De las tierras de El Palomar a las tierras de El Calafate

Si la memoria no me engaña, en enero de 2006 los argentinos tomamos conocimiento de que en las remotas y heladas tierras de El Calafate se había realizado un operativo inmobiliario, consistente en comprar 20.000 metros cuadrados de tierras que en algún momento pertenecieron al viejo aeropuerto de la región. Las tierras en su origen puede que hayan sido propiedad del Estado nacional, pero luego pasaron al Estado provincial y finalmente al municipio. Los cambios de jurisdicción no fueron inocentes.

El intendente de entonces se llamaba Néstor Méndez, un hombre de lealtad incondicional al Néstor mayor de la provincia y que decidió -¿o le ordenaron?- vender las tierras a su jefe político al precio de 132.000 pesos. El negocio, la transacción, el procedimiento, o ¿por qué no? el operativo, se hizo sin licitación, ya que es bien sabido por todos que entre amigos o, entre patrón y empleado, estas licencias pueden permitirse.

El entonces presidente Kirchner no compró las tierras para construirse una casita o algo parecido. A problemas de esa índole los Kirchner los resolvieron sin necesidad de disponer del poder político. Con la 1.050 a su disposición les alcanzaba y les sobraba para ser, como dijera la señora, abogados exitosos y, como le dijera a un amigo con un tono de voz codicioso y susurrante, casi al borde del jadeo: “Hacer platita, mucha platita…”.

Ahora las tierras de El Calafate se compraban para darles otro destino. El señor Néstor de estas cosas siempre entendió mucho y nunca perdió de vista el objetivo principal, una pulsión y una habilidad que seguramente heredó de su padre quien, a decir verdad, comparado con el hijo, quedó colocado por debajo de la condición de aprendiz. Al “último acto” de esta mínima historia, Kirchner lo resolvió con su habitual maestría. Las tierras que compró a 132.000 pesos las vendió luego a la empresa chilena Cencosud a 2.400.000 pesos. Es decir que en una sentada el hombre se ganó más de dos millones de pesos limpios de polvo y paja.

Explicado el procedimiento desde otra perspectiva, pagó 7,50 pesos por metro cuadrado y luego vendió a 120 pesos el metro cuadrado. Eso se llama hacer las cosas bien. El titular de ese operativo era entonces presidente de la Nación. ¿No es admirable? ¿No es un acto digno de figurar en la antología de las grandes causas nacionales? Como se dice en estos casos: ¡Bingo! En una sola movida el “Néstor nauta” honró su leyenda y consolidó su liderazgo latinoamericano, porque hazañas como éstas en el universo Nac&Pop despiertan una cálida y conmovedora admiración. Maniobras como las mencionadas en la jerga política de nuestro sedicente movimiento nacional y popular se llaman “buenos reflejos”, “carisma”, “dotes geniales de conductor”, y a su titular se le otorga, lisa y llanamente, la condición de “jefe”. Quien perpetra estas proezas es evocado por sus seguidores como un bravo gladiador latinoamericano y a las flamantes huestes juveniles se lo presenta como un ejemplo digno de imitar.

Continuemos. Como para que ningún detalle quedara fuera de control, cuando se iniciaron los previsibles reclamos ante aquello que los “gorilas al servicio de Magnetto” consideraban un escandaloso negociado, la fiscal designada a cargo de la causa fue la doctora Natalia Mercado, hija del señor Bombón (ese es su dulce apodo) Mercado y la conocida funcionaria de la dictadura militar, Alicia Kirchner. Seguramente la señorita Natalia no dispone de las cartulinas ganadas por Oyarbide a lo largo de una ejemplar y abnegada carrera judicial, pero convengamos que con las diferencias intelectuales del caso los servicios que presta en aquella remota provincia son igualmente eficaces. Oyarbide y Mercado. ¡Los ilustrados emergentes de la proclamada justicia popular nacida al calor de una avasallante reforma judicial!

No es la primera vez que desde el poder político o valiéndose de las influencias que de allí se derivan, se perpetran negociados de tierras, y conociendo el paño creo que existen buenos motivos para suponer que no será la última. Algo parecido a lo sucedido con Kirchner en su estimulante “década ganada”, ocurrió durante la llamada “década infame”, calificación que no fue más que el eficaz apodo asignado por el periodista de la revista Ahora, José Luis Torres, un hombre de conmovedora lealtad al caudillo conservador y fascista Manuel Fresco.

Lo sucedido fue acuñado por la historia como el negociado de las tierras de El Palomar. Se trataba de 220 hectáreas compradas por el Estado para ampliar los terrenos de Campo de Mayo. Las propietarias de las tierras eran las hermanas Pereyra Iraola, a quienes les pagaron 65 centavos por metro cuadrado, pero el Estado nacional las adquirió a un peso con quince centavos. La diferencia entre un precio y el otro sumó un millón de pesos, una verdadera fortuna para esa época, que los responsables del negociado intentaron repartírsela alegremente.

Lo ocurrido en El Palomar y en El Calafate tiene inevitables diferencias, sobre todo porque en el primer caso los principales responsables fueron juzgados y condenados, mientras que en El Calafate la constante es la impunidad. El negociado de El Palomar adquirió estado público y se transformó en un paradigma de la supuesta desvergüenza de una época, pero lo que se conoce menos o ha recibido menos atención, es la labor ejemplar del Congreso de entonces y la minuciosa investigación llevada a cabo por los legisladores para dar con los responsables.

Hoy, pensar que la actual mayoría del Congreso pueda promover una investigación sobre los recurrentes negociados es impensable, y el legislador que se proponga algo parecido peligra de quedar en ridículo. Y, como dice el tango, “además corrés el riesgo de que te bauticen gil”.

En 1940 radicales, conservadores y socialistas trabajaron codo a codo para desenmascarar a los tramposos. El escándalo derivó en una formidable crisis política que incluyó la renuncia del presidente de la Nación, Roberto Ortiz, ya entonces con su salud devastada por la diabetes. La renuncia de Ortiz por haber firmado el decreto de compra de tierras motivó una amplia movilización de masas y una convocatoria a la asamblea legislativa que por 137 votos contra uno rechazó la renuncia. Hoy es impensable que ocurra algo así. El caso más evidente es Menem y la compra de armas, pero Menem no es el único y la moral menemista no se agota en su persona.

En el caso de El Palomar, el diputado radical Víctor Juan Villot se suicidó por no soportar la vergüenza de verse involucrado en un acto ilícito. En su momento varios legisladores sintieron cierto cargo de conciencia por la muerte de quien hasta la fecha había sido un excelente legislador. En el caso de El Calafate, estos temores no se justifican. Los años treinta no eran un paraíso, pero todavía cierto decoro se sostenía y cierto sentido de la vergüenza se mantenía vigente.

Hoy es muy difícil -por no decir imposible- imaginar que alguno de los habituales operadores de ilícitos con dineros públicos se quite la vida. Primero, porque las investigaciones no han avanzado; y segundo, porque en términos de ética pública es mucho lo que hemos retrocedido. En 1940, por ejemplo, el legislador radical Eduardo Laurencena, integrante de la Comisión Investigadora, renunció porque uno de los correligionarios involucrados en la investigación era pariente suyo de segundo grado. Ese lejano parentesco fue suficiente para que Laurencena considerara que no podía seguir ocupando ese cargo, cargo que luego ocupará el socialista independiente González Iramain. Por el contrario, en El Calafate, la fiscal a cargo de investigar es la sobrina del principal imputado. Diferencias entre una época y la otra, diferencias que van más allá de la cronología y comprometen un universo de valores.

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