El asesinato de Augusto Timoteo Vandor

El 30 de junio de 1969 un comando armado ingresó al local de la UOM y asesinó al dirigente metalúrgico Augusto Timoteo Vandor. Le dispararon a quemarropa cinco o seis tiros, tres de ellos cuando ya estaba en el suelo. Para asegurar la ejecución, le pusieron una bomba entre las piernas que uno de sus guardaespaldas alcanzó a retirar y explotó unos minutos después en uno de los tragaluces.

Se dice que al momento de irrumpir los asesinos, Vandor estaba hablando por teléfono con Antonio Cafiero y terminaba de concretar un almuerzo de trabajo con dos funcionarios de la dictadura militar. En su despacho se encontraba Afrio Penissi, el dirigente metalúrgico santafesino. Las crónicas afirman que cuando el Lobo vio que era el blanco de los hombres armados empujó a Penissi y con ese gesto le salvó la vida. Un veterano de la UOM me dijo muchos años después que ese gesto de Vandor ponía en evidencia su generosidad y su coraje. No supe qué responderle.

Eran las once y media de la mañana. Más o menos. El operativo no duró más de diez minutos. Los cinco integrantes de lo que luego se conocería como Ejército Nacional Revolucionario (ENR) bajaron del auto que dejaron estacionado en la puerta del gremio de calle La Rioja 1945 y, cumplida su faena, se retiraron en dirección a avenida Caseros. Nunca más se supo de ellos. Nadie, hasta el día de hoy, sabe a ciencia cierta quiénes fueron los que perpetraron ese operativo. Hay rumores, trascendidos, deducciones, pero pruebas concretas con nombres y apellidos no hay.

Un rumor asegura que Vandor reconoció a uno de sus verdugos: “¿Qué hacés Cóndor?”, le dijo al que venía derecho hacia él. De esas palabras se dedujo que el jefe o el ejecutor del operativo pudo haber sido Dardo Cabo, quien hacía un mes que había recuperado la libertad después de ser encarcelado por su célebre Plan Cóndor, el operativo perpetrado por él y un puñado de militantes en septiembre de 1966 para recuperar las Malvinas.

Montoneros dijo años después que a la ejecución la cometió un grupo armado que luego ingresó a esa organización. Puede ser, pero Montoneros, en temas como estos, ha fabulado demasiado. También se sospecha que pueden haber sido militantes de la resistencia, activistas de la CGT de los Argentinos y no se descarta que detrás del operativo haya estado la CIA. Esta última hipótesis hoy es la más débil. Suele resultar funcional a cierto espíritu conspirativo del peronismo, pero no hay ningún indicio serio de que los muchachos de la CIA se hayan ocupado de Vandor.

Mientras tanto, en la sede de la UOM todo era confusión y congoja. En el local había alrededor de veinte guardaespaldas que no supieron o no tuvieron tiempo de hacer nada. El portero aseguró que los dejó pasar porque los hombres exhibieron documentos de Coordinación Federal. En la planta alta, además de Vandor, estaban a esa misma hora Lorenzo Miguel y Victorio Calabró, entonces delegado de la seccional de Vicente López. Tampoco atinaron a hacer nada. Cuando meses después Lorenzo Miguel escaló posiciones decisivas en el gremio, circularía el rumor de que él había estado involucrado en esa muerte. El rumor no es creíble, pero da cuenta del clima conspirativo existente.

El secretario de prensa del sindicato trasladó al herido en su auto hasta el Policlínico del gremio en calle Hipólito Yrigoyen al 3200. Llegó muerto. A esa altura de la jornada, la noticia se había disparado a todo el país. El Lobo Vandor, el temible cacique metalúrgico, el hombre que había enfrentado a todos los gobiernos civiles y había acordado con todos los gobiernos militares, el infatigable negociador, el creador de la táctica de golpear duro y negociar fuerte, el dirigente peronista que había tenido la osadía de enfrentar a Perón, había sido ejecutado por un comando. Fue el primer crimen con esa metodología que se practicó en la Argentina. Lamentablemente no sería el último. Fue, además, la primera señal de que el ajuste de cuentas en el interior del peronismo sería salvaje y sangriento.

Por lo pronto, a Vandor se la tenían jurada de varios lados. En enero de 1966, en el hipódromo de San Isidro, le habían puesto una bomba en su paddock. El explosivo buscaba poner en evidencia que el dirigente sindical iba a las carreras a apostar, pero sobre todo a observar la performance de sus propios caballos de carrera. Una semana antes del atentado, Paulino Niembro recordaba que junto a Avelino Fernández y Lorenzo Miguel le habían sugerido que dejara el país por un tiempo porque su vida corría peligro. No les hizo caso.

