En menos de un año, la revolución que dijo ser libertadora se transformó en fusiladora. El juicio de la historia ha sido tan categórico, que ni siquiera los pocos nostálgicos que reivindican el golpe de Estado del 16 de septiembre de 1955 pueden defender con un mínimo de dignidad, la decisión atroz de fusilar a más de treinta personas en menos de tres días.
Los argumentos que en algún momento se elaboraron para intentar justificar estas muertes han sido descalificados moral y políticamente. El tiempo ayuda a ver con más claridad lo que a veces en el fragor de lo cotidiano no se alcanza a precisar. El golpe de Estado de 1955 puede explicarse por razones históricas, pero los fusilamientos de personas en un país donde la Constitución Nacional prohíbe expresamente aplicar la pena de muerte por razones políticas, no tiene justificación política o moral posible.
Ernesto Sábato y José Luis Romero, dos intelectuales perseguidos por el peronismo en su momento, condenaron estos fusilamientos. No fueron los únicos que comprendieron a tiempo que ninguna diferencia política justifica la muerte de nadie. Esta verdad no la supo asimilar un hombre inteligente, sensible y honrado como Aramburu. El deber militar y la razón de Estado le tendieron una trampa fatal.
Como se recordará, el general Juan José Valle y un puñado de militares nacionalistas se alzaron en armas contra el gobierno. Se dice que de haberse salido con la suya también habrían fusilado sin misericordia. La imputación es más una especulación que una verdad. Lo que se sabe es que el gobierno estaba al tanto de la conjura y los dejó hacer para reprimir con más dureza. También se sabe que el propio Perón no compartía la decisión de Valle. La carta que le escribe a Cooke exhibe un tono más cercano al repudio que a la solidaridad.
Desde las últimas horas del 9 de junio hasta la noche del 12, militares y civiles comprometidos con la revolución, fueron detenidos y fusilados a las pocas horas. El presidente Aramburu siempre sostuvo que la orden de fusilar a los militares fue responsabilidad suya. En realidad, la decisión incluyó a ministros y funcionarios del gobierno, pero la última palabra la tuvo Aramburu y esa última palabra fue lapidaria.
El argumento jurídico que avaló las muertes fue la ley marcial, pero luego se probó que la ley fue decretada posteriormente a la detención de los principales conspiradores. De todos modos, sería un error reducir el tema a una cuestión jurídica. En primer lugar, el gobierno que tomaba esa decisión provenía de un golpe de Estado a un presidente que, equivocado o no, había sido votado por el pueblo. En segundo lugar, los fusilamientos no eran necesarios en términos de seguridad estatal; la opción piadosa no iba a poner en jaque la autoridad del gobierno y, mucho menos, corría el riesgo de desestabilizarlo. En tercer lugar, los militares ejecutados no fueron juzgados y no tuvieron la oportunidad de defenderse. Es más, un tribunal militar decide que los encausados no deben ser fusilados. “Se acabó la leche de la clemencia”, dirá Américo Ghioldi, cuando en realidad el gobierno que él respaldaba la única vez que tuvo la oportunidad de ser clemente actuó sin piedad.
Manrique escribe un texto muchos años después de ocurridos los hechos, para explicar que él no lo entregó a Valle. Según sus palabras, Valle fue entregado por quien le había facilitado un departamento para que se esconda. En su línea argumentativa, Manrique asegura que él habló con Valle para decirle que disponía de más de dos horas para huir, pero el general prefirió entregarse preocupado por la suerte de sus camaradas de armas y desencantado con Perón. Como dice mi tía: “Habré que creerle”. Por su lado, los seguidores de Aramburu justifican la ejecución de Valle diciendo que como ya se había fusilado a suboficiales, no se podía otorgar el privilegio del perdón a un oficial. —Hubiera sino injusto -dice. La pregunta en este caso es la siguiente: ¿Y no se les ocurrió que todo podría haberse resuelto de una mejor manera sin fusilar a nadie? No se les ocurrió. Ni siquiera la intervención de Pío XII pidiendo por la vida de los presos los hizo cambiar de idea.
