A la hora de definir posiciones acerca de los atentados terroristas que sacuden a las diferentes ciudades del mundo en estos meses, el denominado pensamiento políticamente correcto advierte que no se debe responsabilizar al Estado Islámico (EI) por lo sucedido sino al Isis, una diferencia verbal (una astucia verbal) para no involucrar al Islam con lo que está ocurriendo, ya que suponen que quienes asesinan y ejecutan en su nombre no serían islámicos, sino simplemente terroristas, personajes perversos y malvados, pero sin otra identidad que esa perversión y maldad.
La primera objeción que se le podría y se le debería hacer a esta singular lectura de los hechos, es que más allá de interpretaciones acomodadas a las circunstancias, no se puede desconocer que la identidad y la motivación que impulsa a los integrantes del EI es religiosa y, les guste o no a las almas bellas de Occidente, esa identidad religiosa es la del Islam, una identidad fundamentalista y fanática que, dicho sea de paso, culturalmente va mucho más allá del EI, salvo que alguien suponga que el Hezbolá, Hamas, Hermanos Musulmanes, Boko Haram, Al Qaeda, o los talibanes, son tiernas criaturitas de Dios que tampoco tienen nada que ver con el Islam.
Admitir que el Estado Islámico comete sus atrocidades en nombre de una religión, no significa suponer que el Islam como tal es terrorista, una generalización injusta y peligrosa, tan injusta y peligrosa como desconocer que por razones históricas y culturales en el Islam existen versiones terroristas que están muy lejos de ser minoritarias, una realidad desagradable que no se resuelve negándola o mirando para el otro lado como pretenden las almas bellas.
Abonando la misma línea argumentativa “correcta”, se sostiene a continuación que el terrorismo es la respuesta más o menos previsible, más o menos justiciera de parte de quienes durante siglos fueron explotados y colonizados. Esta argumentación cuenta con sus propios matices y variaciones, pero en todos los casos opera como una culpa de Occidente por haber cometido estos pecados, y sobre todo, como una suerte de justificación de los terroristas, quienes equivocados o no reaccionarían contra ese pasado de oprobio que concluye en tiempo presente con más discriminación y racismo.
Como se podrá apreciar, el operativo cultural para desarmar ideológicamente a Occidente es perfecto o casi perfecto, entre otras cosas porque son los propios líderes e intelectuales occidentales los que colaboran en esa tarea. Sin ánimo de forzar comparaciones históricas complejas, conviene de todos modos recordar que en los años treinta del siglo pasado los jefes políticos de Inglaterra y Francia, por ejemplo, mantuvieron hacia los nazis una actitud parecida; es decir, consideraban con las mejores intenciones del mundo que los aliados eran culpables de la humillación cometida contra Alemania en Versalles; y que Hitler, en el fondo, algo de razón tenía en reclamar territorios, aunque en el camino avasallaran naciones libres y ejecutaran a judíos y disidentes.
Cuando quisieron detenerlos ya era tarde. o los costos que había que pagar iban a ser muchísimos más altos que los que se habrían pagado si se hubiera actuado a tiempo, como lo venía proponiendo Winston Churchill, el político más destacado que en esos tiempos de capitulaciones tuvo claro que a Hitler había que enfrentarlo sin culpas ni remordimientos.
Una de las explicaciones que brindan los “teóricos” de la corrección política, es que por razones tácticas no conviene “meter” a todos los islámicos en la misma bolsa, un escrúpulo innecesario porque salvo algunos islamofóbicos minoritarios, nadie arriesga una opinión de ese tipo. Puede que para algunos sea útil y práctico separar a los seguidores del Islam de los terroristas, es decir, construir algo así como una ficción en la que todos los islámicos son buenos y los terroristas son monstruos llegados desde otro planeta que no tienen nada que ver con el Islam.