Lo que se sabe es que Perón no se puso triste por esa muerte. En 1974 declararía al diario “Mayoría”: “Yo le dije: A usted lo matan, se ha metido en un lío grande y a usted lo van a matar. Lo mataban unos o lo mataban otros porque él había aceptado dinero de la embajada americana y creía que se los iba a fumar a los de la CIA. ¡Hágame el favor!, le dije. Ahora usted está entre la espada y la pared: si usted le falla al movimiento el movimiento lo mata, y si usted le falla a la CIA la CIA lo mata. Me acuerdo que lloró. Usted no es tan habilidoso como se cree, no sea idiota, en esto no hay habilidad, hay honorabilidad que no es lo mismo”.

¿Le creemos a Perón todo lo que dice? Más o menos. No me lo imagino a Vandor llorando. La reunión a la que Perón se refiere debe haber ocurrido en abril de 1969. Unos meses antes -ironías de la vida- Vandor se había reunido en La Habana con el Che Guevara, quien habría ponderado la lucidez y la habilidad del dirigente gremial, virtudes que nadie le negó nunca, ni siquiera Perón.

Perón seguramente no olvidaba que Vandor había sido el estratega práctico de la consigna “peronismo sin Perón” y que en diciembre de 1964 había caído en la trampa del llamado “Operativo retorno”. Como se recordará, el mítico “avión negro” había sido detenido en Brasil y Vandor empezó a decir que el retorno de Perón era inviable. Como consecuencia de ello, unos meses después Perón se vio obligado a nombrar delegada a su esposa para que viajara a la Argentina y apoyara en las elecciones de Mendoza a una lista auspiciada por él y enfrentada con la de Vandor. Como curiosidad no está demás recordar que en ese viaje Isabelita fue custodiada, entre otros, por Brito Lima y Dardo Cabo.

A mediados de 1968, Rodolfo Walsh publicó en unos cuadernillos de la “CGT de los argentinos” su investigación sobre la muerte del dirigente metalúrgico de Avellaneda, Rosendo García. El libro se conoció luego con el nombre de “¿Quién mató a Rosendo?”. Allí se alude al episodio que tuvo lugar el 13 de mayo de 1966 en la pizzería La Real de Avellaneda, cuando dos facciones sindicales se trenzaron a tiros. Según Walsh, el responsable de la muerte de García fue Vandor. También le atribuyó la muerte de Domingo Blajaquis y Juan Salazar. Entre los guardaespaldas o amigos de Vandor estaba Armando Cabo, el padre de Dardo y uno de los dirigentes míticos de la resistencia sindical peronista. También Beto Imbelloni.

La divulgación del libro entre militantes y activistas sindicales creó un clima favorable al ajuste de cuentas contra Vandor. Hasta el día de hoy reconocidos vandoristas le atribuyen a Walsh la responsabilidad material e intelectual de esa ejecución. El comando que decidió la muerte del Lobo calificó su misión como “Operativo Judas”. Se asegura que cuando en septiembre de 1968 Vandor hizo fracasar la huelga de trabajadores petroleros de Berisso y Ensenada, se empezó a planificar su muerte.

El libro de Walsh fue un importante aval legitimador del crimen, pero mucho más importante fue la carta que Perón le envió al dirigente José Alonso, enfrentado con Vandor desde enero de 1966. En ese carta le dice: “El enemigo principal es Vandor y su trenza. Hay que darle con todo y a la cabeza, sin tregua ni cuartel. Su acción fue de engaño, doblez, defección, satisfacción de intereses personales y de círculo, desviación, incumplimiento de deberes, componendas, acomodos inconfesables, manejo discrecional de fondos, putrefacción, traición, trenza. Por eso yo no podré perdonar nunca como algunos creen tan funesta gestión. En política no se puede herir, hay que matar, porque un tipo con una pata rota hay que ver el daño que puede hacer. Deberá haber solución definitiva, sin consultas como ustedes resuelven allí. Esta es mi palabra y ustedes saben que Perón cumple”. El lenguaje es de Perón, el estilo es de Perón y no cuesta demasiado admitir que él fue -como se dice ahora- el responsable ideológico o intelectual de esa muerte. Escribir una carta en esos términos en 1969 era equivalente a una orden de ejecución. Como diría Carlos de la Púa: en su poema: “Tras cartón está la muerte”.

