Cada vez suenan más alto las voces que se levantan contra el presidente Barack Obama por su reticencia a incrementar la intervención contra el Estado Islámico, una exigencia que incluye a dirigentes republicanos, y a no pocos dirigentes demócratas para quienes el supuesto humanismo del actual mandatario de los EE.UU. no hace otra cosa que hacerle el juego al terrorismo islámico.
Una respuesta tal vez simplificadora a estas exigencias postularía que hasta la fecha a EE.UU. se le reprochan sus intenciones militares consideradas como comportamientos imperialistas promovidos por la potencia que encarnaría el Mal en los tiempos contemporáneos. Digo una respuesta simplificadora, porque las alternativas de una gran potencia son más difíciles que las de mandar o no mandar tropas, pero hecha esta advertencia hay que admitir que los dilemas que se le presentan a la Casa Blanca son siempre de difícil resolución, porque es la experiencia histórica la que nos dice que las iniciativas que se tomen siempre serán controvertidas e incluirán costos en vidas y en recursos materiales.
Se sabe que hoy en los territorios de Irak y Siria se concentran todas las contradicciones que desgarran desde hace muchos años a Medio Oriente y que sólo la mala fe o el afán de justificar lo imposible puede atribuirlo de manera lineal al denominado colonialismo. La guerra civil en Siria es política y religiosa, y a la impugnación al régimen de Assad se suman la confrontación entre sunnitas y chiítas, la beligerancia entre Irak e Irán, los recelos de sauditas y libaneses y todo ello inficionado por la creciente ola de fanatismo religioso que -importa recordarlo- tiene su máxima manifestación en el Estado Islámico, aunque no es la única y mucho menos la primera.
En conflictos de esta intensidad y alcances, es inevitable que las grandes potencias intervengan. No pueden no hacerlo porque así lo exigen los intereses económicos, geopolíticos y culturales en juego. En Siria se juegan temas territoriales y económicos, pero también cuestiones culturales que en un mundo globalizado alcanzan a toda la humanidad o, por lo menos, a sectores cada vez más amplios.
Con algo de cinismo y algo de inhumanidad, un dirigente europeo sostuvo, apenas se inició el conflicto en Siria, que ante la imposibilidad de asegurar la paz o de intervenir, lo que se imponía hacer en un territorio dominado por las más diversas y detestables sectas terroristas, era cercar la guerra en límites determinados y luego apostar a que se maten entre ellos. La frase suena algo brutal (en realidad lo es), pero algo parecido dijo hace más de sesenta años Winston Churchill para referirse a la guerra entre nazis y comunistas y, como la historia lo demostró, después todos debieron involucrarse.
Lo grave de esta frase es su brutalidad, pero también su ineficiencia ya que, como los hechos luego se encargaron de demostrar, las sucesivas masacres en Siria lo que provocaron fue el drama de los refugiados, el éxodo de cientos de miles de personas: familias con niños y ancianos que huyen hacia los países vecinos, y cuando estas fronteras se cierran enfilan hacia Europa con las previsibles repercusiones sociales y culturales que estas olas inmigratorias provocan en el Viejo Continente, algunas de cuyas manifestaciones son la xenofobia y la emergencia de liderazgos populistas de extrema derecha.
La conclusión de todas estas idas y venidas es desoladora para la región y para las grandes potencias que no logran arribar, en primer lugar, a un acuerdo entre ellas para luchar contra el Estado Islámico. La diferencia más visible es la que se manifiesta entre los EE.UU. y Rusia, en la medida en que el régimen de Putin apoya al gobierno de Assad y respalda con recursos económicos y militares a cada una de sus iniciativas militares contra las diversas facciones armadas, muchas de ellas enfrentadas con el Estado Islámico.
Es que en ese trágico laberinto de sangre y muerte que se despliega en Irak y Siria es muy difícil, por no decir imposible, conciliar intereses y pasiones acumulados durante años. La estrategia de EE.UU., que a poco de iniciado el conflicto estuvo en contra de Assad, fue la de apoyar a las diferentes facciones enfrentadas al dictador con la esperanza, casi siempre desmentida por los hechos, de que a su caída lo sucederían dirigentes democráticos.
Nada de ello ocurrió. La violencia y la complejidad de la guerra fueron creciendo hasta arribar a su última manifestación: el Estado Islámico, cuyos integrantes redujeron a Hezbola y Al Qaeda a inofensivas asociaciones de boys scouts, con lo que se verifica que en el universo del integrismo islámico las reservas de violencia parecieran insondables.
Mientras la espiral de violencia crece sin pausa, EE.UU. insiste en que a la guerra la deben librar en primer lugar los actores comprometidos de la región. Esto quiere decir que el país del norte puede dar un respaldo táctico e incluso económico, pero a los soldados los deben poner las potencias de la zona interesadas en ponerle punto final a esta guerra. La estrategia, en un primer momento, impresionó como impecable, sobre todo porque en la región luego de lo de Irak no querían saber nada con soldados norteamericanos, mientras que en EE.UU. los padres se resistían y resisten a admitir que sus hijos vayan a morir a miles de kilómetros de distancia por una causa que cada vez le suena más extraña e indeseable.
Lo que sucede es que ante la prolongación de la guerra estas buenas intenciones empiezan a zozobrar y cada vez son más fuertes los reclamos para que EE.UU. se comprometa en esta guerra de una manera más frontal, es decir, haciendo valer su poderío militar y tecnológico. Obama por supuesto no piensa lo mismo, y todo hace pensar que por el momento ni Trump ni Clinton se decidirían por una alternativa semejante, entre otras cosas porque al envío de tropas, por ejemplo, abriría un peligroso frente de conflictos ya no con Siria sino con Rusia y tal vez China. Si esta hipótesis se verificara, se confirmaría que estas guerras que se inician como locales corren el riesgo de devenir en globales, por lo que cualquier decisión que se tome en nombre de la paz debe evaluar si, contradiciendo las mejores intenciones o los reclamos más legítimos, no provocarían resultados exactamente opuestos a los buscados.
Como se dice en estos casos, en EE.UU. a esta película ya la conocen. Agobiados por una guerra que se prolonga sin límites, sus principales protagonistas exigen que desde la Casa Blanca le saquen las papas del fuego, aunque el capítulo siguiente a una posible intervención norteamericana sería la movilización alentada por los mismos líderes locales contra el intervencionismo yanqui, movilización a la que se sumarían las llamadas almas bellas de Occidente, siempre dispuestas a fustigar a EE.UU., hoy porque no interviene, mañana porque interviene.
De más está decir que los yanquis no son angelitos y mucho menos benefactores sociales, una exigencia que, por otra parte, sería ridículo hacerle a una gran potencia. Si en algún momento se decide a intervenir será porque a sus intereses les resulta conveniente, pero admitamos también que su condición de gran potencia le exige desempeñar un rol que muchas veces excede los intereses inmediatos. De todos modos, a nadie le debería llamar la atención que cuando de guerra se trata los intereses suelen ser inevitables, salvo que alguien crea que los hombres marcharán gratis a la guerra y a la muerte.
Desde Cartago y Roma hasta la fecha, las responsabilidades y también los privilegios de las grandes potencias de turno han sido parecidos, más allá de la disponibilidad de recursos, ya que pareciera que la humanidad puede progresar en todos los niveles, pero ese progreso no altera ciertas lógicas del poder que provienen desde el fondo de la historia y que en lugar de disminuir o reducirse se han ampliado en complejidad y sofisticación, pero también en inescrupulosidad y violencia.