducir su personal por razones económicas, él la mantiene intacta.
La popularidad incluye concesiones al mal gusto y la chabacanería. Tangos como “El tarta” o “El hipo” son adefesios indefendibles. El, mientras tanto, insiste en que el tango para ser popular necesita de todas estas cosas. “Es nervio, ritmo, fuerza, carácter”, asegura. Además, puesta en escena.
D’Arienzo es uno de los pocos directores, por no decir el único, que lo que sólo hace es dirigir. A mediados de la década del treinta ha dejado el violín. Con los años, su estilo de dirección será un clásico. Sus movimientos serán para muchos patéticos. De todos modos, el paso del tiempo lo ayuda. El público de los años sesenta mira a ese hombre como un testigo de un tiempo que fue. Lo que está fuera de discusión es que sabía lo que hacía y, además, conocía, y mucho, del tango y de noche, “Nosotros empezábamos a vivir a las cuatro de la mañana. Eran otros tiempos. Los músicos se acalambraban de tanto meta y ponga”. Las salas de baile con D’Arienzo -responderán sus críticos- se parecían a potreros donde más que bailar se galopaba. Sin embargo, él no daba el brazo a torcer. “Yo no viajé a Japón porque no subo a los aviones, pero a mí me invitó el emperador Hirohito, no como esos otros que van porque los lleva un empresario”, dijo.
Juan D’Arienzo nació en Balvanera el 14 de febrero de 1900 y murió el 14 de enero de 1976. La noche de su velorio yo estaba en Buenos Aires y asistí a la ceremonia de despedida. Nunca fui un devoto de su música, pero era Juan D’Arienzo…