Se ha dicho que los partícipes reales de la ejecución de Vandor fueron Rodolfo Walsh, Carlos Caride y Dardo Cabo. Equivocado. Por malas y buenas razones. En estos temas, la realidad empieza a confundirse con la leyenda y, a veces, con la mala fe. Carlos Caride había sido detenido en abril de 1969 y recién recuperó su libertad el 25 de mayo de 1973, razón por la cual es imposible que haya participado de la “Operación Judas”. Dardo Cabo hacía un mes que había dejado la cárcel luego de cumplir una condena por la participación en el Operativo Cóndor. Según se dice, Vandor lo reconoció, pero resulta raro que alguien que desde chico correteaba por los pasillos de la UOM haya entrado al sindicato y nadie lo haya reconocido. Asimismo, es por lo menos discutible que después de haber estado casi tres años detenido, se haya sumado a un operación de esta envergadura a las pocas semanas de recuperar la libertad.

Respecto de Rodolfo Walsh, es por lo menos opinable que para esa época haya tenido preparación militar, si es que alguna vez la tuvo. ¿Era o no un hombre de acción el autor de “Operación masacre”? No tengo información disponible para responder a ese interrogante. Un intelectual suele hablar de la “dialéctica de las pistolas”, pero es muy raro que transforme sus palabras en actos. De todos modos, no se debe olvidar que en su primera juventud Walsh militó en la Alianza Libertadora Nacionalista, un grupo de choque de abierta filiación fascista donde los ascensos se ganaban no con los libros escritos sino con la cachiporra, la cadena o la 45. De todos modos, llama la atención que haya participado en un operativo con Dardo Cabo cuando en su libro “Quién mató a Rosendo”, sugiere que Armando Cabo, padre de Dardo y veterano dirigente sindical, fue uno de los principales responsables de lo ocurrido.

Walsh, pero sobre todo Caride y Cabo, fueron una expresión de esa singular experiencia del peronismo en la resistencia, experiencia en la que el fascismo, la rebeldía, los primeros balbuceos socialistas, el fusil y la manopla, la pistola y el “caño”, el combatiente y el servicio de inteligencia, se confundían. Hay una foto que los muestra en las Islas Malvinas a Dardo Cabo, Alejandro Giovenco y Juan Carlos Rodríguez. Son jóvenes, valientes y peronistas. Sonríen. Es una sonrisa insolente y feliz. La foto es de 1966. Años después, estos tres militantes combatían en trincheras opuestas. Giovenco murió en 1974 desangrado cuando le explotó una bomba que, según se dijo, iba a colocar en un local de Montoneros. Rodríguez fue guardaespaldas de Lorenzo Miguel y terminó asesinado por una banda del mismo grupo en que militaba Giovenco. Dardo Cabo fue asesinado en enero de 1977. Estaba detenido por los militares y, según el parte oficial, intento “fugarse” cuando los trasladaban a la Penintenciaría de La Plata. En realidad no intentó fugarse, le aplicaron la “ley de fugas”, que no es lo mismo.

Cabo, Giovenco y Rodríguez. Tres historias con finales diferentes protagonizados por hombres que en el fondo o al principio creyeron lo mismo. ¿En el peronismo o en los fierros? Probablemente en las dos cosas, pero en algún momento los “fierros” fueron más importantes que el peronismo, que los afectos, que su propia vida. Ese culto a la violencia y a la muerte, ese “vivir peligrosamente”, es lo que los acerca al fascismo. .

Caride, por ejemplo, estuvo en Taco Ralo, se identificó con Montoneros, fue uno de los tantos militantes expulsado de la Plaza de Mayo por Perón y concluyó sus días asesinado por la dictadura militar. Sin embargo, su bautismo de fuego lo tuvo en un acto organizado por el peronismo en la Facultad de Derecho de la UBA en 1962, ocasión en la que se produjo un tiroteo entre reformistas de la FUBA y “fachos”. Como consecuencia de la balacera, fue muerta la estudiante Beatriz Malena y la policía siempre le imputó a él ese crimen.

Continuemos. Otra versión asegura que los integrantes del denominado Ejército Nacional Revolucionario (ENR) fueron, entre otros, Horacio Mendizábal, Norberto Habegger, Raimundo Villaflor y Roberto Perdía. La mayoría de ellos se integrarán más adelante a Montoneros, pero a través de la estructura política que crearon esos años: “Descamisados”.

