José Gobello dice que los tangueros no le perdonan a Borges haberse metido con Gardel. Para los códigos del ambiente, ésa es una falta imperdonable, una irreverencia que no se arregla con disculpas. Para colmo de males, Borges lo ninguneó a Gardel y después hizo lo mismo con el tango. Sus declaraciones a la prensa eran tan ingeniosas como irónicas, pero ya se sabe que las frases juguetonas no necesariamente son verdaderas.
Convengamos que Borges mantuvo con el tango una relación difícil, contradictoria. Esa relación se confunde con su propia biografía e incluso con su propia cronología. Borges siempre dijo que el tango que le gustaba era el que se interpretaba con guitarra, flauta y violín. Está hablando de una música anterior al Centenario, una música que seguramente escuchó de niño o le hablaron de ella sus mayores.
En diferentes entrevistas, criticó el tango llorón y sentimental y, particularmente, sus poemas de malevos resentidos que lagrimeaban por amores perdidos. Esa inclinación del tango por el melodrama a Borges le parecía deplorable. Según su criterio, el verdadero tango es instrumental y todo intento de acompañarlo con alguna letra no hace más que colocarlo en el ridículo.
Con los años relativizará estas afirmaciones. Y así como admitirá que Troilo es un excelente músico, en las cotidianas tenidas con Adolfo Bioy Casares reconocerá las virtudes de algunos poemas, aunque el cantor de tangos nunca será un personaje de su agrado. Para la estética de Borges, este personaje le recordaba a un rufián estrafalario y grotesco. Alguna vez llegó a decir que una de sus pesadillas recurrentes es imaginarlo a Perón cantando un tango.
Fantasías o no, lo cierto es que uno de los grandes cantores de tango de la historia, como fue Edmundo Rivero, grabó algunas de sus mejores milongas. Y si bien en la ocasión Borges se peleó con Piazzolla, no hay noticias de que el disgusto se haya hecho extensivo a Rivero.
El tango preferido de Borges es la milonga. Qué entendía el autor de El Aleph por milonga, es una pregunta que estimo que ni él sabría responder. “Yo creo que la milonga -dice- es una de las grandes conversaciones de Buenos Aires, como lo es también el truco, un juego de naipes dialogado y lleno de picardía”. Si tomamos esta declaración al pie de la letra, la milonga se parecería a la payada y a un estilo de baile practicado por hombres duros que no tenían remilgos de bailar entre ellos.
“La milonga -dice en otra entrevista- es un infinito saludo que narra sin apuros duelos y cosas de sangre, muertes y provocaciones, nunca gritona, entre conversadora y tranquila”. En estos textos nos está hablando de una música, pero también sugiere una poesía. Después de todo, Carriego era poeta y Borges se apoyó en el Carriego popular y orillero para enfrentar a un Leopoldo Lugones consagrado por la academia.
Como para confundir a la posteridad, alguna vez dijo que aquella revista que publicaba las letras de los tangos, “El alma que canta”, podría ser la gran crónica del futuro escrita por poetas anónimos. En otro momento, se animó a decir algo importante al respecto, algo que estaba en contradicción con sus clásicos desplantes verbales: “Yo creo que no sería disparatado afirmar que el tango es una vasta expresión de la inconexa ‘comedia humana’ de la vida de Buenos Aires”. Dicho con otras palabras, el tango se propone los mismos objetivos que Balzac se propuso para París. No es una ambición menor, y sin exagerar podría decirse que los logros están a la altura de los objetivos: imposible escribir una historia real y mítica de la ciudad sin recurrir a ese singular archivo de poemas.
Borges se enorgullecía de sus mayores militares y escritores. El Buenos Aires que amaba estaba en el pasado, no en el futuro. La nostalgia por una ciudad de casitas bajas, esquinas con faroles, veredas angostas y desaforados baldíos, lo conectaba sin proponérselo con el tango. El Palermo de Borges, el Palermo de Paredes y Carriego, es el escenario ideal del tango. Así lo percibió Homero Manzi antes de que Borges se animara con sus milongas y así lo sintió Carlos de la Púa cuando dedicó “La crencha engrasada” a sus “rivales en el amor de Buenos Aires: Jorge Luis Borges y Nicolás Olivari”.
Como hombre de gustos tradicionales, Borges desconfiaba de un tango sometido a permanentes innovaciones. En ese punto, podría decirse -paradójicamente- que era un tanguero de la guardia vieja. Sus interlocutores eran Evaristo Carriego, Ernesto Ponzio, Nicanor Paredes, Saborido. Como todo tanguero chapado a la antigua, receló de Piazzolla y después lo criticó con dureza “Astor Pianola”, le decía. Y cada vez que le preguntaban sobre esa música no tenía pruritos en decir que era cualquier cosa menos tango, una declaración que un veterano del dos por cuatro hubiera formado sin pestañear.
Decididamente, la poesía ciudadana (vamos a llamarla así) que le gustaba era la que ponderaba el gusto por el coraje y no la afición por el llanto amoroso. Sus héroes son los compadritos y malevos, para quienes imagina no sólo un lenguaje sino también una cadencia tan bien lograda que hoy se supone que efectivamente aquellos hombres hablaban y se movían como nos lo cuenta Borges. Esa capacidad para fundar un lenguaje, un tono, un estilo, es lo que distingue a un creador de un cronista.
Yo no sé si Jacinto Chiclana, Manuel Flores o Nicanor Paredes fueron seres reales de carne y hueso o una invención de Borges, lo que importa es que nosotros tenemos la certeza de que esos personajes son reales, como son reales sus gestos, su lenguaje, sus tragedias personales. Y sobre todo sabemos que esa realidad se parece mucho a la realidad del tango.
A los poemas de la sexta cuerda hay que sumarle los relatos, entre los cuales el más difundido fue “El hombre de la esquina rosada”. En prosa o en verso, el sabor del tango está siempre presente, le guste o no a Borges. Su visión del tango se confunde con su propia historia y sus propias fantasías. “El tango crea un turbio pasado irreal que de algún modo es cierto. El recuerdo imposible de haber muerto peleando en una esquina del suburbio”.
Aunque a Borges no le guste, algunos poetas tangueros trabajaron imágenes muy parecidas a las suyas. Homero Manzi es uno de los ejemplos más elocuentes, pero no es el único. Algunos de cuyos versos Borges seguramente los habría aprobado. “Yunta oscura trotando en la noche, latigazo de alarde burlón, compadreando de gris sobre el coche, por las calles de Constitución”. O “Morocho como el barro era Eufemio Pizarro, señor del arrabal; entraba en los distritos del suburbio con frío de puñal”.
Seguramente alguna sonrisa complaciente habría esbozado al escuchar con aire de milonga: “Me gusta lo desparejo y no voy por la vedera, uso funyi a lo Massera, calzo bota militar”. Y es muy probable que algunas imágenes del tango Ramayón escritas por Manzi muchos años antes que sus milongas, le habrían resultado inquietantemente familiares: “Resuenan en baldosas los golpes de tu taco, desfilan tus corridas por patios de arrabal, se envuelve tu figura con humo de tabaco y baila en el recuerdo tu bota militar”.
Para concluir, diría que Borges critica al tango para divertirse. Algunas de sus críticas son reales, otras pueden valer como humorada y nada más. Decir que Borges era tanguero es una exageración, pero no lo es decir que el tango tiene una presencia importante en su obra. En todos los casos, lo que importa es destacar el esfuerzo en diferentes niveles por fundar para la ciudad un lenguaje, un pasado, algunos mitos. ¿Acaso hace falta algo más?