Habría que preguntarse, al respecto, si políticamente es productivo negar la realidad, construir una especie de relato que desconozca lo que la realidad se empecina en demostrar diariamente: que en el Islam existen subculturas afines al fundamentalismo y el fanatismo cuyas manifestaciones las estamos padeciendo cada vez con más frecuencia.
Decía que tan peligroso como considerar que el Islam es por definición terrorista, significa desconocer que algo pasa con una religión en cuyo nombre se practican los principales atentados terroristas en el mundo. Como se ha repetido en varias ocasiones, no todos los islámicos son terroristas, pero el terrorismo que hoy opera en el mundo lo hace en su nombre y, disculpen las almas bellas, tenemos derecho a creer en su filiación religiosa, ya que si viven, matan y mueren en el nombre del Islam, es porque se supone que creen en él. ¿Minorías? Puede ser, pero minorías intensas, minorías que incluyen la participación activa y adhesiones activas que suman cientos de miles de personas. Se trata, en definitiva, de admitir lo real, y de establecer en principio un diagnóstico adecuado, requisito imprescindible a la hora de intervenir en política con alguna pretensión de eficacia.
Occidente no va a conjurar la amenaza del terrorismo islámico desarmándose ideológicamente, actuando a la defensiva y apelando a argumentos anacrónicos y plagados de lugares comunes. Desconocer la filiación terrorista de una fracción de la cultura islámica en nombre de cierta prudencia, es un despropósito tan grande como desconocer los horrores del stalinismo o el maoísmo en nombre de los buenos negocios con Rusia o China.
Sin duda que despierta cierta corriente de empatía intelectual hablar de las calamidades del colonialismo y desde ese lugar justificar las actuales calamidades del terrorismo islámico. Invocar los rigores de la pobreza para explicar los recientes padecimientos es, además de injusto, un error conceptual, un argumento que justificaría a todos los que han sido déspotas en el mundo, déspotas que siempre invocan alguna humillación o agravio de un pasado más o menos remoto para legitimar sus actuales tropelías. Lo sorprendente en este caso es que sean las víctimas del terrorismo islámico quienes en la actualidad le sirven en bandeja argumentos que por un camino o por otro termina legitimando el horror.
En los ámbitos académicos existe un amplio consenso en admitir que los problemas con los países islámicos y, particularmente, con los de Medio Oriente, no son políticos sino culturales, lo cual es una desgracia, porque el campo de la política puede transformarse con relativa celeridad, pero los cambios culturales son mucho más lentos. Desde esta perspectiva, la lucha contra el terrorismo islámico es de todos, es decir debe incluir a los propios musulmanes quienes deben comprometerse de una manera más eficaz en esta lucha. Para que esto sea posible, es necesario admitir, por lo tanto, que algún problemita hay con la cultura islámica y con los regímenes que en su nombre imponen la burka, la sharia y la ablación.
Es que más allá de siglas y diferencias internas, hay algunas constantes que distinguen a la cultura islámica que merecen destacarse: el autoritarismo en contraste con la autonomía; la cultura de la venganza en lugar de la búsqueda de acuerdos; la preeminencia de los hombres sobre las mujeres; la imposición del grupo sobre el individuo. Las relaciones entre pasado, presente y futuro también es conflictiva, en tanto existe una mirada nostálgica y anacrónica del pasado; una negativa a asumir las responsabilidades del presente y una mirada mágica o milagrosa hacia el futuro. Este escenario cultural se completa con la valorización de la tribu, la autoridad del padre, la reivindicación del honor en clave mafiosa.
Por supuesto que la cultura musulmana incluye, como toda cultura, virtudes y valores dignas de destacarse, pero sería necio ignorar que estos paradigmas son fuertes y explican, con las mediaciones históricas del caso, la vigencia del terrorismo que, como se intenta explicar, existe desde antes del Estado Islámico y, seguramente, continuará existiendo después.
El operativo cultural para desarmar ideológicamente a Occidente es perfecto o casi perfecto, entre otras cosas porque son los propios líderes e intelectuales occidentales los que colaboran en esa tarea.