Lo que llama la atención, es que el ENR se hizo responsable públicamente de la muerte de Vandor el 7 de febrero de 1971, un año y medio después. ¿Por qué tanta demora? No hay respuestas satisfactorias a este interrogante. Tampoco habrá respuestas a la muerte de Aramburu o a las reuniones secretas mantenidas en París por Massera y Firmenich. Nos guste o no, toda la saga revolucionaria del llamado peronismo en la resistencia está contaminada por sospechas de este tipo. La militancia abnegada, la entrega generosa a una causa, se confunde, en más de un caso, con sospechas terribles. No puede decirse lo mismo del PRT. Santucho no era Firmenich. ¿Por qué esa diferencia? No hay una exclusiva respuesta, pero lo cierto es que la diferencia ética era notable. A un amigo periodista que conocí Alemania y me preguntó algo parecido, le dije, como para salir del paso, que la diferencia ética entre Santucho y Firmenich es similar a la que existe entre un lector de “Su moral es la nuestra”, de Trotsky o de los “Manuscritos filosóficos de Marx, y “La razón de mi vida” o “Conducción política”. O entre un marxista y un peronista. Hasta el día de hoy mi amigo no sabe si mi respuesta fue o no un chiste. Yo tampoco lo sé.

Vandor fue ejecutado y Montoneros se hizo cargo de su muerte, como luego lo hará con la de José Alonso, ocurrida el 27 de agosto de 1970. El asesinato de Alonso fue relatado hasta con detalles por la revista oficial de Montoneros, “El Descamisado”. El texto chorreaba morbosidad y sangre. Era, más que un relato, una provocación política. Ya para esa fecha Montoneros suponía que el mejor aporte que se podía hacer a la revolución nacional era derrocar a Isabelita, “Que se vaya la Martínez”, pintaban en las paredes los herederos ideológicos y políticos de quienes ahora acusan de destituyentes a quienes se atreven a criticar al gobierno de los Kirchner.

A esa operación suicida y golpista, los muchachos la justificaban en nombre de la teoría de la agudización de las contradicciones. El mismo argumento, con los mismos resultados, usarán para decretar la contraofensiva bajo el supuesto teórico de que la dictadura militar estaba acorralada. El relato que justifica la muerte de los sindicalistas hablaba de castigar a los traidores. Tres años después del “Operativo Judas”, las consignas de Montoneros eran más elocuentes: “Rucci traidor, a vos te va a pasar lo mismo que a Vandor”. Y le pasó.

La línea oficial de Montoneros en este tema era la de ejecutar a los dirigentes sindicales traidores. Lo decían y lo hacían. A los nombres de Vandor y Alonso se sumaron luego los de Klosterman, Coria y Rucci hasta sumar alrededor de 37 dirigentes. Como me dijera un amigo peronista no alineado con Montoneros: “Curiosa estrategia de liberación que se fundaba en el asesinato de dirigentes obreros”. Para luego concluir con cierto tono irónico: “Sólo a cristianos torturados por la culpa y el pecado se les puede ocurrir matar a Coria cuando ya estaba alejado del gremio”.

Montoneros les imputaba a los sindicalistas llevar adelante la estrategia del imperialismo en el movimiento obrero. Las palabras más suaves que les decían eran “traidores”, “corruptos” y “confidentes policiales”. A decir verdad, estos dirigentes algunos méritos habían hecho para recibir semejantes imputaciones, pero sus errores o sus vicios no se corregirían matándolos sino derrotándolos en sus sindicatos, una estrategia más larga, más incierta y que reclamaba paciencia, una virtud que los dirigentes de Montoneros nunca tuvieron. Por el contrario, a medida que el proceso se complejizaba la impaciencia trastrocó en histeria, en histeria criminal en más de un caso. El asesinato en nuestra ciudad del sindicalista del gremio de la Madera, Juan Mario Russo, sólo se puede explicar desde la histeria y la alienación.

En el caso de Vandor, se trataba de un gremialista inteligente, capaz de hacerse respetar y, por supuesto hacerse odiar. A quienes lo acusaron de corrupto y multimillonario la historia les demostró su error o su mentira. Vandor no dejó fortuna, ni siquiera le dejó recursos económicos a su familia, a su mujer, Élida Curone y sus dos hijos: Marcela y Roberto. Algo parecido puede decirse de Rucci y Alonso. Se trataba, en todos los casos, de dirigentes sindicales peronistas cuyos errores y aciertos provenían de su ideología, de su manera de entender la actividad sindical y de su práctica política.

