A las declaraciones políticas de Hebe Bonafini hace rato que no se las debe tomar en serio y dejo a psicólogos y tarotistas la labor de interpretar la conducta de una mujer cuya gravitación pública a esta altura de los acontecimientos pertenece más al círculo pasional y mediático en el que militan personajes como Maradona o Tinelli que al de una dirigente de los derechos humanos preocupada por los valores del humanismo.
Disculpar sus exabruptos y sus desplantes autoritarios y racistas en nombre de un pasado que ella misma se encargó de enlodar, es un acto de mala fe o una grosera coartada promovida por quienes han logrado la hazaña de corromper a las instituciones de derechos humanos, corrupción que en más de un caso -importa decirlo- se logró con el consentimiento complaciente de los titulares de estas instituciones, algunos de los cuales descubrieron que el prestigio obtenido en el pasado podía ser un excelente capital simbólico para obtener pingües beneficios para ellos y sus familiares.
Bonafini, cuyo nivel de aceptación social dudo que supere el uno por ciento de la población, debe su popularidad a un pasado que la contó como protagonista destacada, pero sobre todo a la divulgación que los, para ella, detestables medios de comunicación, hacen de cada uno de sus actos. El personaje, a esta altura de los acontecimientos, pertenece más al campo de lo grotesco y lo sórdido que al de los testimonios sociales, pero sería interesante que alguna vez las instituciones de derechos humanos que merecen ese nombre digan al menos una palabra acerca de quien con su conducta desprestigia una causa considerada noble y digna.
Puede que algunos consideren piadosamente que los noventa años de la mujer la disculpan, argumento de dudoso valor político, porque hasta tanto se demuestre lo contrario, Bonafini está en uso de sus facultades. Y si alguien supone que se trata de un argumento formal, correspondería recordar que el actual personaje irascible, prepotente y vulgar no es muy diferente del que hace quince años aprobó con singular entusiasmo la masacre de más de tres mil inocentes en las Torres Gemelas de Nueva York, y hace veinte años reivindicó con pasión militante la labor humanitaria de la ETA. Para no olvidar que fue a principios de los años noventa cuando decidió, como una patrona de casa de citas, incorporar a las filas de Madres de Plaza de Mayo, y con la suma del poder público, al señor Sergio Schocklender.
De todos modos, y en homenaje al realismo político, se puede admitir que efectivamente Bonafini es apenas un emergente, un pretexto cínicamente levantado por quienes con sospechosa tardanza se acordaron de los derechos humanos y de una historia en la que no han tenido nada que ver y hasta es probable que en algún momento hayan estado en la vereda de enfrente, salvo que alguien suponga que, por ejemplo, señores como Boudou, De Vido, y por qué no, los Kirchner, alguna vez se hayan interesado en serio por la vigencia de los derechos humanos.
Dicho con otras palabras, el problema real no es Bonafini, sino los que se amontonan a su alrededor; unos, porque suponen que están realizando aportes efectivos a la revolución social, y otros, porque están convencidos de que ése es el camino más práctico, tal vez el único, para eludir la acción de la Justicia que, como es de público conocimiento, no los está investigando por su condición de luchadores sociales sino por su labor de saqueadores de los recursos públicos, imputación que, dicho sea de paso, alcanza a la propia señora de Bonafini, quien debería aclararle a la Justicia qué hizo con los desaparecidos, con los doscientos millones de pesos desaparecidos, se entiende.
La decisión de la Señora de almorzar con Bonafini está claro que no fue un acto social, sino una decisión política, la decisión de respaldar a la mujer que decidió desobedecer la orden de la Justicia, que no la citaba por su supuesta condición de luchadora social. No deja de llamar la atención que en la medida que la Señora es asediada por las causas que la cuentan como una probable protagonista de los episodios de corrupción más escandalosos de la Argentina, la respuesta de Ella sea la de radicalizar su discurso presentándose como una suerte de líder antiimperialista, parodia que sólo los idiotas o los cómplices pueden tomar en serio.
Mientras tanto, en las usinas del macrismo cada una de las manifestaciones de la Señora son recibidas con regocijo, porque están convencidos de que mientras el kirchnerismo ocupe el centro de la oposición, sus niveles de gobernabilidad se acrecientan, porque hasta los críticos más duros al oficialismo bajan la voz o miran para otro lado ante el temor del retorno de la banda de cleptócratas que asoló al país durante doce años.
¿Hasta cuándo el pasado continuará gravitando en el presente? Una buena pregunta para hacerse, cuya respuesta no es tan sencilla como parece ser al primer golpe de vista, en la medida en que es sumamente complicado determinar en política cómo se constituye el presente y de qué modo esas relaciones del pasado con el futuro están articuladas en tiempo presente.
Convengamos que temas como el saqueo nacional, el déficit energético, la inflación incontrolable, la desocupación y la pobreza no cayeron del cielo, sino que cuentan con su propia historia, una historia que se expresa en tiempo presente y que resulta imposible soslayar. Como para aclarar este punto de vista, se me ocurre pensar que la historia debe ser pensada no tanto como la disciplina que estudia el pasado, sino como la disciplina que estudia la relación entre el presente y el pasado, motivo por el cual, como dijera Benedetto Croce, toda historia es siempre historia contemporánea.
Si esto es así, es lícito pensar que en el campo de la política -la política como historia conjugada en tiempo presente- el pasado o los pasados intervienen en la construcción de ese presente y en el posible diseño de los futuros. Es precisamente en el campo de la lucha política donde se decide la agenda del presente, pero en toda circunstancia esa agenda se construye con las señales y las huellas del pasado que se obstinan en intervenir en el presente.
Las escenas de la Rosadita o el revuelo de millones de dólares en un convento, episodios bizarros protagonizados por las principales espadas del kirchnerismo no son, históricamente hablando, hechos sepultados bajo el polvo del pasado. Es más, un gobierno que se proponga borrar ese pasado, merecería ser criticado porque esas decisiones nunca son inocentes. ¿Qué habríamos pensado de Alfonsín si en nombre de la consigna “no hay que mirar al pasado”, hubiera callado los horrores del terrorismo de Estado? ¿Acaso Menem no construyó su agenda precisamente invocando la crisis hiperinflacionaria que estalló a fines de los ochenta? ¿Y Duhalde no hizo lo mismo con la crisis de 2001?
En definitiva, la relación del pasado con el presente es uno de los temas centrales de la política, y, en todo caso, lo que merece debatirse es cómo se construye esa relación. Y en la misma línea, no sería arbitrario postular que la lucha política en tiempo presente es precisamente una disputa a veces elegante, a veces sórdida, por la interpretación de ese pasado o por la recuperación de uno de los pasados posibles.
¿Macri le tiene medio a Bonafini y a la Señora, como se dijo en estos días? Dejemos pasar por el momento el desplante autoritario de quien se arroga la facultad de administrar el miedo, para recordar una vez más que si bien no sabemos si Macri tiene miedo, de lo que estamos seguros es que él no inspira miedo, virtud no menor en un país que se acostumbró en los últimos doce años a que desde el poder se injurie y se amenace a diario.
Alguna vez Jorge Luis Borges confesó que se había afiliado al Partido Conservador porque era un partido que evidentemente no despertaba pasiones incontrolables. No me resulta desagradable colocarlo a Macri en ese lugar. Sobre todo porque, como la reciente experiencia histórica se ha encargado de probarnos a los argentinos, no nos ha ido bien dejándonos dominar por esas pasiones que, atizadas desde el poder, los demagogos de turno programan con frialdad de tahúres.