Pero la imputación más seria que se le hace al régimen es el fusilamiento de León Suárez. En esos basurales, fueron ametrallados doce civiles. Murieron cinco y milagrosamente se salvaron siete. Las víctimas habían sido detenidas unas horas antes en una casa. Según se pudo saber, sólo dos de los doce estaban comprometidos con el levantamiento; el resto o no sabían nada o conocían detalles menores. Los hombres fueron cargados en un camión, los obligaron a bajar y caminar en dirección al basural mientras los faros de los vehículos alumbraban la escena. Enseguida llegaron las balas; quien quiera conocer más detalles de esa masacre debe leer el libro de Rodolo Walsh o el de Salvador Ferla.
Lo sucedido en León Suárez anticipa el terrorismo de Estado y la decisión de un sector de las fuerzas de seguridad de aniquilar civiles disidentes. Los fusilamientos a militares son injustificables, sin embargo, para cierta mentalidad militar son “previsibles”, pero la masacre de civiles es algo perverso y siniestro, y en ese punto el régimen no tiene coartada moral posible.
Como suele suceder en estos casos, los verdugos transformaron a sus víctimas en héroes. Una persona normal no desea la muerte y hasta le teme, pero esa misma persona colocada ante la muerte, se ve obligada a tomar la decisión más importante de su vida: ser cobarde o valiente. Los hombres fusilados en junio de 1956 eligieron ser valientes. Todos. Valle y Cogorno en particular fueron dueños de una serenidad y un coraje que consternó a sus verdugos. El instante en que Valle le dice a su hija que si derrama una sola lágrima no es digna de llamarse Valle, es trágico y heroico. Como ese momento en que Cogorno le dice a un oficial que le acaba de ofrecer un trago de cogñac para mitigar el frío, que no lo acepta porque no quiere que alguien suponga que recurre al alcohol para darse ánimo.
Valle y Cogorno no pidieron ni perdón ni piedad; marcharon a la muerte dignos y enteros. Fueron los héroes de esas jornadas lúgubres y viscosas. El valor que exhibieron para vivir esos últimos instantes los elevó más allá de las miserias de la política y los colocó en el umbral de la tragedia. En ese momento, poco importaba si eran nacionalistas o liberales, peronistas o conservadores; en ese momento, fueron dos hombres, dos hombres valientes decididos a enfrentar a la eternidad con los ojos abiertos.
Por su parte, la Revolución Libertadora cometió una grave torpeza política y un imperdonable error moral. El crédito moral ganado en las jornadas del 16 de septiembre lo dilapidaron para siempre en tres días. Cinco años antes los militares alzados en armas contra el gobierno debieron rendirse y Perón se limitó a detenerlos. Se sabe que en algún momento alguien le sugirió la idea de fusilar a los cabecillas; Perón por entonces era muy popular y podría haber afrontado las consecuencias de esa decisión. Sin embargo, prefirió no hacerlo. No deja de ser una paradoja más de la Argentina que el “tirano” haya perdonado y los libertadores hayan fusilado.
Pero estos crímenes no sólo no soportan el juicio del pasado, sino que tampoco han podido soportar el juicio del futuro. Cuando Aramburu da la orden de ejecutar a los sediciosos y consiente que un militar mate a un grupo de civiles en un basural, en realidad está cargando sobre los hombros del futuro, odios y resentimientos que nos terminarán abrazando a todos y, en primer lugar, a él mismo, como trágicamente Valle se lo profetizara en su carta.
Catorce años después, un grupo de jóvenes nacionalistas de derecha, en sintonía con los servicios de inteligencia de la dictadura de Onganía, lo secuestran y lo asesinan. La atrocidad del operativo tiene su costado perverso: los secuestradores especulan que ese crimen salde las cuentas de 1955. Un crimen miserable no justifica a otro crimen canalla, pero aclarada esa opción moral, para la historia queda claro que existe una conexión entre un crimen y el otro, y esa conexión es la que da su tono y su lógica a un tiempo de pesadillas al que los argentinos nos precipitaremos enceguecidos. Los delirios mesiánicos de la guerrilla, la arremetida mafiosa de las Tres A y, finalmente, el terrorismo de Estado, constituirán en sus rasgos centrales, nuestra exclusiva versión del infierno, infierno cuyo punto de partida no es arbitrario rastrearlo en aquellas jornadas de junio, cuando quienes ejercían el poder en lugar de optar por la libertad y la compasión, optaron por la impiedad y la muerte.