Augusto Timoteo Vandor nació en la localidad entrerriana de Bovril el 26 de febrero de 1923. Su infancia y su adolescencia transcurrieron en el pueblo, pero en algún momento decidió trasladarse a Buenos Aires escapando de los apremios de los bajos sueldos, los malos trabajos, la desocupación y la falta de horizontes. Podría decirse -como licencia verbal- que fue uno de los tantos “cabecitas negras” que en los años cuarenta llegaron a Buenos Aires, aunque en este caso, como para contradecir los prejuicios de porteños e historiadores, el supuesto cabecita negra tenía cabellos rubios y ojos azules.

Estudió en la ESMA cuando estaba muy lejos de ser un centro de torturas y durante seis años vivió en el mar. En 1948 entró a trabajar en la planta Phillips en el porteñísimo barrio de Saavedra. Allí empezó su carrera sindical, primero como delegado y luego como dirigente regional. La leyenda asegura que sus inicios políticos estuvieron vinculados al troskismo de “Palabra Obrera”, la corriente dirigida por Nahuel Moreno que para esa época pregonaba el “entrismo” en el peronismo. Esa leyenda nunca fue confirmada y los propios troskistas se esforzaron por desmentirla, aunque no se sabe con certeza si lo hicieron para rendirle un homenaje a la verdad o al pudor, ya que daría la impresión que a personajes como Nahuel Moreno les daba algo de vergüenza admitir que Vandor había militado en sus filas.

Lo seguro es que para esa fecha conoció a una muchacha muy linda que trabajaba en la fábrica y que en los días de invierno se protegía con una capucha roja. Se llamaba Elida Curone y fue su esposa de toda la vida y la madre de sus dos hijos. Al apodo ‘Lobo’, Vandor se lo ganó no porque fuera un animal astuto y duro, como dijeron algunos biógrafos improvisados, sino por ser un joven enamorado que perseguía a su “Caperucita Roja”.

Sí puede decirse que el hombre luego honró al apodo. Los que lo conocieron hablaban de su expresión severa, de sus labios finos que muy raras veces se distendían en un sonrisa y de sus ojos acerados que miraban como queriendo buscar en su interlocutor una verdad que estaba más allá o más acá de las palabras. Era un lobo, peligroso como todo lobo, pero no era un mafioso.

Su ingreso al sindicalismo mayor se produjo después del golpe del 16 de septiembre de 1955. La huelga metalúrgica de 1956 se incluye entre las grandes jornadas de lucha del movimiento obrero. El régimen de la “Libertadora” respondió con represión y Vandor fue a dar con sus huesos a la cárcel. Recuperó la libertad y desempeñó un rol importante en el Congreso Extraordinario de la CGT de 1957. Y cuando Frondizi llegó al poder en 1958 Vandor ya era el jefe metalúrgico y lo seguiría siendo hasta el día de su muerte.

Con Frondizi negoció la ley 14250 de Asociaciones Profesionales. Para esa fecha ya es el dirigente sindical que golpea duro y negocia. Para una y otra movida es un jugador temible. A la hora de atacar no vacila en acordar incluso con sus detestables enemigos comunistas; y a la hora de negociar no le hace asco a sentarse a hablar con los mismos que ordenaron encarcelar o reprimir a los huelguistas.

Conducir la UOM en la Argentina desarrollista de principios de los años sesenta, significaba conducir a todo el movimiento obrero. Vandor sabía hacerlo. Lo hacía con inteligencia, audacia y hasta con coraje. Todos admiten que fue el único dirigente sindical que se propuso hacerle sombra a Perón. Tenía condiciones para hacerlo. Para esa época la revista “Primera Plana” tituló su tapa con el siguiente interrogante: “¿Vandor o Perón?” Fue la primera vez que el jefe máximo estuvo al mismo nivel que un dirigente sindical.

Fue el único dirigente sindical que transformó a su apellido en una corriente política definida: el vandorismo. En la UOM era respetado, temido y amado. Sabía ser generoso con los amigos e implacable con los enemigos. No era un angelito, pero comparado con algunas corruptelas sindicales contemporáneas, podría decirse sin exageraciones que era un gremialista honesto. Por lo menos no era ladrón.

Sus virtudes y sus vicios públicos provenían de su condición de peronista. El peronismo le había enseñado a negociar con el Estado y los militares. El peronismo le había enseñado a desconfiar de la democracia y odiar a los comunista y zurdos en general. El peronismo le había enseñado a arreglar con la policía y a pactar con los patrones. Parodiando un poema de Julián Centeya, podría decirse de él que “siempre fue peronista, nunca fue otra cosa”.

Vandor entendió antes que otros que para ser peronista en la Argentina de esos años no era necesario esperar órdenes de Perón. En su intimidad es probable que haya estado convencido de que el retorno de Perón era inviable. No le faltaban razones y motivos para defender esa hipótesis. De allí al peronismo sin Perón y la conformación de un Partido Laborista había un solo paso que Vandor intentó darlo, pero Perón le ganó de mano. La primera pulseada se dio con motivo del Operativo Retorno, donde podría decirse que Vandor ganó por puntos. La segunda pelea de fondo se dio en Mendoza, cuando en las elecciones participaron dos candidatos peronistas, uno que respondía a Vandor y se llamaba Serú García y el otro, leal a Perón, que se llamaba Corvalán Nanclares.

Perón movilizó para esta batalla todo el poder que disponía para darle jaque mate a su temible rival. Y se lo dio. Para esa fecha llegó a la Argentina su esposa, Isabel Martínez, quien piloteó “la batalla de Mendoza” y la piloteó bien. En ese viaje, Isabelita conoció a López Rega en una reunión en la casa del mayor Alberte. ¿Qué hacía López Rega allí? Es un misterio que ni Isabelita está en condiciones de responder. Diez años después los argentinos tuvimos que padecer las consecuencia de ese encuentro, pero la responsabilidad principal no era de Isabelita o López Rega.

Derrotado en febrero de 1966 su candidato en Mendoza, Vandor descartó la posibilidad de llegar al poder por la vía electoral y reforzó su alianza con los militares golpistas. El plan de lucha de 1965 le había salido redondo. Ahora se trataba de recoger los frutos. Cuando Onganía asumió el poder en junio de 1966, sus seguidores se jactaban de que en esa ceremonia Vandor subió al palco presidencial a cincuenta dirigentes sindicales, entre los que se destacaban Izzetta, Cavalli, Castillo y, por supuesto, él.

Su inteligencia o su astucia no le alcanzaron para registrar que la caída de Illia significaba también la irrupción de una nueva Argentina, una Argentina signada por la violencia y la arbitrariedad, con nuevas reglas de juego. Cerradas todas las puertas de la legalidad, proscripto el peronismo y proscriptos todos los partidos políticos, el camino de la violencia quedaba abierto. Vandor sería una de las primeras víctimas de esa violencia. La profecía de Illia parecía cumplirse al pie de la letra. “Se van a arrepentir de lo que hacen”, les había dicho el presidente radical a los militares golpistas. La advertencia, se hacía extensiva a políticos y gremialistas.

Vandor era astuto, inteligente, un excelente táctico, pero como los hechos se encargaron de demostrarlo, un pésimo estratega. Le tocó actuar en momentos de crisis y no logró controlar las consecuencias que él mismo contribuyó a desatar con sus actos. Según el historiador Juan Carlos Torres, nunca fue capaz de ver más allá de su gremio. Cada uno de sus actos, de sus decisiones, estaba condicionado por el interés del gremio. Este hábito corporativo también respondía a una añeja tradición peronista, tradición que dicho sea de paso, se mantiene vigente hasta el día de hoy.

Después llegaron fechas cargadas de significados. En enero de 1966 la CGT se dividió entre los dos líderes del movimiento obrero de entonces: Vandor y Alonso. En mayo de 1968, el movimiento obrero se dividió entre una tendencia combativa liderada por Raymundo Ongaro y que será conocida como “CGT de los argentinos” y la CGT de Azopardo dirigida por Vandor.

En septiembre de ese año, Vandor fue acusado de haber “entregado” la huelga de petroleros. Cuando el 29 de mayo de 1969 se produjo el “Cordobazo”, él reprobó las movilizaciones y llamó al movimiento obrero a estar unido con las fuerzas armadas. En esos días estallaron una seguidilla de bombas en los supermercados Minimax propiedad de los Rockefeller. El 27 de junio el periodista y dirigente sindical de izquierda, Emilio Jaúregui, fue asesinado en plaza Once. La Argentina se lanzaba sin frenos a la vorágine de la violencia. El “Operativo Judas”, fue el punto de partida de una tragedia en la que los argentinos nos sumergimos durante diez años. La foto del velorio de Vandor ocupó la tapa de Primera Plana. El título era sugestivo: “La hora del miedo”. Más que sugestivo, profético.

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