Un amigo, al que siempre le gustó más el jazz que el tango, me habló de ella por primera vez. Esto ocurrió hace más de cuarenta años. Después la escuché -se trataba de un tema de Manzi- y admití que el tango acababa de sumar una nueva adquisición, una adquisición decisiva para un tiempo en el que se hablaba de que el tango había decaído y ya no tenía otra cosa que hacer que refugiarse en un pasado cada vez más anacrónico.
Si a Julio Sosa se le atribuye haber conectado el tango con la juventud en los inicios de la década del sesenta, algo parecido puede decirse de Susana Rinaldi en la segunda mitad de la década. Un tono de voz cultivado, una afinación perfecta, una capacidad interpretativa notable y la selección de un repertorio excelente, conformaron la fórmula de un éxito clamoroso en el que se conjugó la calidad con la llegada al gran público.
A diferencia de Sosa y de ese otro talentoso renovador que fue Rubén Juárez, Rinaldi no fue aceptada por los tangueros y hasta el día de la fecha genera ciertas resistencias. Era demasiado intelectual para el gusto tradicional, demasiado ligada al mundo de la poesía, la interpretación dramática, el gusto de los intelectuales. Era -además- una voz singular y los tradicionalistas a esas singularidades las rechazan -o les cuesta adaptarse- porque por inercia viven en el pasado y, como el poeta español, entienden que “todo tiempo pasado fue mejor”.
Sin embargo, la “Tana” se impuso a todos los prejuicios. Su llegada al gran público fue desbordante y para quienes consideraban que no tenía nada que ver con el tango, lo hizo acompañada de Homero Manzi, Enrique Santos Discépolo, José María Contursi y Cátulo Castillo. Con semejantes garantes muy pocos se animaron a seguir diciendo que no tenía nada que ver con el tango.
Fueron esos avales y la calidad de su voz los que le dieron autoridad para incorporar a su repertorio textos de Eladia Blázquez, Héctor Negro, Horacio Ferrer o María Elena Walsh. Como los grandes artistas de todos los tiempos, Susana Rinaldi es una cantate de tangos, pero es algo más que una cantante de tangos. Lo mismo podría decirse de Carlos Gardel, o, en el folclore, de Mercedes Sosa. En todos los casos, es como si a estos artistas el género les quedara chico o, para ser más preciso, es como si necesitaran ir siempre más allá de lo establecido, tal vez porque sospechan que la única manera de mantener vigente un género clásico es renovándolo.
Basta escucharla hablar, evocar su barrio de Caballito, mencionar el paisaje de la ciudad que ama, recordar los bailes del barrio, los “baldazos” en los carnavales callejeros, para saber que el tango en la Tana no es una moda sino una manera de sentir y de vivir. “Buenos Aires tiene calles, veredas espléndidas que permiten ver el cielo sobre los techos de las casitas bajas. Cada vez que pienso en esto, el auto se me va solo hacia Caballito. Todo eso es tango. Todo eso que siento está en el tango. Ésa es la realidad. Esta ciudad tiene detrás una música y un ritmo y, mal que les pese a mucho, ese ritmo es el del tango”.
Como todos los grandes artistas, Susana Rinaldi es la consecuencia de un trabajo tenaz y lúcido. Su talento reposa en ciertas condiciones naturales, pero es por sobre todas las cosas el resultado del estudio y el esfuerzo. Estudió canto en el Conservatorio de Música y aprendió a interpretar en la Escuela de Arte Dramático. Esa conjugación de canto y teatro fue una de las claves de su arte. Sus biógrafos aseguran que sus primeras incursiones se dieron en el teatro. Se sabe que trabajó con Alfredo Alcón y María Rosa Gallo. En la segunda mitad de la década del sesenta, el canto adquiere primacía, aunque incorporará al escenario todos los recursos aprendidos en el teatro.
Rinaldi irrumpió en el tango en un momento de declinación y cuando el espectáculo que se impone a un público que estaba renovando sus gustos era el café concert y los grandes recitales. Ella es un producto de esa época y es su expresión más elaborada. Sus escenarios iniciales fueron “La botica del ángel” con el entrañable Bergara Leumann y, más adelante, el célebre Michelángelo. En el mundo que vivimos, se sabe que la consagración de un artista, y muy particularmente de un artista de tango, es París. Si París aplaude todo está bien. La “Tana” rindió esa asignatura con las mejores notas. La escena en que Julio Cortázar se acerca al escenario y le besa la mano es memorable. El autor de “Rayuela” había dicho: “No sé lo que hay detrás de tu voz. Nunca te vi. Vos sos los discos que pueblan por la noche este departamento de París”.
Para esa misma época, adquirieron notoriedad cancionistas excelentes como María Graña, Rosana Falasca y Amelita Baltar, pero la que abrió la brecha, la que lideró esta nueva etapa fue Susana Rinaldi. Todo artista que se precie de tal se debe a una tradición. Susana Rinaldi no es la excepción. En realidad, de lo que corresponde hablar no es de “tradición” sino de “tradiciones”, en plural, porque lo que vale es saber a qué tipo de tradiciones recurre un artista a la hora de elaborar su nueva propuesta. En el caso de Rinaldi, esa tradición se llama Mercedes Simone, reconocida como la cancionista de tango más importante de un tiempo en el que actuaban mujeres como Rosita Quiroga, Azucena Maizani, Nelly Omar, Ada Falcón y Libertad Lamarque.
Rinaldi es una tradición elaborada desde una singular estética. Mujeres cantando tangos había en la década del sesenta y no eran malas. Basta pensar en Virginia Luque, Elba Berón y la propia Tita Merello. En la lista, merecen un lugar destacado una cantante singular como fue Alba Solís o una artista de la calidad de Susy Leiva, muerta trágicamente en un accidente de auto. O Beba Bidart. Pero la que marca una época, la que la expresa hacia el futuro es Susana Rinaldi.
Sus dos discos dedicados a Manzi y Castillo son antológicos. Cada vez que quiero disfrutar de la mejor Rinaldi regreso a ellos. Hay una manera de modular, de otorgarle a cada palabra la importancia que se merece, de intercalar el canto con el recitado en un estilo sobrio, elegante y culto, que conmueve.
Con los años, el abuso de ese estilo se transformará en un recurso remanido, pero eso ocurrirá mucho después, cuando la consagración internacional la aliente a sobreactuar determinados roles. Todo cancionista debería saber -Rinaldi incluida- que es necesario estar alerta a la tentación de imitarse a sí mismo, porque cuando esto ocurre deja de ser tal y comienza a acercarse peligrosamente a la caricatura. Desde Alberto Castillo en su versión más grosera, a un Roberto Goyeneche en sus años de decadencia, esa tentación estuvo presente para todos y una artista de la calidad de Susana Rinaldi no la pudo eludir.