Aristóbulo del Valle

Aristóbulo del Valle murió el 29 de enero de 1895. En el cementerio lo despidieron, entre otros, Miguel Cané y Leandro Alem. Tenía cincuenta años y era considerado uno de los políticos más lúcidos de su generación. También uno de los más controvertidos. Los radicales le reprochaban que se negara a consumar una revolución desde abajo; los conservadores lo acusaban de querer hacer la revolución desde arriba. No concluían allí las controversias: los radicales lo acusaban de conservador; los conservadores, de radical. “Si se hubiera animado a ser radical” decía Oyhanarte. “Lo respetaba y lo apreciaba, pero era demasiado radical para mi gusto” comentaba Mansilla.

Justamente, Mansilla y Pellegrini lo reconocían como un hombre de bien y el político capaz de resolver las crisis más duras. Casualmente fue Pellegrini el que lo recomendó para que el presidente Luis Sáenz Peña lo convocara como ministro. El famoso ministerio de Del Valle duró 36 días. En ese breve lapso estuvo a punto de hacer efectiva la revolución liberal que la Nación reclamaba. No lo ayudaron la suerte, las vacilaciones de los radicales y el poderío del régimen conservador. Pero si en 1893 Del Valle se hubiera salido con la suya, el siglo veinte se habría iniciado con el radicalismo en el gobierno.

Aristóbulo del Valle no fue radical, pero fue muy amigo de los principales dirigentes del radicalismo, incluso de los más intransigentes. Las lágrimas de Alem en el cementerio le impidieron terminar el discurso. Despedía a un amigo, pero de alguna manera se despedía a sí mismo. Seis meses después el fundador histórico de la UCR se suicidaba en la puerta del Congreso.

Aristóbulo del Valle nunca fue un radical orgánico, pero su hermano Tadeo sí se afilió años después a la UCR, y cada vez que le preguntaban por el origen de su decisión decía que quien lo había decidido a dar ese paso era Aristóbulo. Marcelo T. de Alvear nunca tuvo reparos en decir que era un correligionario. Algo parecido afirmaba su ministro, Tomás Le Bretón, casualmente uno de los oradores que lo despidieron en el cementerio en 1895. En realidad, Del Valle nunca fue hombre de partido en el sentido estricto de la palabra. Su ideario fue sin duda liberal, como correspondía a los políticos ilustrados de su tiempo, pero su liberalismo fue más coherente y más exigente que el de sus compañeros de generación.

Por principio, siempre fue muy crítico de los vicios conservadores de la corrupción y el fraude, pero nunca dejó de reconocerse como un hombre del régimen, como alguien que por linaje y elección era un legítimo integrante del orden conservador. Cuando durante la revolución de 1893 un grupo de radicales le sugirió que movilizara el Ejército para desequilibrar la balanza, dijo que la construcción institucional había demandado muchos esfuerzos como para degradarla en la primera crisis política. La última frase es la que quedó en la historia: “No doy golpes de Estado porque soy un hombre de Estado”.

Y efectivamente lo era. Alfredo Palacios resumió sus virtudes en la siguiente frase: “Fue un hombre que creyó en la majestad de la ley, creyó en si mismo y creyó en el pueblo”. Hijo de su tiempo y de su clase, no se le podía exigir que fuera más allá de esos horizontes, pero con sus límites y prejuicios fue, sin lugar a dudas, una de las expresiones más avanzadas del liberalismo de fines del siglo XIX.

Lisandro de la Torre siempre admitió que sus grandes maestros políticos fueron Leandro Alem y Aristóbulo del Valle. La enemistad de don Lisandro con Yrigoyen siempre fue manifiesta, pero ambos admiraban a Del Valle. Julio Noble contaba que, una vez, a Lisandro de la Torre un grupo de correligionarios lo felicitaba por sus brillantes intervenciones oratorias. Don Lisandro los escuchaba en silencio, con esa expresión malhumorada que lo distinguía, pero en cierto momento les dijo: “Ustedes creen que soy el mejor orador del Parlamento porque nunca lo escucharon hablar a Aristóbulo del Valle”. No exageraba y mucho menos mentía. Aristóbulo del Valle fue el mejor orador de su tiempo, un tiempo en el que los oradores “pico de oro” estaban de moda y el Congreso era un torneo de habilidades oratorias. Las palabras de Del Valle no eran declamatorias, exageradas, no hablaba a los gritos como los demagogos, no gesticulaba como un muñeco descontrolado, no pretendía irritar o seducir a la muchedumbre. Su lenguaje era sobrio, preciso, las frases estaban bien construidas, el matizado y armonioso tono de la voz y las ideas perfectamente expresadas, producían seguro impacto en las audiencias.

Sus intervenciones en el Parlamento, en la tribuna pública y en la cátedra respondían a la misma exigencia. No tenia doble discurso ni adecuaba su lenguaje a los interlocutores de turno. Con sus alumnos de la cátedra de Derecho Constitucional se comportaba en la misma línea. En una ocasión un estudiante le preguntó si cuando era ministro se había sentido tentado de alterar el orden legal. “Lo estuve -dijo- pero si lo hubiera hecho no tendría autoridad moral para seguir al frente de esta cátedra”. ¡Qué lección para juristas y hombres del derecho que en el siglo XX se dedicaron a ajustar las leyes a sus intereses privados y corporativos! ¡qué lección para los jueces que el 9 de septiembre de 1930 firmaron la acordada que legalizaba el golpe de Estado de Uriburu! ¡qué lección para políticos y militares que asaltaron los juzgados y las cortes en nombre de la razón de Estado, del orden o de la libertad, según convinieran las circunstancias!

Su moderación y recato se extendía a su vida privada. Fue honesto y decente como muy pocos. No era hombre de club. No tenía una amante oficial ni le gustaba trasnochar, También fue un hombre valiente y de palabra, un hombre de honor como se decía en aquellos años. Nunca aceptó batirse a duelo, pero cuando un impertinente insistió en desafiarlo, le recordó que por principios no se batía, pero “quiero que sepa que todas las tardes, de cuatro a cinco, paso por calle Florida”. Nunca se batió a duelo pero fue padrino, en diferentes circunstancias, de Pellegrini y de Alem, un conservador y un radical. Su rigor intelectual no era incompatible con su sentido del humor. Una tarde, un impertinente lo abordó en el la calle y le reprochó que en una reunión social él se había opuesto a reconocer que era inteligente. “Que usted sea inteligente es una virtud que en ninguna de las casas que visito he oído ponderar”, respondió al vuelo.

Aristóbulo del Valle nació en Dolores, provincia de Buenos Aires en mayo de 1845. Pertenecía a una familia de origen federal, y siempre cargó con el leve estigma de una madre que no estaba casada al momento de gestarlo. No heredó fortuna pero heredó inteligencia y relaciones. Para mediados de la década del setenta estaba conectado con la élite dirigente. Mansilla, Pellegrini, Cané, Estrada, fueron sus amigos. Alsina y Sarmiento, sus maestros. Su referente político fue, sin lugar a dudas, Adolfo Alsina. En realidad, toda esa generación se formó bajo la sombra o bajo las ideas de ese hombre impulsivo, popular, pícaro y valiente que se llamó Adolfo Alsina.

Cuando don Adolfo acordó con Mitre, sus discípulos no pudieron disimular la contrariedad y tomaron distancia del maestro. Sin embargo nunca dejaron de respetarlo, y después de muerto siempre ponderaron sus virtudes. Los jóvenes se desencantaron de Alsina pero se pusieron al lado de Sarmiento. Aristóbulo del Valle siempre se dijo un discípulo aventajado del autor de “Facundo”. Algo parecido sostenían Leandro Alem y Lucio V. López.

El primer partido popular de aquellos años, el partido que de alguna manera anticipó al radicalismo, fue el Republicano, que sumó a sus filas a todos estas grandes promesas políticas de la Nación.

Cuando la crisis de 1880, es decir, cuando la provincia de Buenos Aires liderada por Carlos Tejedor se levantó en armas contra el gobierno nacional, Del Valle apoyó a Avellaneda. Los principales líderes de su generación lo hicieron, pero en el caso suyo se trataba de un acto de coraje particular, ya que su esposa era Carmen Tejedor, la sobrina preferida del jefe de la rebelión porteña.

Del Valle fue un protagonista importante de la revolución del noventa. Fue su orador más reflexivo y moderado. Creyó en el acuerdo con Mitre y supuso que el cambio era posible a partir del acuerdo. No sabemos si se equivocó o estuvo en lo cierto. Murió joven y de manera inesperada. En menos de dos años, la generación del Ochenta perdía dos gigantes: Lucio V. López y Aristóbulo del Valle. Mala suerte para ellos y para la Nación.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *